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sábado, 31 de diciembre de 2016

EL AMANECER DE LA ERA SECULAR

De cómo el monasticismo legó la tradición constructora a los masones laicos
EL AMANECER DE LA ERA SECULAR



Uno de los puntos más apasionantes en la historia de la francmasonería es el análisis de la transición entre la actividad constructora de los benedictinos –tema del cual hemos hablado ya en varios libros- y el advenimiento de las corporaciones de constructores medievales. Una transición que, como todas, sufrió un proceso desigual en distintas geografías pero que, sin embargo, se produce en la misma época en todo el Occidente cristiano.

Desde luego, los primeros masones “libres”, guardaron una estrecha relación con los masones benedictinos, que siguieron construyendo hasta los tiempos del Renacimiento. El modelo de estos primeros masones laicos ha sido magistralmente descripto por Ken Follet en su monumental novela “Los Pilares de la Tierra”. Otro modelo sobresaliente desde la literatura es el que realiza David Pownal en “El Maestro de Piedra”, sin dejar de recordar a la trilogía de “Los Torneos de Dios” escrita por los franceses Barret y Gurgand. Se trata de literatura, pero una más interesada en la aproximación histórica que en el mito masónico. De allí su valor. Creo sinceramente que estas obras, que son verdaderas recreaciones históricas y que se acercan mucho a una verdadera historia de las mentalidades, debieran ser de lectura básica para cualquier aprendiz masón. De ese modo se evitarían muchas confusiones a la hora de tener claro el origen de su Orden. ¿Cómo fueros esos hombres? ¿En qué virtudes podemos vernos reflejados?

1. Los Arquitectos Laicos 

Nada mejor que abrevar en las fuentes. En sus crónicas del incendio de la iglesia de Canterbury -acaecido en el año 1174 "por voluntad y secreto juicio de Dios"- Gervasio describe la inmensa desazón que se apoderó de monjes y clérigos a causa de la tragedia.

Preocupados por el estado en el que había quedado la estructura, dudaban de su fortaleza. Algunos hablaban de reconstruir la catedral desde sus cimientos, lo cual enloquecía a los monjes de sólo pensarlo. Otros creían que algunas columnas soportarían una nueva carga. Lo cierto es que paralizados por tan inesperado siniestro, los monjes permanecieron de luto durante un año, mientras decidían qué hacer con lo que había quedado de aquel hermoso templo.

Cuenta Gervasio que el capítulo –palabra que muchos masones no saben que, al igual que la mayoría de los vocablos que utilizan a diario, proviene del mundo monástico- convocó a numerosos arquitectos franceses e ingleses, pero no se pusieron de acuerdo. Finalmente, la elección recayó en Guillermo de Sens, "hombre extremadamente audaz, artífice habilísimo en tareas con madera y piedra", a quien le fue entregada la obra.

Las crónicas de Gervasio de Canterbury dan fe del celo con el que Guillermo condujo la reconstrucción; nos cuentan de la multitud de artistas talladores que fueron convocados, del enorme esfuerzo y de los ingenios que se debieron construir para desembarcar las piedras que llegaban desde el otro lado del mar. Hasta que, cierto día, en el quinto año de la reconstrucción, el hábil arquitecto cayó desde un andamio y quedó postrado en cama durante meses. La obra avanzó entonces de forma más lenta bajo la dirección temporaria de un monje que -con más voluntad que habilidad- seguía las indicaciones que Guillermo le daba desde su lecho. Consciente de que ya no se recuperaría, el arquitecto abandonó la obra y regresó a Francia.

Le sucedió otro Guillermo, de nacionalidad inglesa, a quien Gervasio describe como un maestro hábil y honesto. Ni el uno ni el otro eran monjes; se trataba de arquitectos laicos, hombres libres que habían aprendido el oficio de trabajar la piedra y construir iglesias en aquellas logias conformadas por experimentados monjes y numerosos "fratres conversi", expertos en sus oficios de canteros, albañiles, vidrieros, herreros, carpinteros y tallistas. 

La agrupación de estos hombres en estructuras asociativas adecuadas a su arte y tradición, fue la consecuencia natural de un proceso social, cultural y económico signado por el fenómeno del renacimiento urbano, la organización comunal y la creciente secularización de la sociedad. Muchas de estas asociaciones lograron ciertos privilegios que les otorgaron mayor libertad. Su fama se extendió, y muchos de sus más grandes arquitectos descansan en las criptas de las catedrales que construyeron, junto a reyes y obispos. Se comenzaba a desplegar otra historia: la de las corporaciones y gremios de la Baja Edad Media, la de los grandes artistas que conducirían a Europa hacia el Renacimiento. 

No sabemos a ciencia cierta el momento preciso -ni en base a qué presupuestos, tradiciones o influencias- se introdujo en los rituales del siglo XVIII la leyenda de Hiram Abi. A partir de allí, el simbolismo del Templo de Salomón pasó a ocupar un lugar relevante en la francmasonería. No fueron ni Jabel, ni Nemrod, ni Pitágoras los héroes de la corporación. Tampoco se eligió a las Pirámides de Egipto, ni al Coloso de Rhodas, ni a la Torre de Babel como alegoría y ejemplo del "arte sagrado". Hiram Abi y su famoso Templo se elevaron por encima de cualquier otra opción y sobre tal artífice y su obra se erigió el edificio simbólico de la francmasonería moderna con sus ritos. 

Sabemos, de todos modos, a partir del análisis de todos los documentos a nuestro alcance, que la tradición triunfante se vincula a la de los masones benedictinos. Sabemos también que esta tradición era conocida por los autores de los antiguos documentos de la corporación. Ellos mismos mencionan a sus fuentes. Si los antiguos masones operativos conocían esta tradición, no es menos cierto que los modernos masones especulativos la eligieron y organizaron prolijamente en sus complejos rituales. ¿Qué sucedió en el medio?

Los masones operativos hicieron del secreto un culto. El secreto masónico se ha gestado en ese interregno desconocido e inaccesible en el que reinaron las logias en todo su esplendor, capacidad y realización. Fue la época de los grandes arquitectos, pródigos en obras, mezquinos en sus palabras y celosos en sus técnicas, sus planos y sus aspiraciones. Sin embargo, la historia puede reconstruirse porque el hombre deja huellas; a veces con la intención de decirnos algo; otras, simplemente, porque son propias del fenómeno humano.

A través de esas huellas podemos saber, por ejemplo, cuántos maestros masones trabajaron en la construcción de una catedral o un castillo. Por sus marcas en las piedras -una identificación personal, pero también un silencioso acto secreto de vanidad de quien se sabía condenado al anonimato colectivo- sabemos de sus itinerarios. En su obra "Un espejo lejano", Barbara W. Tuchman calcula que Enguerran III, barón de Coucy, empleó, en el siglo XIII, a 800 albañiles para construir la fortaleza homónima y ello en base a las marcas dejadas en las piedras. La moderna gliptografía nos permite seguir el derrotero de un maestro masón por las distintas obras siguiendo su marca. Es así que hay marcas en Barcelona que pertenecen al mismo maestro masón que trabajó en la catedral de Santiago.

En el famoso manual de Villard de Honnecourt (circa 1224) pueden observarse dibujos que recuerdan, sugestivamente, a "los cinco puntos de perfección" de los maestros masones. Los 65 folios contienen una verdadera colección de bocetos y planos de obra, incluida una estructura idéntica a la utilizada por Umberto Eco para describir la laberíntica torre de "El nombre de la rosa". 

Conocemos, gracias a estos y muchísimos otros detalles, cómo construían, cómo estaban organizados y cuál era su rol en la sociedad. Lo que no sabemos de los masones operativos es de qué manera se trasmitían, en secreto, sus tradiciones. Los reyes los protegieron, les concedieron derechos, franquicias y exenciones. La Iglesia los receló primero, para luego amenazar sus liberalidades abiertamente.

Ya en el siglo XII, en el año 1131, el rey Alfonso VII otorgaba privilegios a los trabajadores de la catedral de Santiago:

"Ego Adefonsus Dei gratia Yspanie Imperator... Facio testamentum cautationes ómnibus magistri et criationi ecclesie Beati Jacobi, tam criationi operis quam et canonici, tam presentibus quam futurus usque in sempiternum. Ita cauto eos, quod non eant in fossatum, nec donec fossadariam, neque pectent pectum pro aliqua voce nisi pro suo forisfacto. Ita ego eorum cauto domos et possessiones, quod maiordomus terre nec ullus alius homo pro aliqua voce ibi non intret, neque eos pignoret nisi per manus sui magistri, et magister det directum per eos, et habeant tale forum quale melius habuerunt postquam opus ecclesie inceptum fuit..."

Más de ciento cincuenta años después, estos privilegios se habían afianzado, al extenderse los fueros municipales y las ciudades libres, cuyos ciudadanos -convertidos en prósperos burgueses- habían alcanzado la capacidad de adquirir este estado. Sancho IV, en 1282, confirmaba el privilegio de los pedreros de Santiago:

"...Porque los maestros et los pedreros et los raconeros de la obra de Santiago me dixieron que tienen privillegios del Rey Don Fernando mío avuelo et de los otros Reys et confirmadas del Rei mío padre commo deben ser amparados y defendidos. Et yo por esto et por muchos servicios que fizieron al mío padre et a mí en fecho de la eglesia et en otras obras, recébolos en mi guarda et mi defendimiento a elos et a lo suyo por o quier que lo ayan, asy en la villa de Santiago como fuera de la villa. Et mando et defiendo que nengún non sea osado de les querelar nin embargar sus raciones, nin de les fazer mal nin fuerca, nin tuerto, nin de les pasar contra los privillegios que les sean guardados daquí adelante así como lo fueron fasta aquí. Et qualesquier que contra esto fuesen, a elos e a lo que ovieren me tornaría por ello..."

Estos privilegios e incipientes libertades encontraron la resistencia de un modelo de sociedad que, basado en tres órdenes -el de los religiosos, el de los caballeros y el de los labriegos- había regido el contrato social del mundo feudal durante siglos. Los masones operativos -al igual que muchos otros gremios, guildas y sociedades mercantiles- adoptaron algunos de los rasgos particulares que aún hoy se perciben en la corporación masónica. En su mayoría, nacieron de la necesidad de protegerse mutuamente, guardar sus secretos y mantenerse unidos frente a la hostilidad de la aristocracia y la autoridad eclesiástica que veía -no sin razón- que este proceso dispararía una profunda transformación de la sociedad y de la distribución del poder. La lucha de los burgueses, comerciantes y maestros de oficio por mantener y ganar derechos, ha sido ampliamente debatida por los historiadores. Sin embargo, en esta lucha encontramos las raíces verdaderas del enfrentamiento entre las fuerzas seculares y las jerarquías eclesiásticas. Un enfrentamiento temprano, contemporáneo a la aparición de los teóricos del Estado Laico, cuestión que se inició en la Universidad de París, en el siglo XIV, con Marcilio de Padua y Guillermo de Okham.

Contemporáneo a la aparición de Defensor Pacis (1324) -la obra clave de Marcilio- el Concilio provincial de Aviñon (1326) anatematizó a las "confraternidades" con un documento cuya lectura nos recuerda inmediatamente a las posteriores bulas de excomunión contra la francmasonería. El texto es tan elocuente que mueve a reflexionar sobre los reales orígenes del conflicto Masonería - Iglesia. Su título:

"SOBRE LA SUPRESIÓN RADICAL DE LAS SOCIEDADES, LIGAS Y CONJURACIONES, DESIGNADAS BAJO EL NOMBRE DE COFRADÍAS."

"…Además, en algunos cantones de nuestras provincias, hay gente, por lo general noble, a veces plebeya, que organiza ligas, sociedades, coaliciones prohibidas, tanto por el derecho eclesiástico como por el derecho civil; bajo el nombre de cofradías. Se reúnen una vez al año, en algún lugar, para realizar sus conciliábulos y reuniones; al penetrar en el recinto, se pronuncia un juramento por el cual deben defenderse entre si de quienquiera que fuere excepto de sus Maestros, prestarse asistencia recíproca en cualquier ocasión, darse consejos y apoyarse recíprocamente. A veces, luego de vestirse con un uniforme, y empleando marcas y signos distintivos, eligen entre ellos a un superior, al cual juran obedecer en todo; la justicia se ve entonces perjudicada porque se cometen crímenes y robos;"

"Ya no hay paz ni seguridad; es la opresión para inocentes y pobres, iglesias y gentes de Iglesia, que estos individuos consideran, por supuesto, sus enemigos; sufren tanto en carne propia como en sus bienes personales, en el ámbito de las leyes y los tribunales, injusticias de todo tipo con miles de perjuicios." 

"Como pretendemos oponernos de inmediato a estas nefastas empresas y a estos intentos perniciosos, brindar un remedio eficaz para esta situación y defender a nuestros fieles del pecado, según corresponde a nuestras funciones pastorales, en virtud de la autoridad del presente concilio, decretamos la nulidad, disolución y ruptura de todas las agrupaciones, alianzas, sociedades, conjuraciones, denominadas fraternidades y cofradías, fundadas por clérigos o laicos, sin importar su grado, dignidad, estado o condición; de igual modo, declaramos nulos e inexistentes los pactos, convenios, ordenamientos que celebren entre si. Decretamos que los juramentos que deben cumplir los individuos mencionados son ilícitos, sin valor alguno, nadie debe considerarse sujeto a su cumplimiento, bajo nuestra garantía quedan liberados de ellos. Sin embargo, han de recibir de sus confesores una penitencia para redimirlos de estos juramentos imprudentes y temerarios. En virtud de la autoridad mencionada, les prohibimos, bajo pena de excomunión (en la cual según nuestra voluntad los contraventores incurrirán ipso facto, cuando el presente decreto se haya publicado dos domingos seguidos en la iglesia de su parroquia), prohibimos de ahora en más que frecuenten dichas asambleas, agrupaciones, y se sometan a dichos juramentos, organicen dicho tipo de cofradías, se sometan a tales Obediencias, se presten ayuda y apoyo recíprocamente, vistan trajes que representen una actividad desde ahora prohibida y se llamen entre si hermanos, priores, abates de dicha Sociedad. Además, dentro de los diez días a partir de dicha publicación, han de pedir individualmente a sus confesores (en la medida de lo posible), que los libere de los mencionados juramentos, y que cada uno declare públicamente que ya no quiere formar parte en el futuro de tales asociaciones. Prohibimos este tipo de conjuraciones, conspiraciones, convenios, aún cuando no se denominen cofradías. Por otra parte, decretamos la disolución y la nulidad de facto de éstas, a partir del momento en que se las emprenda y sometemos a aquellos que las emprenden a la sentencia de excomunión; sentencia que sólo podrá derogar el Concilio provincial, salvo en artículo mortis. En esta declaración, no tenemos la intención de reprobar las cofradías fundadas para celebrar a Dios, a la bienaventurada Virgen María y a otros santos para ayudar al pobre, cofradías en las que no se hacen pactos o juramentos de este tipo." 

La similitud con las bulas antimasónicas es elocuente. Los reyes no tardarían en sentir la misma inquietud que los obispos con respecto de las libertades y privilegios que habían ganado algunas corporaciones y gremios. Muchos documentos dan cuenta del rigor con que algunos monarcas convocaban y mantenían bajo su control a los maestros masones; al menos cuando así lo exigían las necesidades de la corona. Ejemplo de ello son los decretos de Eduardo III de Inglaterra, fechados en 1359 y 1361, por los cuales disponía que jueces, síndicos y prefectos de todo el reino, procuraran la comparencia de todos los maestros masones -con sus herramientas- en las obras del castillo de Windsor, ordenándoles, a su vez "…detener y arrestar a todos los albañiles que encuentren rebeldes o contrarios a tal propósito y a llevarlos al mencionado castillo donde permanecerán en prisión…" 

Ya por entonces, se habían diferenciado las figuras del "maestro de obra" y del superintendente o "vigilante". En el caso del castillo de Windsor, son mencionados como maestros de obra Roberto de Gloucester y William de Winford, mientras que "…nuestro amadísimo William de Wykeham", es definido como "encargado de la vigilancia de nuestra obra…". Wykeham, que no era arquitecto -pero que actuaba "a modo de un elevado visitador e inspector" como diría Beda, refiriéndose al rol de Adoniram- cumplía las funciones de capataz de la obra, se encargaba de pagar los salarios y controlaba a los maestros masones. Tomó las órdenes en 1362 y fue electo obispo de Winchester en 1366. Ricardo II lo nombraría Canciller de Inglaterra en 1386.

En esa misma época, y justamente en Inglaterra, se cree que fueron escritos los manuscritos "Regio" y "Cooke", lo cual nos deja al menos una certeza: hasta allí perduraba la herencia benedictina. Pese a la gran cantidad de información proveniente de la actividad de las corporaciones de masones operativos, muchos puntos permanecen oscuros con respecto al origen de algunos rituales y leyendas que aparecen en la francmasonería especulativa de la primera mitad del siglo XVIII.

A modo de conclusión, nuestra tarea como verdaderos masones continúa siendo la de desbastar la Piedra Bruta. Pero la principal tarea de un Maestro Masón es la de instruir a los Aprendices, enseñándoles sus raíces, cuidando de su crecimiento interior, asegurándonos-al mismo tiempo- que conocen la grandeza de la obra que realizan y que reciben una Tradición de la cual serán depositarios a su debido tiempo, no antes. Bien sabe el maestro de la piedra que un golpe dado a destiempo parte la pieza y arruina el trabajo.

https://eduardocallaey.blogspot.pe/2012/10/de-como-el-monasticismo-lego-la.html

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