El
misterio de la Atlántida
Eslava Galan, Juan.
Un sacerdote egipcio le contó
esta historia al griego Solón y él la transmitió a sus descendientes en Grecia.
Una vez, hace muchas generaciones, existió una isla enorme llamada «la
Atlántida». Era un paraíso en la Tierra: clima apacible, espesos bosques,
fértiles campos, variedad de frutos, fauna abundante, subsuelo rico en metales...
Los atlantes, así llamamos a los
habitantes de la isla, residían en ciudades bien urbanizadas y dotadas de
cómodas viviendas y baños. Su capital, Atlantis, estaba diseñada de manera que
participaba tanto de la tierra como del mar: anillos de tierra y agua alternos
se disponían concéntricamente en torno a una isla central que comunicaba con el
mar a través de un ancho canal navegable. La muralla exterior, blanca y negra,
encerraba otros tres recintos murados: uno de piedra roja, otro de bronce por fuera
y estaño por dentro, y el último, que rodeaba la acrópolis, revestido de
oricalco, un metal precioso brillante como el fuego, que sólo se encontraba en
la isla.
El palacio real de Atlántida, en
la cima de la colina central, estaba rodeado por un muro de oro. Era, al propio
tiempo, el santuario en el que Poseidón había engendrado en su amada Cleito las
cinco parejas de gemelos de las que descendían diez estirpes reales que
gobernaban los reinos de la confederación atlante.
Los primeros reyes atlantes, en
la Edad de Oro, fueron pacíficos y piadosos. No conocían las guerras. Reinaban
sobre una sociedad perfecta en la que cada individuo ocupaba el lugar que le
correspondía según su mérito. Lástima que sus sucesores se volvieran tiránicos
y codiciosos y decidieran conquistar el resto del mundo. Al principio les fue
bien. Sometieron fácilmente el norte de África y Europa, pero cuando se
disponían a invadir Egipto y Grecia, los griegos los derrotaron. Al propio
tiempo, Zeus, el padre de los dioses, decidió castigar su soberbia. En
solamente un día y una noche un violento terremoto, seguido de devastadoras
inundaciones, sumergió la Atlántida en el océano y aniquiló su brillante
civilización.
«Por este motivo —terminó su
relato el sacerdote egipcio—, el océano es desde entonces innavegable, porque
todavía subsiste la capa de fango que produjo el hundimiento de la isla.»
El filósofo Platón, en sus
tratados Timeo y Critias, relató la historia de la Atlántida tal como se había
transmitido desde Solón. Algunos autores prestaron crédito a la historia, a
pesar de que Aristóteles (-384), el gran discípulo de Platón, la consideraba
una fábula ideada por el maestro para exponer sus tesis sobre la sociedad
ideal.1
En el siglo VI, el historiador y
viajero bizantino Kosmas Indicopleustes, autor de Topografía cristiana (hacia 550), identificó la Atlántida con el
Paraíso del Génesis y a las diez estirpes reales nacidas de Poseidón con las
diez generaciones humanas que median entre Adán y Noé. El hundimiento de la
Atlántida en el océano no sería sino el eco paganizado del Diluvio universal.
A partir del siglo XV,
coincidiendo con el inicio de las grandes exploraciones europeas, arreciaron
las especulaciones sobre la Atlántida, como si hubiera una urgencia por
situarla en el mapamundi. En 1592, el padre Juan de Mariana identificó la
Atlántida con la península Ibérica; el filósofo inglés Francis Bacon, con
América (en su obra Nova Atlantis,
1638). John Swan, en Speculum Mundi
(1644), y el jesuita alemán Athanasius Kircher, en Mundus Subterraneus (1655), la creyeron hundida en medio del
Atlántico. En 1675, el filólogo aragonés, y cronista mayor de Felipe IV, José
Pellicer Ossau y Tovar se adhirió a la opinión del padre Mariana e identificó
la Atlántida con la península Ibérica. Incluso señaló Tartessos como origen del
mito y situó el templo atlante en la desembocadura del Guadalquivir.2
Por su parte, el naturalista sueco Olaus Rudbeck inauguró, en su obra Atlantica (1675), la larga serie de los
que intentan ubicar la Atlántida lo más cerca posible de su gabinete de
trabajo. Para Rudbeck la ciudad sumergida estaba al sur de Suecia, justo
enfrente de upsala. Jean Bailly, en sus Lettres
sur l’Atlantide de Platon (1779), propuso una localización al norte de la
península Escandinava.
En 1801, el ocultista Antoine
Fabre d’Olivet (1762-1825), uno de los especialistas en lenguas orientales que
acompañó la expedición napoleónica a Egipto, propuso una Atlántida mediterránea
primero entre España y Marruecos y después en el Cáucaso.3 El
naturalista Bory de Saint-Vincent precisó, en su Carte conjecturale de l’Atlantide (1803), que los archipiélagos de
las Canarias y las Azores son restos de la Atlántida sumergida.4
Estas tesis atlantistas, que
cautivaron a tantos autores hasta el siglo XX,5 compiten hoy con las
mediterráneas. Algunos atlantólogos actuales (Collina-Girard, Marc-André
Gutscher, Johan Van de Velde, entre otros) creen que la misteriosa isla está
inmersa en el estrecho de Gibraltar, en la zona de Spartel, a unos sesenta
metros de profundidad. El físico Axel Hausmann asevera, en su libro Atlantis (2000), que la isla platónica
estaba entre Sicilia y Malta, a unos cien metros de profundidad. El periodista
italiano Sergio Frau, en Le Colonne
d’Ercole (2002), la sitúa en Cerdeña y relaciona con los atlantes la
cultura de las nuragas, supuestamente barrida por un tsunami. Algunos
supervivientes del desastre emigrarían a Italia y fundarían el pueblo etrusco;
otros, se dispersarían por el Mediterráneo y serían los Pueblos del Mar que
desembarcaron y guerrearon en Egipto y otros lugares. Frau identifica las
famosas Columnas de Hércules con dos promontorios a uno y otro lado del
estrecho de Sicilia.
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