Julián Serna Arango
Libertad, igualdad y fraternidad, he ahí uno de los más caros lemas de la masonería, y que además sintetiza para muchos las conquistas políticas y sociales de la Revolución Francesa, episodio crucial en el proceso de secularización o liquidación de la herencia medieval.
Categórico a primera vista, el lema: Libertad, igualdad y fraternidad, contiene algunos puntos oscuros relativos a su aplicación. No es fácil responder a la pregunta: ¿Más de dos siglos después de la toma de la Bastilla, hasta qué punto hemos avanzado en términos de libertad, igualdad y fraternidad? La multiplicación de las democracias en el mundo registrada en los últimos años pareciera darle la razón al optimismo.
Los menos optimistas, en cambio, no dejarán de denunciar fenómenos como la corrupción político-administrativa, erigida en una especie de SIDA de las democracias. Ello significa que el debate continúa abierto y acaso lo estuvo desde un comienzo.
Cuando Babeuf, líder radical en tiempos de la Revolución Francesa, publica su Manifiesto de los iguales, protesta enérgicamente por la aplicación que los gobernantes del país -que había dejado de ser una monarquía para convertirse en república- hacían del concepto de igualdad, al reducirlo a la abolición de una serie de privilegios económicos, políticos y jurídicos, procedentes del antiguo orden feudal, mientras legitiman, de otra parte, la desigualdad de las fortunas a pesar y a partir de la igualdad ante la ley.
Babeuf se anticipa a Marx y copia a Licurgo, al proponer la abolición de la propiedad privada de los medios de producción, la que además juzga literalmente un robo. Las dificultades afrontadas durante la I República Francesa, en lo relativo a la aplicación de los principios de libertad, igualdad y fraternidad, en esencia son las mismas que hoy desvelan a los ideólogos de los partidos políticos. ¿Cómo evitar que la desigualdad derivada del ejercicio de la libertad termine por hacer inoperante la igualdad de oportunidades? Si los líderes de la Revolución Francesa encallaron ante semejantes retos, otro tanto acontece en nuestro tiempo. Una vez más preguntémonos por qué.
De acuerdo con Spencer, el universo está sometido a una ley de complejidad creciente. Entre sus corolarios interesa el siguiente: Mientras las sociedad gana en complejidad, en tanto se multiplican las instituciones, se diversifica el saber, se amplía el abanico de oportunidades, en razón de la autonomía de los individuos, ellos se diferencian más. De allí la existencia de una relación causal entre libertad y desigualdad, desigualdad que empieza por destacar las diferencias, y en ello acaso no haya discusión, pero que rápidamente conduce a su hipertrofia, al polarizar la sociedad.
Lejos de fomentar la fraternidad, en las autodenominadas sociedades liberales, la competencia de todos contra todos por el dinero y el poder político, llega a acontecer -en un porcentaje significativo de los casos- en el peor sentido darwiniano, no de la selección del más apto, sino del más pícaro o del menos escrupuloso, o inclusive del más ávido. Interpretar la igualdad como igualdad de oportunidades resulta ser una traición -si se quiere- a los más genuinos ideales democráticos, si atendemos al clamor de los desposeídos de todo tiempo y lugar, quienes cuando suena el pistoletazo por medio del cual se inicia la competencia de todos contra todos, llevada a cabo en las pistas de la economía de mercado, toman la partida en una posición bastante rezagada si se la compara con la de algunos de sus rivales.
Es difícil pensar que quienes acuñaron el lema Libertad, igualdad y fraternidad, no fueran conscientes de la conexión entre libertad y desigualdad. ¿Qué hicieron para remediarlo? La clave estaría enla fraternidad, el tercero de sus términos -es ésta nuestra hipótesis-. Si la libertad por su propia inercia conduce a la desigualdad, la fraternidad operaría como una especie de antídoto. En otras palabras, únicamente resulta posible fomentar simultáneamente la libertad y la igualdad, con el concurso de la fraternidad, que dejaría de ser un apéndice del lema, para convertirse en su respectivo fundamento.
A diferencia de la caritas cristiana, que presupone una configuración jerárquica de la sociedad, en la que quienes tienen más se muestran generosos con los que tienen menos, en aras de acumular los méritos suficientes para abonar el importe de su salvación; la fraternidad, incorporada al ideario de la Revolución Francesa, supone, además, una relación entre iguales, es decir, entre hermanos, literalmente sea dicho.
¿Las leyes de seguridad social no serían acaso un indiscutible ejemplo de fraternidad, como también las políticas redistributivas del Estado? Kant, en desarrollo de su filosofía práctica, sostiene que el bien se hace exclusivamente por deber y no por cálculo egoísta. De esa manera el filósofo de Köenigsberg anticipa la crítica -generalmente realizada desde la izquierda- del capitalismo como intervencionismo de Estado, cuando reconoce en la legislación relativa a la seguridad social una serie de medidas "estratégicas" tendientes a conjurar la avanzada del comunismo.
Liquidada la URSS, desaparecido el peligro, reaparece en escena el liberalismo económico. Si nuestra conducta está motivada por el cálculo egoísta, ella resultaría determinada de antemano, y por tanto no sería libre, concluye Kant. El hombre únicamente es libre cuando hace abstracción de sus motivos subjetivos, es decir, cuando no actúa por cálculo egoísta, tampoco por instinto, y menos aún se deja arrastrar por la inercia de los acontecimientos, sino que actúa por deber. Al hacer abstracción de toda subjetividad, los individuos terminan siendo equivalentes. He ahí una forma de conciliar libertad e igualdad, de acuerdo con el célebre pensador alemán.
A través del imperativo categórico, Kant recomiende actuar de modo tal que la máxima que regula nuestra conducta pueda erigirse en ley universal, máxima que ostentaría una validez a-histórica y ecuménica en consecuencia. De allí que la ética kantiana aparezca signada por un indiscutible rigorismo. No en vano los ancestros de la filosofía moral kantiana se remontan hasta el pietismo -variedad de puritanismo-, cuyos preceptos morales fueron inculcados al joven Kant por su devota madre.
El árbol genealógico del pietismo -y del puritanismo en general-, nos lleva hasta uno de los rasgos más característicos de la religiosidad semita, la cual resalta la absoluta inferioridad de las criaturas frente a la divinidad todopoderosa, cuando las primeras únicamente han sido creadas para servir a la última. El hombre bueno es ante todo el hombre temeroso de Dios. No fue otro el criterio utilizado por Yahwéh para elegir: primero, a Noé; después, a Abraham. No es bueno quien disfruta haciendo el bien, sino quien actúa por deber, como sería el caso del amor a los enemigos citado por el mismo Kant.
Quien no disfruta lo que hace, sino que simplemente actúa por deber, no necesariamente obtiene su recompensa en vida, no quedándole opción diferente a posponerla para una vida posterior. De allí que los judíos, a excepción del grupo fundamentalista de los saduceos, hayan terminado por adoptar la idea de la inmortalidad del alma procedente del mazdeísmo. Dos milenios después, y mediante un razonamiento similar, Kant toma de allí los argumentos que todavía le hacían falta para justificar la inmortalidad del alma y la existencia de Dios.
Comprometida con un teísmo universalista, y en lo que hace referencia a su capítulo de premios y castigos, la ética kantiana resultaría, sin embargo, inaplicable para un ateo. Tampoco suele ser imparcial la reducción de la libertad al deber. Basta un ejemplo. Elaine Pagels, en Adán, Eva y la serpiente, demuestra como la teoría de la predestinación de San Agustín, según la cual únicamente somos libres cuando optamos por el bien, justamente hace carrera cuando el cristianismo se convierte en religión oficial del Imperio Romano, cuando las circunstancias políticas imponen la necesidad de unificar el dogma en aras de configurar una feligresía sumisa, en detrimento del mensaje inicial que promovía, en cambio, la rebeldía frente a los poderes temporales.
¿Abandonada la vía entreabierta por Kant a propósito de la conciliación de los principios de libertad, igualdad y fraternidad, debemos renunciar a la aplicación integral del lema en cuestión, que –condenado al fracaso- sólo sería una utopía más? Si las circunstancias políticas actuales lo hacen impracticable, si la filosofía no proporciona el hilo conductor, restaría únicamente preguntarnos por su génesis, en un intento por discutir el lema en su contexto, es decir, en medio de sus circunstancias históricas originales, y que en particular remiten a la masonería.
La masonería, el más exotérico de los ritos esotéricos, al decir de Umberto Eco en El péndulo de Foucault, hace parte de una tradición iniciática, cuyos eslabones van desde el neolítico hasta nuestros días, y cuyo paradigma no es otro que el del conocimiento transformador. Hay conocimientos que simplemente acumulamos en la memoria, y ellos sólo son información; otros, además los experimentamos interiormente. A diferencia de la simple información, el conocimiento transformador gesta motivaciones, despierta aptitudes, y en síntesis, altera nuestra condición existencial. Más que el dato, la fórmula o el esquema, el conocimiento transformador conquista para el iniciado nuevos horizontes, es decir, espacios para su libertad.
Es ésta una acepción de libertad radicalmente distinta a la promocionada hoy día. Mientras las libertades burguesas -elegir la marca del producto en la tienda, el color político en el tarjetón electoral- pudieran calificarse como libertades adjetivas, cuando las decisiones sustantivas -el neoliberalismo económico y la democracia representativa, como eje de coordenadas- permanecen incólumes; la iniciación mística, tal como ha sido definida por Eliade en su ensayo titulado La iniciación y el mundo moderno, incluido en La búsqueda, conduciría a una auténtica mutación ontológica, cuando en lo sucesivo el mundo se abre ante nosotros con otros énfasis, de otra manera.
En aras de su realización espiritual, bajo el signo de la iniciación mística, las expectativas de la relación de un individuo con sus semejantes no serían las mismas a las que estamos acostumbrados. A diferencia de lo acontecido con el dinero y el poder político, cuando en torno a ciertos bienes y servicios un determinado grupo económico puede ostentar su monopolio, cuando no es posible que dos personas ejerzan a la vez el primer empleo político de la nación; en lo que hace referencia al desarrollo espiritual, en cambio, los avances de cada individuo no son incompatibles con los de sus semejantes, ni mucho menos los ponen en peligro.
La aplicación del lema libertad, igualdad y fraternidad, proclamado en tiempos de la Revolución Francesa, resultó anacrónica, en la medida en que dicha fórmula filosófico-política fue descontextualizada, cuando su tradición espiritual originaria entra en contradicción con la vocación materialista de la modernidad, si se desestima el sentido de la vida que proporciona el crecimiento espiritual.
La aplicación del lema masónico libertad, igualdad y fraternidad, en síntesis, presupone profundas mutaciones en el eje de coordenadas de la modernidad, es decir, mutaciones que trascienden el positivismo de las ciencias, tendiente a reducir el mundo a lo que se puede medir; el economicismo de las sociedades, según el cual las fronteras de la existencia coinciden con las del mercado, es decir, únicamente existe lo que se puede comprar y vender, y el individualismo a ultranza, según el cual sólo motiva ganar y gastar.
Algunas conclusiones pudiéramos extraer de las anteriores reflexiones:
1. Mientras no se promueva la fraternidad, la libertad, por su propia inercia, conduce a la desigualdad.
2. La fraternidad únicamente es posible si atemperamos el individualismo vigente, cuando la vida espiritual o por lo menos la educación y la cultura, hoy día desplazadas por el primado del mercado y los intereses creados de la burocracia, recuperen su auténtico protagonismo.
*Julián Serna Arango
Universidad Tecnológica de Pereira
Publicado en El Magazin # 644, 17 de sept 1995, El espectador, Colombia
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