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viernes, 15 de enero de 2016

Una mujer masón: la historia de Elizabeth St. Leger

Una mujer masón: la historia de Elizabeth St. Leger


Retrato de Elizabeth St. Leger, luego Aldworth
Autores masónicos de tan alta reputación como Albert Mackay (1873/1921, 1906), Robert F. Gould (1936) y Edward Conder (1895) refieren la historia de la señorita Elizabeth St. Leger, también llamada “la mujer masón” (the Lady Freemason).
Elizabeth es una de las pocas mujeres iniciadas en la masonería durante el siglo XVIII, algunos años antes de las célebres constituciones de Anderson que inauguran la masonería moderna. De hecho, la historia de Elizabeth es considerada una de las pruebas de que en Irlanda ya funcionaban logias simbólicas antes de Anderson.
La historia de la señorita St. Leger está rodeada de misterio: circulan varias versiones, todas anecdóticas y, sin duda, ninguna cercana a la verdad. Todas tienen algunos rasgos en común: Elizabeth era una joven mujer que todavía no se había casado; por azar (según unas versiones) o por alevosía (según otras) presenció una reunión masónica desde un escondite y, al tratar de escapar, fue descubierta por los masones quienes, tras una larga discusión, resolvieron acogerla en su organización para impedir que revelara sus secretos.
Mandil de Elizabeth St. Leger
Elizabeth se casó en 1713 con Richard Aldworth y a partir de ese momento adoptó su apellido. La joven y traviesa Elizabeth, según cuentan sus descendientes, siguió perteneciendo a la masonería hasta su muerte y fue un miembro muy activo de su logia. Su nombre figura en 1744 en la lista de suscriptores del Enquiryde Dassigny, una publicación masónica de la época. Se hizo retratar con sus aperos masónicos, e incluso su mandil se conserva todavía, ahora en exhibición en el museo del centro masónico de Irlanda en la calle Tuckey, en la ciudad de Cork.
En la catedral de San Finbarre, en Irlanda, yacen sus restos. Ahí se encuentra todavía una placa que reza:

Placa en la catedral de Saint Finbarre, Irlanda (1775)
En piadosa memoria de la honorable Elizabeth Aldworth, esposa de Richard Aldworth of Newmarket Court. Co. Cork. Esq., hija de Arthur, primer visconde Doneraile. Sus restos yacen cerca de este sitio. Nacida en 1695. Fallecida en 1775. Iniciada en la Francmasonería en la logia n.o 44 en Doneraile Court, en este condado, 1712 d. C.

Los antecedentes de Elizabeth

La familia Saint Leger era una antigua casa anglo-normanda con uno de los pedigrees mejor autenticados de su época. Era una familia de nobles con una larga tradición. Su padre y sus hermanos eran masones y, según se dice, celebraban reuniones masónicas en su casa. En otras palabras, Elizabeth no era descendiente de una familia cualquiera y este hecho debería tomarse en consideración: no era una sirvienta, esclava o mujer de baja condición. Las diferentes versiones de la anécdota subrayan la soltería de Elizabeth: era libre de decidir por sí misma si su padre y sus hermanos le daban la opción, porque todavía no estaba atada a la voluntad de un esposo.

Azar, inocencia y curiosidad (la versión de Conder)

Una de las versiones más conocidas es la publicada por Edward Conder en 1895 en el octavo volumen de las memorias de la logia Quatuor Coronati de Londres (Transactions of the Quatuor Coronati Lodge of London). Lo que anoto a continuación es un resumen de ese relato.
En una ocasión, durante una época en que se estaban realizando remodelaciones en la casa, el vizconde Doneraile se reunió con sus hijos y algunos amigos. La reunión masónica se llevaba a cabo en una amplia habitación en el primer piso de la casa. Al lado había una pequeña biblioteca separada de aquella por una pared. Las puertas de ambas habitaciones daban al vestíbulo y estaban muy cerca una de la otra. Los arreglos de la casa habían requerido remover algunos paneles de la pared del salón grande, por lo tanto, en algunos puntos de la pared cuyos arreglos no habían finalizado, había ladrillos puestos en su lugar pero todavía sin pegar con mortero.
En esa tarde de invierno, Elizabeth había pasado varias horas leyendo junto a la ventana de la biblioteca y se había quedado dormida. El sonido de voces en la habitación continua la hizo despertar y sospechar que no era una reunión ordinaria la que se llevaba a cabo ahí. La luz se filtraba por algunas rendijas de la pared a medio terminar y el resto fue obra de la curiosidad: se acercó, muy cuidadosa y silenciosamente retiró uno de los ladrillos y, desde ahí, tuvo una vista privilegiada de todo lo que ocurría al otro lado.
En este punto de la historia, Conder enfatiza el hecho de que las acciones de Elizabeth fueron totalmente involuntarias: se había quedado dormida en la biblioteca, no sabía que su padre se reuniría ahí con los masones y fue movida por una curiosidad inocente, irresistlbe y cándida. No era posible calificar sus actos de crimen o acción voluntaria para tratar de apropiarse de los secretos de los masones. Este dato, sencillo como parece, es crucial en la justificación de la decisión de la logia.
Durante un buen rato, Elizabeth contempló en silencio absoluto todo cuanto ocurría, hasta que la solemnidad del evento –al parecer se estaba admitiendo un nuevo miembro– la hizo tomar conciencia de que ahora guardaba información secreta que ningún miembro de la orden masónica podía revelar. Comprendió que lo mejor era retirarse cuanto antes, en secreto; pero al salir, lamentablemente la puerta de la biblioteca estaba muy cerca de la puerta del salón en donde estaban reunidos los masones. Uno de ellos guardaba en la entrada para alejar a los intrusos y, desde luego, la vio de inmediato. Era el mayordomo de su padre quien conocía perfectamente la condición de la pared y comprendió la situación. Al verlo, Elizabeth dio un grito y se desmayó.
El fiel sirviente de la familia dudó unos instantes: ¿pedía ayuda de otros sirvientes para que llevaran a la señorita a su habitación o le alertaba de inmediato a la logia? Optó por la segunda alternativa: el padre y los hermanos de Elizabeth respondieron a su llamado, así como los demás masones. Cuando la joven se despertó y vieron el estado de la pared de la biblioteca, comprendieron lo ocurrido y comenzaron a deliberar de inmediato. La discusión se prolongó durante algunas horas.
Finalmente llegaron a un acuerdo, y aquí hay otro detalle valioso: le ofrecen a Elizabeth pertenecer a la masonería voluntariamente. Cuando ella acepta, la hacen pasar y le confían los secretos que parcialmente había visto ya.

Terca curiosidad (la versión de 1811)

Mackay, en su Enciclopedia de francmasonería, reproduce textualmente un relato supuestamente publicado en 1811 en Cork, con el beneplácito de la familia. Según este relato, Elizabeth no se quedó dormida en la biblioteca sino que planeó cuidadosamente su hazaña. Con unas tijeras removió con cuidado los ladrillos de la pared y, cómodamente situada, observó los trabajos de los primeros dos grados.
Cuando comprendió que la reunión estaba a punto de terminar, viendo la información que ahora poseía, decidió que era el momento de retirarse. Se puso nerviosa y casi se desmaya; pero lo peor fue que, en la oscuridad, se tropezó con algo, tal vez una silla o algún mueble decorativo. El masón que montaba guardia la escuchó y la descubrió al instante, seguido de los demás. Uno de los hermanos de Elizabeth fue el primero en reconocerla y abogar por ella.
Enfurecidos, los masones discuten durante al menos dos horas qué hacer. Finalmente toman la decisión de hablar con ella primero y ofrecerle pertenecer a la masonería. Si ella se rehusaba, los emisarios tenían la orden de regresar para seguir discutiendo qué medidas tomar. Para su suerte, Elizabeth aceptó y recibió los dos primeros grados de la masonería.
Esta versión de la historia trataría explicar, sin ningún mérito por parte de Elizabeth, por qué no solo había sido aceptada en una organización masónica, sino además por qué ostentaba al menos el segundo grado.

Alevosía y plan (la versión de 1839)

Mackay refiere una tercera versión publicada en 1839: Elizabeth tiene una curiosidad insaciable por conocer los misterios de la masonería y planifica cuidadosamente su acto de espionaje. Se hace amiga de la casera de una taberna en Cork en donde se reunía una logia masónica y, gracias a esta amistad, logra esconderse dentro de un reloj en el salón en donde se llevaba a cabo la reunión. La incomodidad de su escondite la hizo dar un gemido que la traicionó y reveló su presencia. Fue iniciada en ese mismo lugar y momento.
En esta versión de la historia, Elizabeth ya estaba casada (es decir, no era libre), hace todo lo posible por conocer la masonería y ser aceptada en ella y se entera de todos los secretos masónicos en el interior mismo de la logia y no en un cuarto adyacente.
Mackay advierte que aun cuando haya dos miembros de la logia de Cork que aseveran la veracidad de esta versión, esta logia fue fundada hasta 1777, varios años después del fallecimiento de Elizabeth, lo cual invalida la historia.

Una verdad contada a medias

Los relatos que nos llegan provienen todos del siglo XIX, más de cien años después de los eventos referidos, cuando ya era ampliamente difundido y aceptado que la masonería era una actividad exclusivamente masculina. Anderson se había encargado de incluir a las mujeres en la lista de personas no “libres” (recordemos que ser libre es un requisito indispensable para ser miembro de la organización masónica) y, por lo tanto, con base en esos landmarks dictados en 1717, ninguna logia masónica regular iniciaba mujeres.
Todos los relatos sobre la pertenencia de Elizabeth St. Leger-Aldworth fueron escritos por hombres y dados a conocer en publicaciones dirigida a masones de órdenes exclusivamente masculinas. Tal vez por esta razón todos parecen tener algo implícito: la necesidad de explicar o justificar los motivos por los que estos eventos ocurrieron. No hablamos solamente de haber admitido a Elizabeth en sus filas, sino de haberle permitido quedarse ahí, recibir al menos el segundo grado y, según algunas sospechas, haber ocupado el máximo cargo en una logia masónica.
Así, en todas las versiones de la historia, los masones (todos hombres) se ven supuestamente obligados a admitir a Elizabeth en su orden y quedan elegantemente eximidos de la culpa que supondría admitir cualquier otra razón para este evento singular. Habría sido vergonzoso e inexplicable, luego de las constituciones de Anderson y de que la masonería irlandesa se uniera a la Gran Logia Unida de Inglaterra, que una logia aceptase de su libre voluntad a una mujer, aunque hubiese ocurrido en el siglo anterior y bajo otras reglas.
Puesto que fue imposible encubrir la pertenencia de Elizabeth a la masonería –y la existencia de pruebas materiales la hacía irrefutable–, ninguno de los relatos admite la posibilidad de que Elizabeth hubiese pedido ingreso por su propia voluntad, que su solicitud haya sido considerada y que, por mérito propio y como lo haría cualquier otro masón libre, se haya ganado el respeto de sus compañeros y los grados masónicos a los que su trabajo le daría derecho. Y, sin embargo, algo de esto permanece en los relatos, puesto que los autores se cuidan de explicar dos detalles: que hubo deliberaciones por parte de la logia completa para decidir si la aceptaban o no y que a la joven se le preguntó si quería o no formar parte de la organización.
En otras palabras, después de todo, fue admitida según los procedimientos y principios de una agrupación masónica regular.
Elizabeth era una mujer noble, reconocida por su caridad. Se puede especular que su lugar en la sociedad de la época era tan prominente que no pasó inadvertida, como la mayoría de sus contemporáneas, y por eso todavía hoy la recordamos. Si hubiese sido hombre, nadie habría dudado de su mérito para ser admitida en la masonería. Pero como era mujer, fue necesario hacer circular una historia anecdótica e inocente para no levantar sospechas en una sociedad preeminentemente masculina.
La historia de Elizabeth es un ejemplo de las contradicciones de una época. En el esfuerzo por encubrir la verdad sobre su admisión en la masonería –ahora irrecuperable–, se observa la posible supervivencia de una práctica antigua y la realidad de que el sexo no es un impedimento para ser un masón digno.

Fuentes consultadas

Conder, E. (1895). “The Hon. Miss St. Leger and Freemasonry”. Transactions of the Quatuour Coronati Lodge of London, VIII, 16-23. Recuperado de <http://freemasonry.bcy.ca/aqc/>.
Gould, R. F. (1936). Gould’s history of freemasonry throughout the world (6 vols.). New York: Charles Scribner’s Sons. [Versión PDF].
Mackey, A. G. (1906). The History of Freemasonry (Vols. 7). New York and London: The Masonic History Company.
Mackey, A. G. (1921). An Encyclopaedia of Freemasonry and its Kindred Sciences (W. J. Hugha, Ed.). (5.a ed., 2 vols.). Chicago, New York, London: The Masonic History Company. (Obra original publicada en 1873).
Millar, A. (2005). Freemasonry: A History. San Diego, California: Thunder Bay Press.
Thames, B. L. (n.d.). “A history of women’s masonry”. Pilgrim’s Lodge Papers, 0.5. Recuperado de <http://www.phoenixmasonry.org/masonicmuseum/Cabinet_Card_Woman_in_Masonic_Regalia.htm>.

https://elportico.wordpress.com/2011/02/27/una-mujer-mason-la-historia-de-elizabeth-st-leger/

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