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sábado, 2 de marzo de 2013

LA MISTICA DEL NUMERO ( II )


Herbert Oré Belsuzarri
LOS NUMEROS: FUNCION, PROCESO Y PRINCIPIOS.

Números Sumerios.

UNO (1)

Uno, el absoluto o unidad, creó la multiplicidad a partir de sí mismo. Uno se convirtió en dos. Esto es lo que se denomina «escisión (división, separación) primordial».

La unidad, es el absoluto o energía no polarizada, al hacerse consciente de sí, crea la energía polarizada. El uno se convierte simultáneamente en el dos y el tres.

El dos, es divisible por naturaleza. El dos representa el principio de multiplicidad; cuando se desboca, el dos es la llamada del caos. El dos es la caída.

Pero el dos se reconcilia con la unidad, se incluye en la unidad, por la creación simultánea del tres. El tres representa el principio de reconciliación, de relación (este «tres en uno» es, obviamente, la trinidad cristiana, la misma trinidad que se describe en innumerables mitologías de todo el mundo).

Sólo podemos medir los resultados que nos proporcionan los datos cuantitativos, pero no la comprensión o entendimiento. Experimentamos el mundo en términos de nacimiento, crecimiento, fertilización, maduración, senescencia, muerte y renovación; en términos de tiempo y espacio, distancia, dirección y velocidad.
  
DOS (2)

El absoluto, la unidad al hacerse consciente de sí, crea la multiplicidad o polaridad. El uno se hace dos.

Dos no es uno más uno. Metafísicamente, el dos nunca puede ser la suma de uno más uno, ya que sólo hay un uno, que es el todo.

El dos expresa la oposición fundamental, la contrariedad fundamental de la naturaleza: la polarización. Y la polaridad es fundamental para todos los fenómenos sin excepción. En el mito egipcio, esta oposición fundamental se describe vívidamente en el interminable conflicto entre Set y Horus (finalmente reconciliados tras la muerte del rey).

La escisión primordial provoca, postula, la reacción. La ciencia moderna es consciente de la polaridad fundamental de los fenómenos, aunque sin reconocer sus implicaciones o su naturaleza necesariamente trascendente. La energía es la expresión mensurable de la rebelión del espíritu contra su confinamiento en la materia. No hay modo alguno de expresar esta verdad fundamental en un lenguaje científico aceptable. Pero el lenguaje del mito lo expresa de forma elocuente: en Egipto se representa a Ptah, el creador de las formas, aprisionado, envuelto en ropas ajustadas.
  
La polaridad es fundamental para todos los fenómenos sin excepción, pero cambia de aspecto según la situación. Este hecho se refleja en el lenguaje común. Aplicamos nombres distintos en función de la situación o de la categoría de los fenómenos: negativo, positivo; activo, pasivo; masculino, femenino; favorecedor, entorpecedor; afirmativo, negativo; sí, no; verdadero, falso; cada par representa un aspecto distinto del mismo principio fundamental de polaridad.

En busca de la claridad y la precisión, distinguimos cuidadosamente entre estos conjuntos de polaridades según su función específica en una situación dada. Y es cierto que, al hacerlo, podemos ganar claridad y precisión; pero, al mismo tiempo, podemos perder de vista —y, en la ciencia, sucede inevitablemente— la naturaleza cósmica y omnímoda de la polaridad. En el mito se evita este peligro. Aquí, la naturaleza cósmica se intensifica, y el erudito, filósofo o artista individual utiliza el aspecto concreto del principio que se aplica a su tarea o a su investigación, sea ésta la que fuere. Así, no hay que sacrificar la precisión y la claridad en aras de la difusión.

El dos, considerado en sí mismo, representa un estado de tensión primordial o principal.

Es una situación hipotética de opuestos eternamente irreconciliables (en la naturaleza no existe tal estado). El dos es estático. En el mundo del dos nada puede ocurrir.

TRES (3)

Entre las fuerzas opuestas se debe establecer una relación. Y el establecimiento de esta relación constituye, en sí mismo, la tercera fuerza. El uno, al hacerse dos, simultáneamente se hace tres. Y este «hacerse» es la tercera fuerza, que proporciona automáticamente el principio, inherente y necesario (y misterioso), de reconciliación.

Aquí nos enfrentamos a un problema irresoluble tanto en el lenguaje como en la
Lógica.

La mente lógica es polar por naturaleza, y no puede aceptar o comprender el principio de relación. A lo largo de toda la historia, los eruditos, los teólogos y los místicos se han enfrentado al problema de explicar la trinidad en un lenguaje discursivo (Platón luchó resueltamente con él en su descripción del «alma del mundo», que a todos le parece galimatías, salvo a los pitagóricos). Sin embargo, el principio del tres se aplica fácilmente a la vida cotidiana, donde — de nuevo— en función de la naturaleza de la situación le damos cada vez un nombre distinto.

Masculino/femenino no es una relación, ya que, para que haya relación, debe haber «amor» o, al menos, «deseo». Un escultor y un bloque de madera no producirán una estatua: el escultor debe tener «inspiración». Sodio/cloro no es en sí mismo suficiente para producir una reacción química: debe haber «afinidad». Incluso el racionalista, el determinista, rinde homenaje inconscientemente a este principio: incapaz de dar cuenta del mundo físico a través de la genética y el entorno, apela a la «interacción», que no es sino un calificativo aplicado a un misterio.

La lógica y la razón son facultades para discernir, distinguir, discriminar (obsérvese la presencia del prefijo griego dis, que significa «dos»). Pero la lógica y la razón no pueden explicar la experiencia cotidiana: incluso los lógicos se enamoran.

La tercera fuerza no puede ser «conocida» mediante las facultades racionales; de ahí el aura de misterio que planea sobre todos y cada uno de sus innumerables aspectos: «amor», «deseo», «afinidad», «atracción», «inspiración».

¿Qué «sabe» el genetista de la «interacción»? No puede medirla. La infiere, la extrapola de su propia experiencia, y, al utilizar un término al que se ha despojado de toda emoción, supone que está siendo «racional». No puede definir la «interacción» con una precisión mayor de la que puede emplear el escultor para definir la «inspiración », o el amante para definir el «deseo».

Es el corazón, y no la cabeza, el que comprende el tres (con el término corazón nos referimos al conjunto de las facultades emocionales humanas). La «comprensión» es una función emocional, antes que intelectual, y es prácticamente sinónimo de reconciliación, de relación.

Cuanto más se comprende, más capaz se es de reconciliar y de relacionar. Cuanto más se comprende, más se reconcilian aparentes incongruencias e incoherencias. Es posible que uno sepa mucho y, en cambio, comprenda muy poco.

Así, aunque no se pueda medir o conocer el tres directamente, podemos experimentarlo en todas partes. A partir de la experiencia cotidiana común, podemos proyectar y reconocer el papel metafísico del tres: podemos ver por qué la trinidad constituye un fenómeno universal en las mitologías del mundo. Tres es la «Palabra», el «Espíritu Santo», el absoluto consciente de sí mismo.

Pero la famosa experiencia mística, la unión con Dios, es —así lo pienso— la experiencia directa de ese aspecto del absoluto que es la conciencia.

Reconocer la tercera fuerza equivale a consentir el misterio fundamental de la creación; al mismo tiempo, constituye un reconocimiento de la necesidad fundamental de reconciliar a los opuestos. El hombre que comprende el tres no será seducido fácilmente por el dogmatismo. Sabe que, en nuestro mundo, los conceptos de verdadero y falso son relativos; o, si parecen absolutos, como en los sistemas lógicos, entonces el propio sistema es relativo, una abstracción de una realidad mayor y más compleja. No comprender esto da como resultado el curioso razonamiento moderno que declara válida la parte, pero afirma que el todo es una ilusión.

Aunque la tercera fuerza no se puede medir o conocer directamente, la ciencia  egipcia lo abordo con arte (todo tipo de creación) y precisión. Toda manifestación del mundo físico representa un momento de equilibrio entre las fuerzas positivas y negativas. La ciencia que comprenda esto, comprenderá en si mismo por inferencia, la inefable tercera fuerza, que es igual a las fuerzas en oposición y produce ese momento de equilibrio. La capacidad de utilizar este conocimiento constituye desde tiempos inmemoriales un aspecto de la «magia».

En la vida cotidiana, reconocer el papel del tres es un paso hacia la más difícil de las hazañas: aceptar la oposición. Una obra maestra sólo se puede dar frente a una oposición equilibrada. El bloque de madera constituye la oposición del escultor en un sentido real. Si su inspiración resulta suficiente surgirá una obra maestra, pero si es insuficiente para tratar con su bloque de madera, producirá un fracaso. Si el bloque de madera resulta insuficiente para su inspiración, acabará en un sentimiento de ambición frustrada.

Es fácil reconocer este principio, la capacidad para dar a la oposición el lugar que se merece es una de las más difíciles de poner en práctica.

De ahí que el principio  se expreso de mil maneras distintas en la literatura sacra de todo el mundo. Es esto, y no un sentimiento servil, lo que pretende el dicho cristiano: “Ama a tu prójimo”. ¡Trata de amar a tu enemigo! Y seguro que sería de mucha utilidad en política y en relaciones humanas, si toleran a los que piensan de manera distinta.

Tomado de: http://es.scribd.com/doc/85618094/Herbert-Ore-La-Mistica-Del-Numero

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