Mu, el continente sumergido
Eslava Galan, Juan
En 1864, Charles Étienne Brasseur
de Bourgbourg (1814-1874), un obispo belga que había ejercido su santa misión
entre los indígenas mejicanos, encontró en la Biblioteca de la Sociedad
Histórica de Madrid un manuscrito titulado Relación
de las cosas del Yucatán, obra de su colega fray Diego de Landa
(1524-1579), destinado en México poco después de su conquista por Hernán
Cortés. En el fervor de su juventud, Landa había arrojado al fuego decenas de
libros mayas supuestamente depositarios de doctrinas idolátricas, pero cuando
creció en edad y sabiduría atemperó su celo y, dejándose llevar por una tardía
vocación científica, intentó descifrar la escritura de aquel pueblo.
Resulta irónico que el inquisidor
que condenó a las llamas los tesoros inestimables de los archivos mayas sea hoy
la principal fuente de lo poco que conocemos de la escritura maya. Fray Diego
de Landa aplicó a su estudio las convenciones propias de las escrituras
fonéticas del español y otras lenguas europeas, una labor absolutamente
improductiva porque la escritura maya era ideográfica (como el jeroglífico
egipcio) y no fonética. No obstante, el esforzado obispo identificó como letras
veintisiete signos que se lo parecieron y plasmó sus conclusiones en su informe
citado que quedó inédito y olvidado hasta que Brasseur de Bourgbourg dio con
él, lo editó, resumido, en Francia e Inglaterra y puso en circulación la idea,
hoy muy arraigada entre muchos pseudohistoriadores, de que las culturas
precolombinas olmeca, tolteca, maya y azteca son producto de algunos atlantes
supervivientes del hundimiento de su isla que llegaron al continente americano.
En el curso de sus
investigaciones, fray Diego de Landa había oído decir a los indios que
descendían de los supervivientes de una tierra hundida en el mar. El fraile,
más familiarizado con la Biblia que con los escritos del pagano Platón, pensó
que se referían a las míticas Diez Tribus perdidas de Israel, la descabellada
idea propuesta siglos atrás por el bizantino Kosmas Indicopleustes.
Brasseur de Bourgbourg, armado
con el disparatado alfabeto maya de Landa, se lanzó a traducir, a su manera, el
manuscrito maya conocido como Códice
Troano. El texto resultante describía una catástrofe volcánica en una
tierra que Brasseur denominó, arbitrariamente, «Mu», simplemente porque en el
códice aparecían dos signos levemente parecidos a estas letras del alfabeto
latino propuesto por Landa. Brasseur, ni corto ni perezoso, decidió que fueran
el nombre de aquella tierra imaginaria.6
La historia de la catástrofe que
Brasseur creyó encontrar en el Códice
Troano se parecía tanto a la de la Atlántida que acabó relacionándola con
ella. En estos textos supuestamente traducidos por Brasseur se basan todas las
especulaciones sobre Mu, el continente perdido en el Pacífico, que hoy compiten
con las de la Atlántida.
La obra de Brasseur creó una
escuela con destacados discípulos tan disparatados como el maestro, entre los
que cabe mencionar al médico francés Augustus Le Plongeon (1825-1908),
fotógrafo y arqueólogo aficionado, quien, tras hurgar en las ruinas mayas del
yucatán, llegó a la conclusión de que los mayas fueron la cuna de la
civilización a través de la Atlántida primero y de Egipto después.
El supuesto continente sumergido
Mu inspiró, por su parte, una subliteratura atlántida bastante notable. Hacia
1926, el inventor y mitógrafo James Churchward (1851-1936) publicó El continente perdido de Mu, cuna de la
humanidad,7 en el que aseguraba haber descifrado los anales de
Mu en unas tabletas hasta entonces celosamente guardadas por los sacerdotes de
un monasterio de la India. El paralelo con el sabio Solón de los diálogos
platónicos es evidente. De la lectura de estas tabletas se deducía que el
Paraíso Terrenal no estuvo en Asia sino en Mu, el continente hundido en el
océano Pacífico. «La historia bíblica de la Creación, el relato de los siete
días y las siete noches en que Dios creó el mundo, no se originó, por lo tanto,
en los pueblos del Nilo y el Éufrates sino en este continente sumergido, la
verdadera cuna de la humanidad.»
James Churchward es un notable
precursor de la historiaficción, este ingenuo subgénero literario que florece
en nuestro tiempo y que no hay motivo para rechazar siempre que no pretenda
sustituir a la Historia con mayúscula. Churchward se oponía a la teoría
darwinista de la evolución y publicó una serie de libros sobre el origen del
hombre en aquel continente perdido.8 Sus textos abruman al lector
con multitud de datos arqueológicos o procedentes de la tradición ocultista, de
la especulación y de la pura fantasía, con mucha nota a pie de página que
remite al lector a libros desconocidos o a códices que solamente Churchward
parece haber consultado. Leemos, por ejemplo: «En aquel tiempo las gentes de Mu
eran civilizadas y cultas. No existía la violencia en la faz de la tierra,
puesto que todos los pueblos eran hijos de Mu y acataban la soberanía de su
tierra de origen.» Naturalmente, los habitantes de Mu eran «blancos y
notablemente hermosos, con ojos grandes y de mirada suave y cabello negro y
lacio. Había también otras razas con la piel negra, amarilla o tostada, pero
éstas no dominaban».
Advertimos cierto tufillo
racista, ¿no?
El mismo que advertimos en Karl
Zschaetzsch, quien, en 1922, cuando ya Hitler estaba incubando su serpiente,
imaginó en su libro Atlántida, patria
primitiva de los arios una isla poblada por germanos rubios y vegetarianos
a los que corrompió una especie de Eva llegada del mundo exterior con la
fórmula de la fermentación de las bebidas alcohólicas. Después de esta caída,
la Atlántida fue aniquilada por la cola de un cometa que pasó demasiado cerca de
la Tierra.
Según las ensoñaciones de
Churchward, Mu decayó debido a una catástrofe natural: «El subsuelo estaba
minado de cavernas en las que se había acumulado gas volcánico. Estos depósitos
letales fueron los asesinos de Mu: el gas escapó a través de los volcanes, y
las grutas se hundieron al descender la presión interna sobre la corteza, lo
que provocó la inmersión en el mar de todo el continente de Mu. Sus hijos
supervivientes, desperdigados por toda la Tierra, originaron las civilizaciones
conocidas.»
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