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martes, 20 de septiembre de 2016

El misterio de la Atlántida

El misterio de la Atlántida

 Eslava Galan, Juan.

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Un sacerdote egipcio le contó esta historia al griego Solón y él la transmitió a sus descendientes en Grecia. Una vez, hace muchas generaciones, existió una isla enorme llamada «la Atlántida». Era un paraíso en la Tierra: clima apacible, espesos bosques, fértiles campos, variedad de frutos, fauna abundante, subsuelo rico en metales...
Los atlantes, así llamamos a los habitantes de la isla, residían en ciudades bien urbanizadas y dotadas de cómodas viviendas y baños. Su capital, Atlantis, estaba diseñada de manera que participaba tanto de la tierra como del mar: anillos de tierra y agua alternos se disponían concéntricamente en torno a una isla central que comunicaba con el mar a través de un ancho canal navegable. La muralla exterior, blanca y negra, encerraba otros tres recintos murados: uno de piedra roja, otro de bronce por fuera y estaño por dentro, y el último, que rodeaba la acrópolis, revestido de oricalco, un metal precioso brillante como el fuego, que sólo se encontraba en la isla.
El palacio real de Atlántida, en la cima de la colina central, estaba rodeado por un muro de oro. Era, al propio tiempo, el santuario en el que Poseidón había engendrado en su amada Cleito las cinco parejas de gemelos de las que descendían diez estirpes reales que gobernaban los reinos de la confederación atlante.
Los primeros reyes atlantes, en la Edad de Oro, fueron pacíficos y piadosos. No conocían las guerras. Reinaban sobre una sociedad perfecta en la que cada individuo ocupaba el lugar que le correspondía según su mérito. Lástima que sus sucesores se volvieran tiránicos y codiciosos y decidieran conquistar el resto del mundo. Al principio les fue bien. Sometieron fácilmente el norte de África y Europa, pero cuando se disponían a invadir Egipto y Grecia, los griegos los derrotaron. Al propio tiempo, Zeus, el padre de los dioses, decidió castigar su soberbia. En solamente un día y una noche un violento terremoto, seguido de devastadoras inundaciones, sumergió la Atlántida en el océano y aniquiló su brillante civilización.
«Por este motivo —terminó su relato el sacerdote egipcio—, el océano es desde entonces innavegable, porque todavía subsiste la capa de fango que produjo el hundimiento de la isla.»
El filósofo Platón, en sus tratados Timeo y Critias, relató la historia de la Atlántida tal como se había transmitido desde Solón. Algunos autores prestaron crédito a la historia, a pesar de que Aristóteles (-384), el gran discípulo de Platón, la consideraba una fábula ideada por el maestro para exponer sus tesis sobre la sociedad ideal.1
En el siglo VI, el historiador y viajero bizantino Kosmas Indicopleustes, autor de Topografía cristiana (hacia 550), identificó la Atlántida con el Paraíso del Génesis y a las diez estirpes reales nacidas de Poseidón con las diez generaciones humanas que median entre Adán y Noé. El hundimiento de la Atlántida en el océano no sería sino el eco paganizado del Diluvio universal.
A partir del siglo XV, coincidiendo con el inicio de las grandes exploraciones europeas, arreciaron las especulaciones sobre la Atlántida, como si hubiera una urgencia por situarla en el mapamundi. En 1592, el padre Juan de Mariana identificó la Atlántida con la península Ibérica; el filósofo inglés Francis Bacon, con América (en su obra Nova Atlantis, 1638). John Swan, en Speculum Mundi (1644), y el jesuita alemán Athanasius Kircher, en Mundus Subterraneus (1655), la creyeron hundida en medio del Atlántico. En 1675, el filólogo aragonés, y cronista mayor de Felipe IV, José Pellicer Ossau y Tovar se adhirió a la opinión del padre Mariana e identificó la Atlántida con la península Ibérica. Incluso señaló Tartessos como origen del mito y situó el templo atlante en la desembocadura del Guadalquivir.2 Por su parte, el naturalista sueco Olaus Rudbeck inauguró, en su obra Atlantica (1675), la larga serie de los que intentan ubicar la Atlántida lo más cerca posible de su gabinete de trabajo. Para Rudbeck la ciudad sumergida estaba al sur de Suecia, justo enfrente de upsala. Jean Bailly, en sus Lettres sur l’Atlantide de Platon (1779), propuso una localización al norte de la península Escandinava.
En 1801, el ocultista Antoine Fabre d’Olivet (1762-1825), uno de los especialistas en lenguas orientales que acompañó la expedición napoleónica a Egipto, propuso una Atlántida mediterránea primero entre España y Marruecos y después en el Cáucaso.3 El naturalista Bory de Saint-Vincent precisó, en su Carte conjecturale de l’Atlantide (1803), que los archipiélagos de las Canarias y las Azores son restos de la Atlántida sumergida.4

Estas tesis atlantistas, que cautivaron a tantos autores hasta el siglo XX,5 compiten hoy con las mediterráneas. Algunos atlantólogos actuales (Collina-Girard, Marc-André Gutscher, Johan Van de Velde, entre otros) creen que la misteriosa isla está inmersa en el estrecho de Gibraltar, en la zona de Spartel, a unos sesenta metros de profundidad. El físico Axel Hausmann asevera, en su libro Atlantis (2000), que la isla platónica estaba entre Sicilia y Malta, a unos cien metros de profundidad. El periodista italiano Sergio Frau, en Le Colonne d’Ercole (2002), la sitúa en Cerdeña y relaciona con los atlantes la cultura de las nuragas, supuestamente barrida por un tsunami. Algunos supervivientes del desastre emigrarían a Italia y fundarían el pueblo etrusco; otros, se dispersarían por el Mediterráneo y serían los Pueblos del Mar que desembarcaron y guerrearon en Egipto y otros lugares. Frau identifica las famosas Columnas de Hércules con dos promontorios a uno y otro lado del estrecho de Sicilia.

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