Dante Alighieri y el esoterismo de la Divina Comedia 4 de 4
Esto corresponde a la primera de las dos maneras de considerar la división de los tres mundos que hemos mencionado antes. Y el paso de uno a otro de estos tres mundos puede ser descrito como resultando de un cambio del guna. Existe precisamente un texto vêdico en el que los tres gunas son presentados convirtiéndose el uno en el otro según un orden ascendente: «Todo era tamas: Él (el Supremo Brahma) ordenó un cambio, y tamas tomó el tinte (es decir, la naturaleza) de rajas (intermediario entre la obscuridad y la luminosidad); y rajas, habiendo recibido de nuevo un mandato, revistió la naturaleza de sattwa». Este texto da un esquema de la organización de los tres mundos, a partir del caos primordial de las posibilidades, conforme al orden de generación y encadenamiento de los ciclos de la existencia universal. Puesto que la teoría de los tres gunas se refiere a todos los modos posibles de la manifestación universal, es susceptible de aplicaciones múltiples. Una de estas aplicaciones, que concierne especialmente al mundo sensible, se encuentra en la teoría cosmológica de los elementos. Se trata de explicar la repartición de todo el conjunto de la manifestación según la división jerárquica de los tres mundos, y su repercusión desde el punto de vista iniciático. Analizando el papel que desempeña el simbolismo de los números en la obra de Dante, hay indicaciones muy interesantes en un trabajo del profesor Rodolfo Benini: Per la restituzione della Cantica dell´Inferno alla sua forma primitiva, en el Nuovo Patto. Este trabajo es una investigación del plan primitivo del Inferno, emprendida con intenciones que son sobre todo de orden literario; pero las constataciones a las que conduce esta investigación tienen en realidad un alcance mucho más considerable. Según Benini, para Dante habría tres parejas de números que tienen un valor simbólico por excelencia: son 3 y 9, 7 y 22, 515 y 666. Para los dos primeros números todo el mundo sabe que la división general del poema es ternaria; por otra parte, el 9 es el número de Beatriz, como se ve en la Vita Nuova. Por lo demás, este número 9 está directamente vinculado al precedente, puesto que es su cuadrado, y se le podría llamar un triple ternario. Es el número de las jerarquías angélicas y, por consiguiente, de los Cielos, y es también el de los círculos infernales, ya que hay una cierta relación de simetría inversa entre los Cielos y los Infiernos.
En cuanto al número siete, que encontramos particularmente en las divisiones del Purgatorio, todas las tradiciones están de acuerdo en considerarle igualmente como un número sagrado. Recordaremos solamente, como una de las principales, la consideración de los siete planetas, que sirve de base a una multitud de correspondencias analógicas. El número 22 está ligado al 7 por la relación 22/7, que es la expresión aproximada de la relación de la circunferencia con el diámetro, de suerte que el conjunto de estos dos números representa el círculo, que es la figura más perfecta para Dante como para los Pitagóricos. Todas las divisiones de cada uno de los tres mundos tienen esta forma circular. Además, el 22 reúne los símbolos de dos de los «movimientos elementales» de la física aristotélica: el movimiento local, representado por 2, y el de la alteración, representado por 20, como Dante mismo lo explica en elConvito. El tercer «movimiento elemental», el del acrecentamiento, es representado por el número 1000; y la suma de los tres números simbólicos es 1022, que los «sabios de Egipto», al decir de Dante, consideraban como el número de las estrellas fijas. Tales son, para este último número, las interpretaciones dadas por Benini. Pero a Guénon este número no le parece tan fundamental, y considera que aparece como un derivado de otro número que aparece como secundario, pero que, en realidad, tiene una importancia más grande: es el número 11, del que 22 no es más que un múltiplo. Esta omisión extraña a Guénon, ya que todo el trabajo de Benini se apoya sobre la precisión de que, en el Inferno, la mayoría de los episodios en los que se subdividen los diversos cantos comprenden exactamente once o veintidós estrofas. Hay también un cierto número de preludios y de finales en siete estrofas. Y, si estas proporciones no siempre han sido conservadas intactas, es porque el plan primitivo del Inferno ha sido modificado ulteriormente. En estas condiciones, ¿por qué el 11 no sería al menos tan importante de considerar como el 22? Hay también el 33, que es el número de los cantos en los que se divide cada una de las tres partes. Solo el Inferno tiene 34, pero el primero es más bien una introducción general, que completa el número total de 100 para el conjunto de la obra. Por otra parte, cuando se sabe lo que era el ritmo para Dante, se puede pensar que no es arbitrariamente como ha escogido el verso de once sílabas, como tampoco la estrofa de tres versos que nos recuerda el ternario. Cada estrofa tiene 33 sílabas, de igual modo que los conjuntos de 11 y 22 estrofas que acabamos de tratar contienen respectivamente 33 y 66 versos. Y los diversos múltiplos de 11 que encontramos tienen todos un valor simbólico particular. Así pues, es muy insuficiente limitarse, como lo hace Benini, a introducir 10 y 11 entre 7 y 22 para formar «un tetracordio que tiene una vaga semejanza con el tetracordio griego», y cuya explicación parece más bien confusa.
La verdad, es que el número 11 desempeñaba un papel considerable en el simbolismo de algunas organizaciones iniciáticas. Y, en cuanto a sus múltiplos, recordaremos simplemente que el 22 es el número de las letras del alfabeto hebraico, y se sabe cuál es su importancia en la Kabbala. El 33 es el número de los años de la vida terrestre de Cristo, que se vuelve a encontrar en la edad simbólica del Rosa-Cruz masónico, y también en el número de los grados de la Masonería escocesa. 66 es, en árabe, el valor numérico total del nombre de Allah, y 99 es el número de los principales atributos divinos según la tradición islámica. Sin duda se podrían establecer todavía muchas otras aproximaciones. Al margen de las significaciones diversas que pueden vincularse al número 11 y a sus múltiplos, el empleo que hace Dante de él constituía un verdadero «signo de reconocimiento», en el sentido más estricto de esta expresión. Y es en eso donde reside precisamente la razón de las modificaciones que el Inferno ha debido sufrir después de su primera redacción. Entre los motivos que han podido llevar a esas modificaciones, Benini considera ciertos cambios en el plan cronológico y arquitectónico de la obra, que son posibles sin duda, pero que no parecen claramente probados. Pero menciona también «los hechos nuevos que el poeta quería tener en cuenta en el sistema de las profecías». Y es aquí donde parece que se aproxima a la verdad, sobre todo cuando agrega: «por ejemplo, la muerte del Papa Clemente V, ocurrida en 1314, cuando el Inferno, en su primera redacción, debía estar terminado». En efecto, la verdadera razón son los acontecimientos que tuvieron lugar de 1300 a 1314, es decir, la destrucción de la Orden del Temple y sus diversas consecuencias. Es interesante considerar la sucesión de estas fechas. En 1307, Felipe el Hermoso, de acuerdo con Clemente V, hace aprisionar al Gran Maestre y a los principales dignatarios de la Orden del Temple, en número de 72, se dice, que es también un número simbólico. En 1308, Enrique de Luxemburgo es elegido emperador; en 1312, la Orden del Temple es abolida oficialmente; en 1313, el emperador Enrique VII muere misteriosamente, sin duda envenenado; en 1314 tiene lugar el suplicio de los Templarios, cuyo proceso duraba desde hacía siete años; el mismo año, el rey Felipe el Hermoso y el Papa Clemente V mueren a su vez; y Dante, por lo demás, no ha evitado indicar estos acontecimientos
El móvil de Felipe el Hermoso, para Dante, es la avaricia y la avidez. Hay quizás una relación más estrecha de lo que se podría suponer entre dos hechos imputables a este rey: la destrucción de la Orden del Temple y la alteración de las monedas. Y, cosa más sorprendente, la estrofa siguiente contiene, en términos propios, el Nekam Adonaï de los Kadosch Templarios: “O Signor mio, quando sarò io lieto; A veder la vendetta, che, nascosa, Fa dolce l´ira tua nel tuo segreto?”. Ciertamente, éstos son los «hechos nuevos» que Dante tuvo que tener en cuenta, y eso por motivos muy diferentes de aquellos en los que se puede pensar cuando se ignora la naturaleza de las organizaciones a las que Dante pertenecía. Estas organizaciones, que procedían de la Orden del Temple y que tuvieron que recoger una parte de su herencia, debieron disimularse entonces mucho más cuidadosamente que antes, sobre todo después de la muerte de su jefe exterior, el emperador Enrique VII de Luxemburgo, cuya sede en el más alto de los Cielos había mostrado a Dante. En hebreo, Nekam Adonaïsignifica: «Venganza; ¡oh Señor!»; Adonaï debería traducirse más literalmente por «Señor mío», y se observará que es exactamente así como se encuentra traducido en el texto de Dante. Desde entonces, convenía ocultar el signo «de reconocimiento» al que hemos hecho alusión. Las divisiones del poema donde aparecía más claramente el número 11 debían ser, no suprimidas, pero si vueltas menos visibles, de manera que pudieran ser encontradas solo por aquellos que conocieran su significación. Y si se piensa que han transcurrido seis siglos antes de que su existencia haya sido señalada públicamente, es menester admitir que las precauciones requeridas habían sido bien tomadas, y que las mismas no carecían de eficacia. El número 11 ha sido conservado en el ritual del grado 33 escocés, donde se asocia precisamente a la fecha de la abolición de la Orden del Temple, contada según la era masónica. Por otra parte, al mismo tiempo que aportaba estos cambios a la primera parte de su poema, Dante aprovechaba para introducir nuevas referencias a otros números simbólicos. Y he aquí lo que dice Benini: «Dante imaginó entonces regular los intervalos entre las profecías y otros rasgos sobresalientes del poema, de manera que éstos se respondieran uno a otro según números determinados de versos, escogidos naturalmente entre los números simbólicos. En suma, un sistema de consonancias y de periodos rítmicos fue sustituido por otro, pero mucho más complicado y secreto que aquél, como conviene al lenguaje de la revelación hablada por seres que ven el porvenir. Y aquí es donde aparecen los famosos 515 y 666, de los que la trilogía está llena: 666 versos separan la profecía de Ciacco de la de Virgilio, 515 la profecía de Farinata de la de Ciacco; 666 se interponen de nuevo entre la profecía de Brunetto Latini y la de Farinata, y todavía 515 entre la profecía de Nicolás III y la de messire Brunetto».
Estos números, 515 y 666, que vemos alternar regularmente, se oponen uno a otro en el simbolismo adoptado por Dante. En efecto, se sabe que el 666 es en el Apocalipsis el «número de la bestia», y que se han hecho innumerables cálculos, frecuentemente fantasiosos, para encontrar el nombre del Anticristo, cuyo valor numérico debe representar, «ya que este número es un número de hombre». Por otra parte, el 515 es enunciado expresamente con una significación directamente contraria a esa, en la predicción de Beatriz: «Un cinquecento diece e cinque, messo di Dio…». Se ha pensado que este 515 era la misma cosa que el misterioso Veltro, enemigo de la loba y que se encuentra así identificado a la bestia apocalíptica. Se sabe que la loba fue primero el símbolo de Roma, pero que fue reemplazada por el águila en la época imperial. Se ha supuesto incluso que ambos símbolos designaban a Enrique VII de Luxemburgo. El Veltro se trata solo de uno de los aspectos de la concepción general que Dante se hace del Imperio. El Veltro es un lebrel, un perro, y Aroux sugiere la posibilidad de una suerte de juego de palabras entre cane y el título de Khan dado por los Tártaros a sus jefes. Así, un nombre como el de Can Grande della Scala, el protector de Dante, podría haber tenido un doble sentido. Esta aproximación no tiene nada de inverosímil, ya que no es el único ejemplo que se pueda dar de un simbolismo que reposa sobre una similitud fonética. Agregaremos incluso que, en diversas lenguas, la raíz can o kan significa «poder», lo que se relaciona todavía con el mismo orden de ideas. El Emperador, tal como le concebía Dante, es completamente comparable al Chakravartî o monarca universal de los Hindúes, cuya función esencial es hacer reinar la paz sarvabhaumika, es decir, la paz que se extiende a toda la tierra. Habría que hacer también aproximaciones entre esta teoría del Imperio y la del Khalifato, por parte de Mohyiddin. Benini, al observar que el número 515 se transcribe en letras latinas por DXV, interpreta estas letras como iniciales que designan Dante, Veltro di Cristo. Pero nada autoriza a suponer que Dante haya querido identificarse él mismo a este «enviado de Dios». En realidad, basta cambiar el orden de las letras numéricas para obtener DVX, es decir, la palabra Dux, que se comprende sin más explicación. Por lo demás, se puede observar que este Dux es el equivalente del Khan tártaro. y agregaremos que la suma de las cifras de 515 da también el número 11. De igual modo, las letras DIL, primeras de las palabras Diligite justitiam, y que son primeramente enunciadas por separado, valen 551, que está formado de las mismas cifras que 515, colocadas en otro orden, y que se reduce igualmente a 11.
Este Dux puede bien ser Enrique de Luxemburgo, si se quiere, pero es también cualquier otro jefe que pueda ser escogido por las mismas organizaciones para realizar la meta que se habían asignado en el orden social, y que la Masonería escocesa designa todavía como el «reino del Sacro Imperio». Ciertos Supremos Consejos escoceses, concretamente el de Bélgica, han eliminado no obstante de sus Constituciones y de sus rituales la expresión de «Sacro Imperio» por todas partes donde se encontraba. Vemos ahí el indicio de una singular incomprensión del simbolismo hasta en sus elementos más fundamentales, y eso muestra a qué grado de degeneración han llegado, incluso en los grados más altos, en algunas facciones de la Masonería contemporánea. Después de estas observaciones, llegamos a lo que Benini denomina la «cronología» del poema de Dante. Ya hemos mencionado que éste cumple su viaje a través de los mundos durante la Semana Santa, es decir, en el momento del año litúrgico que corresponde al equinoccio de primavera. Y hemos visto también que es en esta época, según Aroux, cuando los Cátharos hacían sus iniciaciones. Por otra parte, en los capítulos masónicos de Rosa-Cruz, la conmemoración de la Cena es celebrada el Jueves Santo, y la reanudación de los trabajos tiene lugar simbólicamente el viernes a las tres de la tarde, es decir, en el día y en la hora en que se supone murió Cristo. En fin, el comienzo de esta Semana Santa del año 1300 coincide con la luna llena; y, para completar las concordancias señaladas por Aroux, es también en la luna llena cuando tienen sus asambleas los Noachites, miembros de una religión anterior al antiguo testamento y de dimensión universal, celebrada por un Noé transfigurado en “un padre de todos los pueblos”. Ese año 1300 marca para Dante la mitad de su vida, ya que tenía entonces 35 años, y para él es también la mitad de los tiempos. Aquí también, citaremos lo que dice Benini: «Raptado por un pensamiento extraordinariamente egocéntrico, Dante sitúa su visión en el medio de la vida del mundo —el movimiento de los cielos había durado 65 siglos hasta él, y debía durar otros 65 después de él— y, mediante un hábil juego, hizo que se rencontraran los aniversarios exactos, en tres especies de años astronómicos, de los acontecimientos más grandes de la historia, y, en una cuarta especie, el aniversario del acontecimiento más grande de su vida personal». Lo que debe retener sobre todo nuestra atención, es la evaluación de la duración total del mundo, diríamos más bien del ciclo actual: dos veces 65 siglos, es decir, 130 siglos o 13.000 años, de los que los trece siglos transcurridos desde el comienzo de la era cristiana (en la época de Dante) forman exactamente la décima parte.
El número 65 es por lo demás digno de observar en sí mismo, ya que por la suma de sus cifras, se reduce también a 11. Además, este número se encuentra descompuesto en 6 y 5, que son los números simbólicos respectivos del Macrocosmo y del Microcosmo, y a los que Dante hace salir de la unidad principal cuando dice: «… Cosi come raia dell´un, se si conosce, il cinque e il sei». Finalmente, al traducir 65 en letras latinas, tenemos LXV, o, con la misma interversión que anteriormente, obtenemos LVX, es decir, la palabra Lux; y esto puede tener una relación con la era masónica de la Verdadera Luz. Añadiremos también que el número 65 es, en hebreo, el número del nombre divino Adonaï. La duración de 13.000 años, que coincide también con la antigüedad prevista para el Diluvio Universal, no es otra cosa que el semiperiodo de la precesión de los equinoccios, evaluado con un error de solo 40 años por exceso, inferior por tanto al medio siglo, y que representa por consiguiente una aproximación completamente aceptable, sobre todo cuando esta duración se expresa en siglos. En efecto, el periodo total es en realidad de 25.920 años, de suerte que su mitad es de 12.960 años; este semiperiodo es el «gran año» de los Persas y de los Griegos, evaluado a veces también en 12.000 años, lo que es mucho menos exacto que los 13.000 años de Dante. A este respecto es relevante decir que, en astronomía, la precesión de los equinoccios es el cambio lento y gradual en la orientación del eje de rotación de la Tierra, que hace que la posición que indica el eje de la Tierra en la esfera celeste se desplace alrededor del polo de la eclíptica, trazando un cono y recorriendo una circunferencia completa cada 25.776 años, período conocido como año platónico, de manera similar al bamboleo de un trompo o peonza. Este cambio de dirección es debido a la inclinación del eje de rotación terrestre sobre el plano de la eclíptica y la torsión ejercida por las fuerzas de marea de la Luna y el Sol sobre la protuberancia ecuatorial de la Tierra. Estas fuerzas tienden a llevar el exceso de masa presente en el ecuador hasta el plano de la eclíptica. Históricamente se le atribuye el descubrimiento de la precesión de los equinoccios a Hiparco de Nicea como el primero en dar el valor de la precesión de la Tierra con una aproximación extraordinaria para la época. Las fechas exactas no son conocidas, pero las observaciones astronómicas atribuidas a Hiparco por Claudio Ptolomeo datan del 147 al 127 a.C. Algunos historiadores sostienen que este fenómeno ya era conocido, al menos en parte, por el astrónomo babilonio Cidenas, que ya hubiese advertido este desplazamiento en el año 340a.C.
Este «gran año» era considerado por los antiguos como el tiempo que transcurre entre dos renovaciones del mundo, lo que sin duda debe interpretarse, en la historia de la humanidad terrestre, como el intervalo que separa dos grandes cataclismos en los que desaparecen continentes enteros y de los que, el último, fue la destrucción de la Atlántida. A decir verdad, eso no es más que un ciclo secundario, que podría ser considerado como una fracción de otro ciclo más extenso. Pero, en virtud de una cierta ley de correspondencia, cada uno de los ciclos secundarios reproduce, a una escala más reducida, fases que son comparables a las de los grandes ciclos en los cuales se integra. Así pues, lo que puede decirse de las leyes cíclicas en general encontrará su aplicación a diferentes grados: ciclos históricos, ciclos geológicos, ciclos propiamente cósmicos, con divisiones y subdivisiones que multiplican aún estas posibilidades de aplicación. Por lo demás, cuando se rebasan los límites del mundo terrestre, ya no puede tratarse de medir la duración de un ciclo por un número de años entendido literalmente. Los números toman entonces un valor puramente simbólico, y expresan proporciones más bien que duraciones reales. Por ello no es menos verdad que, en la cosmología hindú, todos los números cíclicos están basados esencialmente sobre el periodo de la precesión de los equinoccios, con el que tienen relaciones claramente determinadas. Los principales de estos números cíclicos son 72, 108 y 432. Es fácil ver que son fracciones exactas del número 25.920, al que se vinculan inmediatamente por la división geométrica del círculo. Y esta división misma es también una aplicación de los números cíclicos. Así pues, ese es el fenómeno fundamental en la aplicación astronómica de las leyes cíclicas, y, por consiguiente, el punto de partida natural de todas las transposiciones analógicas a las que estas mismas leyes pueden dar lugar. Es destacable que Dante haya tomado la misma base para su cronología simbólica, y, sobre este punto también, podemos constatar su perfecto acuerdo con las doctrinas tradicionales de Oriente. Por lo demás, en el fondo hay acuerdo entre todas las tradiciones, cualesquiera que sean sus diferencias de forma; es así como la teoría de las cuatro edades de la humanidad, que se refiere a un ciclo más extenso que el de 13.000 años y al que hace referencia Tolkien en sus obras, se encuentra a la vez en la antigüedad grecorromana, en los Hindúes y en los pueblos de la América central. Se puede encontrar una alusión a estas cuatro edades (de oro, de plata, de bronce y de hierro) en la figura del «anciano de Creta», tal como se indica en Inferno, que, por lo demás, es idéntico a la estatua del sueño de Nabucodonosor (Daniel, II); y los cuatro ríos de los Infiernos, que Dante hace salir de él, y que no dejan de tener una cierta relación analógica con los del Paraíso terrestre. Todo esto no puede comprenderse más que si uno lo refiere a las leyes cíclicas.
Pero uno se puede preguntar por qué Dante sitúa su visión exactamente en medio del «gran año». Podemos hacer observar primero que, si se toma un punto de partida cualquiera en el tiempo, y si se cuenta a partir de ese origen la duración del periodo cíclico, siempre se llegará a un punto que estará en perfecta correspondencia con aquél de donde se ha partido, ya que es esta correspondencia misma entre los elementos de los ciclos sucesivos la que asegura la continuidad de éstos. Así pues, se puede escoger el origen de manera de colocarse idealmente en el medio de un tal periodo; se tienen así dos duraciones iguales, una anterior y la otra posterior, en el conjunto de las cuales se cumple verdaderamente toda la revolución de los cielos, puesto que todas las cosas se rencuentran finalmente en una posición analógicamente correspondiente a la que tenían al comienzo. Esto puede ser representado geométricamente como el símbolo alquímico del reino mineral. Este símbolo es uno de los que se refieren a la división cuaternaria del círculo, cuyas aplicaciones analógicas son casi innumerables. Coronado de una cruz, es el «globo del mundo», jeroglífico de la Tierra y emblema del poder imperial. Este último uso del símbolo de que se trata permite pensar que debía tener para Dante un valor particular; y la añadidura de la cruz se encuentra implicada en el hecho de que el punto central donde se colocaba correspondía geográficamente a Jerusalem, que representaba para él lo que podemos llamar el «polo espiritual». El simbolismo del polo desempeña un papel considerable en todas las doctrinas tradicionales. Por otra parte, en los antípodas de Jerusalem, es decir, en el otro polo, se eleva el monte del Purgatorio, por encima del cual brillan las cuatro estrellas que forman la constelación de la «Cruz del Sur». Ahí está la entrada de los Cielos, de igual modo que por debajo de Jerusalem está la entrada de los Infiernos; y encontramos figurada, en esta oposición, la antítesis del «Cristo doloroso» y del «Cristo glorioso». Quien primero denominó Cruz del Sur a ésta constelación, fue el marino Hernando de Magallanes, en su viaje en el año 1505, acompañando a Lourenco de Almeida. Dante Alighieri, en su obra “La Divina Comedia” dice: “…distinguí cuatro estrellas vistas por los primeros humanos…”, cuando salía del Infierno e iba al Purgatorio. Se cree que se trataba de la Cruz del Sur.
La historia dice que el primer europeo que las observó fue Américo Vespuccio (1454-1512) según se lo escribió a Lorenzo de Pier Francisco de Médicis. Sin embargo, antes las pudo haber observado Marco Polo (1254-1324), el cual llegó hasta las islas de Java y de Madagascar en 1284, que aunque no la nombra directamente, sí existe una descripción del filósofo y médico Pietro de Albano, a quien Polo, describió las estrellas que se encontraban al Sur del Ecuador. Dante, a través de Marco Polo, se pudo haber enterado de la existencia de las cuatro estrellas. Él decía que dichas estrellas sólo habían sido vistas por Adán y Eva, en su morada del paraíso terrestre, supuestamente situado en el Hemisferio Sur. Ptolomeo (siglo II), conocía estas estrellas, y la Cruz figuraba como parte del grupo de Centaurus junto con Lupus (el Lobo). En 1624, el astrónomo alemán Jakob Bartsch, separó las estrellas de la Cruz del Sur que habían sido incluidas por Ptolomeo en la constelación del Centauro. Pero su visibilidad fue desmejorando por efecto del movimiento de precesión de la Tierra, hasta que se perdió. Pero, según otros datos, antes que Vespuccio y otros renombrados navegantes contemplaran la Cruz, el piloto y astrólogo portugués Joao de Lisboa, ya la había divisado desde la costa Este de Brasil corriendo el año 1500. Desde ese entonces, tanto Joao como el navegante Pero Anes, utilizaron la Cruz para hallar la posición del Polo Sur Celeste, y, al respecto, escribieron un tratado llamado “Manual de Navegación“, en el que se aconsejaba a los navegantes el uso de esta constelación para determinar la situación de la Estrella Polar del Sur, Sigma Octantis. En el año 1679, La Cruz del Sur, se constituye en la constelación número 63, pues antes figuraba como parte de Centauro. En el Antiguo Testamento, cuando se hace referencia a la parte más protegida y más interior de una morada, donde se conservan las cosas más preciosas, es “penetralia“. Giovanni Schiaparelli, en “Astronomía en el Antiguo Testamento“, hace referencia a esto, y al libro de Job, donde se alude a alguna brillante constelación entre las más australes de su horizonte. No es difícil de ubicar a qué constelación se hace referencia, ya que no son muchas en éstas latitudes las que están conformadas por estrellas que sean de elevada magnitud. Hay que hacer mención a la precesión de los equinoccios, por lo cual, estas constelaciones, eran vistas en la época que se escribió ese texto. Schiaparelli hace la siguiente descripción: “…En los tiempos a que aludimos, pudieron los pastores y agricultores de Palestina contemplarla (ahora sin embargo ya no les sería posible) sobre el horizonte extremo meridional, bajo la apariencia de una luz intensa como de aurora austral sembrada de estrellas brillantes, y admirar un espectáculo, que hoy sólo puede ser visto por quien descienda hacia el Ecuador…”.
La visibilidad de la Cruz del Sur desde Egipto en la época en que se construyeron las pirámides, ya no es novedad. Según Alberto Martos Rubio en su ensayo “Historia de las Constelaciones“, podría ser que la cruz ansada con la que los egipcios representaban el símbolo de la vida y de lo viviente, podría tener su origen en esta constelación, cuyo aspecto no puede haber pasado desapercibido a una civilización tan avanzada. Desde la India, según datos de una antigua tradición, existía una constelación conocida como “Sula“, cuyo significado es “la viga de la crucifixión“. Por ubicación y descripción, sería coincidente con la Cruz del Sur. Colocarse en medio del ciclo es colocarse en el punto donde estas tendencias se equilibran. Es, como dicen los iniciados musulmanes, «el lugar divino donde se concilian los contrastes y las antinomias»; es el centro de la «rueda de las cosas», según la expresión hindú, o el «invariable medio» de la tradición extremo oriental, el punto fijo alrededor del cual se efectúa la rotación de las esferas, la mutación perpetua del mundo manifestado. El viaje de Dante se cumple según el «eje espiritual» del mundo. Desde el punto de vista propiamente iniciático, lo que acabamos de indicar responde también a una verdad profunda; el ser debe ante todo identificar el centro de su propia individualidad con el centro cósmico del estado de existencia al que pertenece esta individualidad, y que va a tomar como base para elevarse a los estados superiores. He aquí por qué Dante, para poder elevarse a los Cielos, debía colocarse primero en un punto que sea verdaderamente el centro del mundo terrestre; y este punto lo es a la vez según el tiempo y según el espacio, es decir, en relación a las dos condiciones que caracterizan esencialmente la existencia de este mundo. Si retomamos ahora la representación geométrica de que nos hemos servido precedentemente, vemos también que el rayo vertical, que va desde la superficie de la tierra a su centro, corresponde a la primera parte del viaje de Dante, es decir, a la travesía de los Infiernos. El centro de la tierra es el punto más bajo, puesto que es ahí hacia donde tienden por todas partes las fuerzas de la pesantez. Tan pronto como es rebasado, comienza pues el ascenso, y va a efectuarse en la dirección opuesta, para desembocar en los antípodas del punto de partida. Para representar esta segunda fase, es menester prolongar el radio más allá del centro, de manera que se complete el diámetro vertical. Se tiene entonces la figura del círculo dividido por una cruz, es decir el signo Å, que es el símbolo hermético del reino vegetal.
Ahora bien, si se considera la naturaleza de los elementos simbólicos que desempeñan un papel preponderante en las dos primeras partes del poema, se puede constatar en efecto que se refieren respectivamente a los dos reinos mineral y vegetal. No insistiremos sobre la relación evidente que une el reino mineral a las regiones interiores de la tierra, y solo recordaremos los «árboles místicos» del Purgatorio y del Paraíso terrestre. El símbolo hermético del reino animal es el signo . Este símbolo es en cierto modo inverso del símbolo del reino mineral, puesto que lo que era horizontal en uno deviene vertical en el otro y recíprocamente. Y el símbolo del reino vegetal, donde hay una suerte de simetría o de equivalencia entre las dos direcciones horizontal y vertical, representa un estado intermediario entre los otros dos. Pero los límites del mundo terrestre son rebasados aquí, de suerte que ya no es posible aplicar la consecución del mismo simbolismo. Es al final de la segunda parte, es decir, todavía en el Paraíso terrestre, donde encontramos la mayor abundancia de símbolos animales. Así pues, es menester haber recorrido los tres reinos, que representan las diversas modalidades de la existencia en nuestro mundo, antes de pasar a otros estados, cuyas condiciones son completamente diferentes. Haremos observar que los tres grados de la Masonería simbólica tienen, en algunos ritos, palabras de paso que representan también respectivamente a los tres reinos, mineral, vegetal y animal. Además, la primera de estas palabras se interpreta a veces en un sentido que está en una estrecha relación con el simbolismo del «globo del mundo». Es menester considerar todavía los dos puntos opuestos, situados en las extremidades del eje que atraviesa la tierra, y que, como lo hemos dicho, son Jerusalem y el Paraíso terrestre. En cierto modo, son las proyecciones verticales de los dos puntos que marcan el comienzo y el fin del ciclo cronológico. Si estas extremidades representan su oposición según el tiempo, y si las extremidades del diámetro vertical representan su oposición según el espacio, se tiene así una expresión del papel complementario de los dos principios cuya acción, en nuestro mundo, se traduce por la existencia de las dos condiciones de tiempo y de espacio. La proyección vertical podría ser considerada como una proyección en lo «intemporal», puesto que se efectúa según el eje desde donde todas las cosas son consideradas en modo permanente y ya no transitorio. El paso del diámetro horizontal al diámetro vertical representa pues verdaderamente una transmutación de la sucesión en simultaneidad.
Pero, ¿qué relación hay entre los dos puntos de que se trata y las extremidades del ciclo cronológico? Para uno de ellos, el Paraíso terrestre, esta relación es evidente, y eso es lo que corresponde al comienzo del ciclo. Pero, para el otro, es menester precisar que la Jerusalem terrestre se toma como la prefiguración de la Jerusalem celeste que describe el Apocalipsis. Simbólicamente, por lo demás, es también en Jerusalem donde se coloca el lugar de la resurrección y del juicio que terminan el ciclo. La situación de los dos puntos en los antípodas uno del otro toma también una nueva significación si se observa que la Jerusalem celeste no es otra cosa que la reconstitución misma del Paraíso terrestre. Entre el Paraíso terrestre y la Jerusalém celeste hay la misma relación que entre los dos Adam de los que habla San Pablo (1ª Epístola a los Corintios). En el comienzo de los tiempos, es decir, del ciclo actual, el Paraíso terrestre se ha hecho inaccesible a consecuencia de la caída del hombre. La nueva Jerusalem debe «descender del cielo a la tierra» en el final del mismo ciclo, para marcar el restablecimiento de todas las cosas en su orden primordial. Y se puede decir que desempeñará para el ciclo futuro el mismo papel que el Paraíso terrestre para éste. En efecto, el fin de un ciclo es análogo a su comienzo, y coincide con el comienzo del ciclo siguiente. Lo que no era más que virtual en el comienzo del ciclo se encuentra realizado efectivamente en su fin, y engendra entonces inmediatamente las virtualidades que se desarrollarán a su vez en el curso de ciclo futuro. Hay todavía a este propósito muchas otras cuestiones en las que podría ser interesante profundizar, como por ejemplo: ¿por qué el Paraíso terrestre es descrito como un jardín y con un simbolismo vegetal, mientras que la Jerusalem celeste es descrita como una ciudad y con un simbolismo mineral? Ello es porque la vegetación representa la elaboración de los gérmenes en la esfera de la asimilación vital, mientras que los minerales representan los resultados definitivamente fijados, «cristalizados» por así decir, al término del desarrollo cíclico. Para indicar aún otro aspecto del mismo simbolismo, agregaremos que el centro del ser es designado por la tradición hindú como la «ciudad de Brahma» (en sánscrito Brahma-pura), y que varios textos hablan de él en términos que son casi idénticos a los que encontramos en la descripción apocalíptica de la Jerusalém celeste.
En lo que concierne más directamente al viaje de Dante, conviene notar que, si es el punto inicial del ciclo el que deviene el término de la travesía del mundo terrestre, en eso hay una alusión formal a ese «retorno a los orígenes» que tiene un lugar tan importante en todas las doctrinas tradicionales. Y sobre el que, por una coincidencia bastante sorprendente, el esoterismo Islámico y el Taoísmo insisten más particularmente. Lo que se trata, por lo demás, es todavía la restauración del «estado edénico», y que debe ser considerada como una condición preliminar para la conquista de los estados superiores del ser. La aproximación a la que estos textos dan lugar es todavía más significativa cuando se conoce la relación que une al Cordero del simbolismo Cristiano con elAgni vêdico, cuyo vehículo es representado por un carnero. Hay un cierto aspecto del simbolismo del fuego, que, en diversas formas tradicionales, se liga bastante estrechamente a la idea del «Amor», transpuesta en un sentido superior como lo hace Dante. Y, en esto, Dante se inspira todavía en San Juan, al que las Órdenes de Caballería han vinculado sus concepciones doctrinales. Conviene hacer observar, además que el Cordero se encuentra asociado a la vez a las representaciones del Paraíso terrestre y a las de la Jerusalem celeste. El punto equidistante de las dos extremidades, es decir, el centro de la tierra, es el punto más bajo, y corresponde también al medio del ciclo cósmico, cuando este ciclo es considerado cronológicamente, o bajo el aspecto de la sucesión. En efecto, entonces se puede dividir su conjunto en dos fases, una descendente, que va en el sentido de una diferenciación cada vez más acentuada, y la otra ascendente, en retorno hacia el estado inicial. Éstas dos fases, que la doctrina hindú compara a las fases de la respiración, se encuentran igualmente en las teorías herméticas, donde se les llama «coagulación» y «solución»: en virtud de las leyes de la analogía, la «Gran Obra» reproduce en abreviado todo el ciclo cósmico. Se puede ver en ello la predominancia respectiva de las dos tendencias adversas, tamas y sattwa, que hemos definido antes. La primera se manifiesta en todas las fuerzas de contracción y de condensación, la segunda en todas las fuerzas de expansión y de dilatación. Y encontramos también, a este respecto, una correspondencia con las propiedades opuestas del calor y del frío, puesto que la primera dilata los cuerpos, mientras que la segunda los contrae. Por eso es por lo que el último círculo del Infierno está congelado.
Lucifer simboliza el «atractivo inverso de la naturaleza», es decir, la tendencia a la individualización, con todas las limitaciones que le son inherentes. Así pues, su morada es «il punto al qual si traggon d´ogni parte i pesi», o, en otros términos, el centro de estas fuerzas atractivas y compresivas que, en el mundo terrestre, son representadas por la pesantez; y ésta, que atrae a los cuerpos hacia abajo, o al centro de la tierra, es verdaderamente una manifestación de tamas. Podemos notar que esto va en contra de la hipótesis geológica del «fuego central», ya que el punto más bajo debe ser precisamente aquel donde la densidad y la solidez están en su máximo. Y, por otra parte, esto no es menos contrario a la hipótesis, considerada por algunos astrónomos, de un «fin del mundo» por congelación, puesto que este fin no puede ser más que un retorno a la indiferenciación. Por lo demás, esta última hipótesis está en contradicción con todas las concepciones tradicionales. No es solo para Heráclito y para los Estoicos que la destrucción del mundo debía coincidir con su abrasamiento; la misma afirmación se encuentra casi por todas partes, desde los Purânas de la India al Apocalipsis. Y debemos constatar también el acuerdo de estas tradiciones con la doctrina hermética, para la cual el fuego, que es aquel de los elementos en el que predomina sattwa, es el agente de la «renovación de la naturaleza» o de la «reintegración final». Así pues, el centro de la tierra representa el punto extremo de la manifestación en el estado de existencia considerado. Es un verdadero punto de detención, a partir del cual se produce un cambio de dirección, donde la preponderancia pasa de la una a la otra de las dos tendencias adversas. Por eso es por lo que, desde que se ha alcanzado el fondo de los Infiernos, comienza la ascensión o el retorno hacia el principio, ascensión que sucede inmediatamente al descenso. Y el paso de un hemisferio al otro se hace rodeando el cuerpo de Lucifer, de una manera que hace pensar que la consideración de este punto central no deja de tener ciertas relaciones con los misterios masónicos de la «Habitación del Medio», donde se trata igualmente de muerte y de resurrección. Por todas partes encontramos igualmente la expresión simbólica de las dos fases complementarias que, en la iniciación o en la «Gran Obra» hermética, traducen estas mismas leyes cíclicas, universalmente aplicables, y sobre las cuales reposa toda la construcción del poema de Dante. La meta de Guénon es aportar alguna luz sobre un lado muy poco conocido de la obra de Dante.
https://oldcivilizations.wordpress.com/2013/09/17/dante-alighieri-y-el-esoterismo-de-la-divina-comedia/
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