LAS INEXPLICABLES CIVILIZACIONES ANTES DE
LA HISTORIA
Gracias al desarrollo de la ciencia, el hombre se encuentra
hoy en el umbral de las exploraciones espaciales y ante él se abren nuevas
perspectivas de conquistar otros planetas, es decir, una situación en
cierto aspecto similar a la que se encontraban los europeos en 1493,
después de que Colón demostrase que los viajes trasatlánticos eran
factibles. Pero, a pesar del desarrollo de esta ciencia, cada día más
avanzada, el hombre también está cada vez más cerca de otro Armagedón.
Ahora bien, cualesquiera que sean el tiempo o el destino que nos
han tocado vivir, nuestra educación, nuestras tradiciones y nuestro punto
de vista histórico, generalmente optimista, nos ha condicionado a aceptar
como un proceso irreversible la evolución progresiva de la civilización. Este
avance progresivo comenzó en Mesopotamia y Egipto, desarrollándose
perfectamente en el aspecto religioso y político a través de
Palestina, Siria y Grecia, y perfeccionándose al máximo en el aspecto
legal y organizativo durante el Imperio romano. Durante la Edad Media,
este proceso evolutivo sufrió cierto retroceso, pero luego continuó
su marcha siempre progresiva durante el Renacimiento, el descubrimiento
del Nuevo Mundo y la revolución industrial.
Este progreso de la civilización parece explicar las
crecientes e innatas dotes del hombre desde los tiempos antiguos hasta
nuestros días. No obstante, aunque el hombre, gracias a su elevada
formación científica, es hoy capaz de examinar más minuciosamente las
huellas de su propio pasado, en la actualidad ha tenido que enfrentarse
con ciertos problemas desconcertantes y poco tranquilizadores, sobre todo,
en estos últimos años. Una especie de interrogante iconoclasta
atormenta cada vez más al investigador de historia antigua: ¿es posible
que existieran otras civilizaciones en la larga historia del hombre de las
que no sabemos nada, o de las que sólo hemos oído vagos ecos, a menudo
confundidas con otras culturas más o menos familiares para nosotros?
Nuestro concepto de la historia antigua está grandemente influenciado
por nuestra dependencia de la Biblia, cuyos libros relativos a la
Antigüedad están escritos desde un punto de vista sólo comprensible de
forma aislada. Ello ha tendido a distorsionar el panorama general de las
antiguas culturas y a descuidar completamente algunas muy importantes,
incluyendo la de Minos y la de los hititas. Conserva, al mismo tiempo,
alusiones fascinantes relativas a culturas de extremada y casi
prehistórica antigüedad, como asimismo a civilizaciones tan lejanas y de las que
apenas tenemos referencias como para ser calificadas de prehistóricas.
No es forzosamente necesario que analicemos y estudiemos
ciertas razas, culturas y hechos históricos omitidos o descuidados por los
escritores bíblicos y otros famosos historiadores de la Antigüedad, sino
más bien culturas perdidas más antiguas de las que aquéllos son meros
vestigios. El lector se cerciorará de que las soluciones que da el autor a
los «enigmas» de las civilizaciones desaparecidas se apartan de la historia
ortodoxa y entran en un plano puramente subjetivo. Por ello, un lector que
conozca la historia según las normas tradicionales no estará de acuerdo con
lo que Charles Berlitz afirma. (N. del E.)
¿Acaso los antiguos mayas, los pre-incas de Sudamérica, los
pueblos constructores de esos extraños montículos de Norteamérica, los
asombrosos artistas que pintaron las antiquísimas cuevas de Europa
occidental y Norte de África, y la población autóctona de la isla de
Pascua y de las islas Canarias, por no citar más que unos cuantos, desarrollaron
por sí mismos su cultura o eran remanentes de unas civilizaciones
muchísimo más antiguas?
Actualmente disponemos de medios para calcular la antigüedad
de los períodos culturales, que trastornan la idea que teníamos sobre
cuánto tiempo ha vivido el hombre civilizado. Constantemente se descubren
nuevos hallazgos en zonas muy distintas entre sí: una ciudad amurallada
situada en el lugar donde estuvo Jericó, a la que se otorga una antigüedad
de diez mil años, casi en la época de la legendaria Atlántida. Según
estableció en 1650, James Usher, arzobispo de Armagh (Irlanda), la ciudad
de Jericó data unos miles de años después de 4004 a. C, fecha de
la creación del mundo; ello aún influye sutilmente en nuestro concepto de
la edad de la civilización. (El doctor John Lightfoot, vicecanciller de la
Universidad de Cambridge y contemporáneo del arzobispo Usher, sostenía:
«El hombre fue creado por la Trinidad el día 23 de octubre del año 4004 a.
C., a las nueve de la mañana.»).
Más fantástico aún fue un intento llevado a cabo en 1857 por
Phillip Henry Gosse para justificar la tradición bíblica. Según este
autor, durante el siglo XIX se descubrió grandes cantidades de fósiles.
Gosse, una gran autoridad en zoología marina, sostiene que Dios creó los
fósiles de los animales extintos al mismo tiempo que a Adán y Eva.
Mientras que nosotros, los hombres de la edad atómica, no
nos preocupamos ahora de la edad de nuestro planeta ni del comienzo
aproximado de la Era Cuaternaria, que se remonta a dos millones de años
aproximadamente, no obstante, nuestros cálculos sobre la edad de la
«civilización» coinciden curiosamente con el concepto bíblico sobre la
fecha de aparición del primer hombre sobre la Tierra. La explicación es
muy simple: para nosotros, nuestros conocimientos sobre la historia y la
civilización se apoyan únicamente en los datos escritos legados por el
pasado.
Pero incluso este principio comienza a tambalearse. En
efecto, inscripciones paleolíticas hechas con utensilios cortantes en
huesos grabados, a las que se atribuye una antigüedad de treinta mil años,
están siendo estudiadas actualmente a la luz de un nuevo enfoque
científico; se las considera como registros de los ciclos de la Luna y
como anotaciones sobre los largos períodos de las fases lunares, es decir,
una especie de astronomía del «hombre de la caverna». Tales
inscripciones han sido halladas en cavernas en diferentes lugares de
Europa y tienden a cambiar nuestro concepto sobre la capacidad intelectual
de nuestros antepasados, habitantes de las cavernas.
Lo que parece ser cartas o escritos, o símbolos preliminares
a una forma de escritura, han sido descubiertos en algunos lugares de
España y Francia, y ello nos indica que la escritura o la escritura
simbólica se remonta a unos ocho mil o diez mil años de antigüedad. En una
caverna de paredes pintadas descubierta en Lussac (Francia), no abierta al
público, se observan unos hombres y mujeres primitivos" vestidos con
una confortable indumentaria de sorprendente trazo moderno, completamente
distinta de aquellas pieles y ornamentos de hueso con que
solemos imaginarnos a los habitantes de las cavernas. Asimismo, en
Rhodesia existe una mina de cobre en la que se ha comprobado que hace
47.000 años se extraía dicho mineral, lo que nos lleva a la conclusión de
que los desconocidos mineros de la misma daban una finalidad y un uso al
cobre que extraían. Cuanto más retrocedemos en la historia, más
indicaciones encontramos de que existía una civilización, cuyo alcance aún
desconocemos, anterior a las civilizaciones que nos son conocidas, aunque
sean incompletos los datos que poseemos de ella.
Siempre ha sido un misterio para los arqueólogos y para los
estudiosos de la historia antigua el hecho de que si una civilización tan
altamente desarrollada e «inclasificada» existió antes de las que nosotros
conocemos, ¿cómo es que no existe una prueba concreta de la misma? También
se ha sugerido que si estas culturas prehistóricas fueron tan civilizadas,
¿cómo no se ha podido encontrar, entre tantas excavaciones llevadas a
cabo, un simple reloj, una estilográfica o un mechero? Como respuesta a
estos interrogantes, durante los últimos años se han hecho unos
descubrimientos verdaderamente asombrosos, que implican el conocimiento y
utilización de la electricidad por los antiguos, mediciones de
las distancias interplanetarias, pesos y volúmenes de los planetas, un
concepto realista de la Tierra, incluyendo ciertas referencias a la
Antártida miles de años antes de que fuese descubierta «oficialmente»,
conocimientos muy avanzados de cartografía y de geometría esférica, el
pulido de lentes microscópicas, la utilización de computadoras y otros
conocimientos científicos y matemáticos hasta ahora insospechados.
Parece como si alguien que vivió en nuestro planeta antes
que nosotros nos hubiese dejado mensajes, bajo la forma de ciertos
monumentos claves y construcciones para ayudar a otras razas posteriores a
leerlos, para orientarlas y, en algunas ocasiones, como advertencia contra
ciertos peligros.
Algunos de estos monumentos aún existen, y algunas
estructuras «naturales», que en principio se pensó eran demasiado grandes
para proceder de la mano del hombre, se ha demostrado que son realmente
obras de extraordinaria calidad. Un ejemplo prominente de lo que acabamos
de exponer lo constituye la gran pirámide de Egipto. Cuanto más la
estudiamos y medimos, más nos vemos obligados a cambiar el concepto que de
ella teníamos, comprobando cuan distinta es de lo que imaginábamos. ¿Era
simplemente una tumba, como suponía el gran historiador Herodoto? ¿Era
algo más que una simple tumba, como, por ejemplo, una indicación del
principal meridiano para los astrónomos y cartógrafos, olvidándose más
tarde esta finalidad? ¿Fue acaso un colosal reloj equinoccial, un
indicador de las épocas de siembra y cosecha para los millones de seres
que laboraban las tierras a lo largo del Nilo? ¿Era una gigantesca cápsula
del tiempo indicadora, mucho antes de nuestra era, de que existía una raza
más antigua, con grandes conocimientos sobre el peso de la Tierra, la
distancia entre el Sol y la Tierra, una clave para las matemáticas y el
año sideral, una guía para la geografía y la cartografía y, finalmente, el
repositorio de un sistema de medidas prehistórico y desconocido
para nosotros?
La gran pirámide de Egipto es un hito del pasado que aún
permanece con nosotros. Es muy fácil reconocer que se trata de una masa
colosal (¡cómo íbamos a negarlo teniendo una altura de 45 pisos!), pero no
resulta ya tan fácil demostrar lo que realmente es. Existen otros
monumentos en el mundo cuya finalidad, su verdadera finalidad, aún se
ignora; algunos porque son demasiado inmensos, como el situado en El
Panecillo, una pequeña montaña en las cercanías de Quito (Ecuador),
durante mucho tiempo considerado como una montaña natural,
pero aparentemente construido por el hombre, como asimismo otras
construcciones, a primera vista auténticas estructuras geológicas
naturales, existentes en México, Perú, Brasil, Asia central e incluso en
algunas islas del Pacífico.
Los métodos y los equipos técnicos de que hoy disponen los
arqueólogos son muy superiores a las primitivas máquinas de los antiguos.
Entre los modernos instrumentos actualmente al alcance de los científicos
están el avión y la fotografía aérea, diminutos submarinos, la utilización
del sonar para exploraciones submarinas, como asimismo equipos
especiales para submarinistas, radar, detectores de minas, magnómetro de
cesio para la exploración del subsuelo. Aparte de todo esto, se posee
grandes conocimientos de las lenguas antiguas y se dispone de una nueva
técnica para restaurar, limpiar y reconstruir objetos arqueológicos; y lo
que es mucho más importante, establecer su antigüedad mediante la
utilización de la técnica del carbono 14.
Resulta curioso comprobar que la mayoría de los adelantos en
las modernas investigaciones arqueológicas son fruto de los artefactos
militares utilizados en la Segunda Guerra Mundial. En efecto, muchos
descubrimientos arqueológicos se han llevado a cabo gracias a las
fotografías aéreas obtenidas por los pilotos de guerra mientras efectuaban
el reconocimiento de terrenos enemigos. Por ejemplo, gracias a estos
reconocimientos aéreos ha sido posible descubrir el puerto hundido de
Tiro como asimismo otros puertos antiguos del Mediterráneo actualmente
bajo las aguas. Del mismo modo, el plano de las calles y canales de la
perdida ciudad etrusca de Spina, cubiertos durante siglos por las marismas
junto a Venecia, la hundida ciudad de diversiones de Baiae (ciudad romana
equivalente a la actual Las Vegas de Estados Unidos), como asimismo
numerosas ciudades mayas en Centroamérica y ruinas arqueológicas
preincaicas en Sudamérica cubiertas por la exuberante vegetación
selvática, deben su descubrimiento al aeroplano. Bastará un simple ejemplo
para demostrar los grandes conocimientos que tenemos del pasado gracias a
la fotografía aérea: cerca de Persépolis (Persia),
cuatrocientos insospechados emplazamientos fueron descubiertos durante un
vuelo de trece horas de duración, y unas fotografías aéreas de una zona
cercana demostraron detalladamente (en un terreno sólo visible desde el
aire) el plano de una ciudad antigua que una expedición arqueológica había
intentado localizar sin resultados positivos durante cerca de año y medio.
Así pues, gracias a los modernos artefactos de guerra se ha
conseguido, en grado sumo, localizar y estudiar las antiguas
civilizaciones, muchas de las cuales fueron destruidas por los conflictos
bélicos, lo que constituye un convincente argumento sobre los procesos
cíclicos del progreso: guerra, devastación y nuevo despertar. Hecho este
que hemos podido comprobar a lo largo de toda nuestra historia.
A medida que examinamos la superficie de la Tierra, su
subsuelo, el fondo de los lagos, mares y ríos, las cordilleras continentales
bajo el mar, e incluso los grandes abismos y profundidades, no sólo
encontramos pruebas de las huellas del hombre, sino de civilizaciones
«inclasificadas», de las que sólo sabemos muy poco o nada, y que han
desaparecido por motivos aún desconocidos. En realidad, cuando estudiamos
estas reminiscencias culturales de lo que presumimos fueron
pueblos primitivos, el misterio se oscurece más aún. ¿Cómo podemos
explicar la zona de Nazca, en la costa del Perú, donde todo un desierto
está marcado, durante una extensión de cientos y cientos de kilómetros
cuadrados, con lo que parecen ser planos cósmicos, diagramas, símbolos y
dibujos de animales, sólo visibles desde el aire? El científico se siente
inclinado a especular sobre cierta conexión cultural con lugares tales
como el gran Zodiaco de Glastonbury (Gran Bretaña) situado en un círculo
de 48.300 metros de circunferencia, o las enormes piedras,
perfectamente ajustadas, de Carnac, en Bretaña (Francia), o las
rocas de Stonehenge, en Salisbury Plain (Gran Bretaña) e incluso con los
misteriosos montículos del Valle del Mississíppi y otros lugares del
centro de Estados Unidos; inmensas construcciones de tierra y montículos
piramidales en perfectos círculos encuadrados dentro de otros círculos, romboides,
polígonos y elipses de exactas medidas, como asimismo representaciones de
animales y serpientes no siempre visibles desde el suelo, pero perfectas
cuando son observadas desde arriba.
Resultan inexplicables las enormes murallas preincaicas de
los templos pétreos en las altiplanicies y montañas de los Andes, no sólo
en cuanto al sistema de transporte que utilizaron sus constructores, sino
también por el ajuste asombrosamente exacto y casi caprichoso de los
bloques de granito pluriangulares de cientos de toneladas de peso.
Desde que se descubrió el método del carbono 14 para
calcular la antigüedad de los objetos arqueológicos (aunque,
desgraciadamente, no puede aplicarse a la piedra), se han llevado a cabo
varios intentos para establecer la antigüedad de muchas «inexplicables»
ruinas del pasado, consiguiéndose asombrosos resultados en algunos
casos. (¡Al gigantesco Zodiaco de Glastonbury se le calculó una edad
de quince mil años!) A medida que retrocedemos en las etapas culturales
del hombre, nos encontramos con que no sólo hemos dejado muy lejos aquella
fecha de 4004 a.C. en la que el obispo Usher estableció el año de la «creación»
(que, por extraña coincidencia, corresponde vagamente a un relato
histórico que la ubica en una zona entre Egipto y Sumeria), sino que
podemos situar la civilización en un punto anterior al último periodo
glacial.
Existen otros muchos sistemas para calcular o establecer la
edad de los artefactos o construcciones, pero el método del carbono 14 es
el más exacto hasta hoy día. Este método consiste en lo siguiente:
cualquier materia orgánica pierde la mitad de su carbono cada 5.600 años;
por lo tanto, reduciéndola en un reactor y pesando los residuos, una
constante más o menos variable —generalmente equivalente a 280 años— puede
ser establecida. El único inconveniente de este método es que destruye los
materiales sometidos a análisis. Considerando las fechas anteriores a
Jesucristo que encontramos en los textos de historia antigua, algunas,
establecidas por el método del carbono 14, resultan realmente chocantes.
Anteriormente a la utilización del carbono 14, algunas de
estas fechas ya se presumían, viniendo dicho método a confirmarlas más
adelante, pero otras tienden a situar la Prehistoria mucho más atrás. Por
ejemplo, la mina de hierro de 43.000 años de antigüedad nos da a entender
que nuestros antepasados no eran tan incivilizados como suponíamos.
En los muchos miles de años existentes entre el advenimiento
de la inventiva y el hombre artista de Cro-Magnon existe un intervalo de
tiempo que abarcaría, si pudiéramos localizarlo, muchos siglos de cultura
y de civilización. Una vaga memoria de todo esto quizá haya llegado hasta
nosotros disfrazada de leyendas sobre el gran diluvio, un hecho muy común
a casi todos los pueblos antiguos, o también como tradiciones sobre la
destrucción de la humanidad (generalmente como un castigo divino a la
maldad del hombre) por medio de terremotos, diluvios, fuego, erupciones
volcánicas o hielo. Cualquiera que haya sido el motivo para
la persistencia de estas leyendas y tradiciones hasta nuestros días, todo
ello nos transmite una especie de advertencia (probablemente debido a la
casta sacerdotal para preservar la moralidad y la obediencia). Ahora bien,
estas leyendas se hallan tan extendidas, que, lógicamente, parecen ser
memorias de cambios en la superficie de la Tierra: cataclismos, períodos
glaciares, tremendas explosiones volcánicas y espantosos diluvios,
nacimiento de las montañas y hundimiento de las tierras bajo el mar.
Desde la antigua India a la antigua América, a través de
todas las tierras existentes entre ambas, siempre encontramos la misma
historia de catástrofes que casi barrieron a la humanidad de la superficie
de la Tierra; sólo unos cuantos supervivientes se salvaron al refugiarse
en cavernas, en altas montañas o flotando en botes o arcas. En la mayoría
de los casos, entre los supervivientes se encontraban un hombre
privilegiado y elegido, acompañado por una o más mujeres; algunas veces
con familias enteras y otras con una selección de animales y pájaros, cuya
especie variaba según la parte del mundo en que la leyenda era vigente. En
cada caso, los supervivientes regresaban sanos y salvos dando comienzo una
nueva civilización.
Algunas veces, la catástrofe fue considerada como un diluvio
universal, tal como se presenta en la tradición judeocristiana, una idea
compartida por todos los pueblos de Oriente Medio. En las tradiciones de
la India adopta la forma de toda una serie de cataclismos, donde el dios
Visnú, el Preservador, salvó a la humanidad de nueve grandes desastres; y
se cree que aún la salvará de otra más. En el antiguo México, los toltecas
creían que el mundo había desaparecido, o casi desaparecido, tres veces,
incorporando esta creencia a su sistema de calendario, más adelante
adoptado por los aztecas. Según la tradición calendaría tolteca,
la primera edad de la Tierra se llamaba El Sol del Agua, durante la cual
la Tierra fue destruida por los diluvios; la segunda edad era El Sol de
Tierra, cuando el mundo fue destruido por los terremotos; la tercera edad
fue la de El Sol de los Vientos, en que la destrucción fue causada por los
vientos cósmicos. Según este pueblo, aún nos encontramos en la cuarta
edad, llamada El Sol del Fuego, que deberá terminar con una tremenda
conflagración general, un augurio plenamente compartido por los profetas
actuales sobre la ruina atómica de nuestro planeta.
Esta teoría de periódicas catástrofes, que daban lugar a
nuevas civilizaciones, era generalmente aceptada y a menudo comentada en
la Antigüedad, aunque no tan lúcidamente como lo hiciera el gran filósofo
griego Platón, quien la utilizó en su famosa obra Timeo. En esta obra,
Platón describía la visita de su famoso antepasado Solón, el gran
legislador y filósofo ateniense, a algunos sacerdotes egipcios en el
templo de Neit, en Sais. En el Timeo, Solón aparece discutiendo con dichos
sacerdotes la antigüedad de su linaje, cuando uno de estos, «de
muy avanzada edad», aprovecha la coyuntura para hablar de la Antigüedad,
de la importancia de los viejos códigos y de las catástrofes que asolaron
la Tierra. Las palabras de Platón, más o menos deformadas, ya que fueron
pronunciadas hace más de dos mil años, nos proporcionan un vivido
comentario sobre la Antigüedad, antes de la Antigüedad, como asimismo
sobre los ciclos recurrentes de la civilización.
En la obra de Platón, el sacerdote egipcio dice: « ¡Oh
Solón, vosotros, los helenos, no sois más que niños, y no existe un solo
heleno que sea viejo..., todos sois jóvenes; no poseéis un solo concepto
antiguo que se halle respaldado por la vieja tradición, ni ninguna ciencia
que se haya encanecido con el curso de los años.
Y te explicaré la razón de ello: ha habido, y volverán a
haber, muchas destrucciones de la humanidad, motivadas por muchas
causas. «Existe una historia que vosotros, los helenos, habéis sabido
conservar. Según ésta, Faetón, hijo de Helios, unció los corceles al carro
de su padre, y por no saber conducirlo como su progenitor, quemó todo lo
que había sobre la faz de la Tierra, siendo destruido él mismo por un
rayo. Ahora bien, aunque esto parece un mito, en realidad significa una
decadencia de los cuerpos que se mueven alrededor de la Tierra y en los
Cielos, y una gran conflagración de cosas que suceden en nuestro planeta
durante largos intervalos de tiempo: cuando esto suceda, aquellos
que viven en las montañas y en los lugares secos y elevados se verán más amenazados de
destrucción que aquellos que habiten junto a los ríos o a las orillas del mar;
es por este motivo que el Nilo, nuestro eterno protector, nos salvó y
liberó.
»Por otro lado, cuando los dioses castigan a la Tierra con
un diluvio de agua, vuestros ganaderos y pastores montañeses son los
supervivientes, mientras que los que habitan en las ciudades son
arrastrados por los ríos al mar; pero en nuestro país, ni ahora ni nunca,
el agua llegó de los cielos que cubren los campos, sino de las profundidades
de la Tierra. Por este motivo, las cosas que hemos conservado en nuestro
país están consideradas como las más antiguas.
»...Y pase lo que pase en vuestro país o en el nuestro, o en
cualquier otra región del mundo que conozcamos, todo hecho noble o grande
o digno de encomio, todo ha sido registrado por escrito en los viejos
códices que se conservan en nuestros templos; mientras que los helenos y
los habitantes de otras naciones sólo disponéis de escritos y de otras
cosas que necesitan los estados. Por este motivo, y en su momento
adecuado, un diluvio desciende del cielo, cual una pestilencia, y arrastra
a todos aquellos que carecen de cultura y educación, por lo que tenéis
que comenzar de nuevo como si fuerais niños, ya que ignoráis lo que
sucedió en los tiempos antiguos tanto en vuestro pueblo como en el
nuestro.
»En cuanto a esas genealogías de vosotros, los helenos, que
nos habéis contado, Solón, no son mejores que los cuentos infantiles, ya
que, en primer lugar, vosotros sólo recordáis un solo diluvio, cuando, en
realidad, hubo muchos...»
Tomado de: MISTERIOS DE LOS MUNDOS OLVIDADOS - CHARLES BERLITZ.
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