Los misterios de Dioniso
Fragmento del libro de Marc Fumaroli “París – Nueva York – París. Viaje al mundo de las artes y las imágenes” dedicado a las pinturas de la Villa de los Misterios de Pompeya.
“El ciclo dionisíaco, escapado a la erupción del Vesubio que el mismo Plinio ha descrito en otra de sus cartas, es la más notable reliquia de la pintura antigua nunca encontrada. Descubierto en 1909, data de mediados del siglo I antes de nuestra era. Adorna una estancia de una de esas moradas romanas, urbanas o campestres, construidas y acondicionadas con miras al descanso privado, que constelaron Roma, Italia y el mundo grecorromano hasta el siglo V, y cuyo modelo se despertó invenciblemente en el Renacimiento […].
Algo más de un siglo antes de que fuera terminada la Villa de los Misterios, en el año 186 a.C., la República romana había reprimido con sangre unas bacanales que introducían en el panorama religioso de Roma el culto de Dioniso, propagado y arraigado desde el siglo VI en el mundo griego. Esta dura represión entraba dentro de la lógica de la severidad republicana puesta en marcha contra toda infiltración del otium griego en Roma. El Dioniso griego era el dios del otium en grado superlativo. Prohibido públicamente (quizá fuera alentado en sordina por Julio César durante las guerras civiles), el culto dionisíaco no había dejado de prosperar en privado, entre la aristocracia romana, y sobre todo entre las mujeres, a las que el dios griego prometía la misma alegría divina que a los hombres […].
Pero, tal como se muestran en esa serie de escenas pintadas, Dioniso, sus compañeros y sus sacerdotes no piensan en absoluto en turbar el orden público, religioso y cívico, de la ciudad. El temible cortejo de Las bacantes de Eurípides se ha transformado aquí en una brillante compañía de la commedia dell’arte, invitada a ofrecer una representación privada en los aposentos femeninos de una casa particular, con ocasión de una fiesta íntima, el casamiento de la hija de la casa. Fiesta de la que esta serie de cuadros muestran también los preparativos y los pormenores. Estos actores, con sus accesorios y máscaras, y entre ellos el joven primer Dioniso-Baco, están aquí para imitar, en el lenguaje teatral cuyo inventor fue el dios del vino, los aspectos íntimos del matrimonio, institución de la que la religión cívica romana consagra sobre todo los aspectos externos, jurídicos, morales y de linaje. Su visita jovial concuerda con las ocupaciones del otiumapropiado a las mujeres de una noble domus: la primera educación literaria de los hijos, la educación musical y coreográfica de las muchachas, la higiene y los cuidados del cuerpo, la elegancia en el vestir y en el aderezo, el refinamiento culinario y los perfumes convenientes a unas mujeres para el mantenimiento de su rango y que se preparan para una fiesta. La visita de Dioniso y de su compañía al mundo de la mujeres justifica su contribución, entre bastidores y clandestina, pero esencial, a los cimientos domésticos de la civilización romana.
Han reaparecido los sueños, los sátiros, las bacantes y los pastores del cortejo de Dioniso, que el drama de Eurípides desencadenaba extramuros de Tebas, en las montañas y en el bosque, pero bajo la forma amena de unos comediantes, en el recinto de una morada urbana en la que se atarean en los preparativos de una boda. Están encargados de interpretar una liturgia mítica que confiere a esta fiesta el sentido religioso que le atribuye la propietaria de la casa.
Esta domesticación del fondo primitivo violento del dionisismo griego es el fruto de siglos de cultura helenística, de la que la comitente de ese ciclo de cuadros pretende ser la heredera y la iniciada. Esta domesticación es, no obstante, muy relativa. En varias ocasiones, en efecto, el vértigo, la angustia, la repulsión, algo incluso semejante al terror, se desprenden de este extraño friso que ofrece también el grato, hogareño y familiar espectáculo de una vida cotidiana muy tranquila. El drama del que son intérpretes Dioniso y los suyos no tiene nada tampoco de interludio burlesco. El dios, sus actores y el sexo masculino que marcan la pauta del ciclo provocan, en las numerosas mujeres de la domus, emociones intensas y graves, reacciones patéticas, que ejercen sobre los espectadores del ciclo, incapaces de distinguir dónde empieza la realidad y dónde termina la ficción, esa tempestad interior que Aristóteles califica de «purificación de las pasiones» y que hace del teatro, según el filósofo, una medicina del alma. Los ejercicios de alta cultura, aparte del teatro y del mimo, de los que Dioniso y los suyos fueron también, al parecer, los inspiradores y actores, como la lectura, la danza, el canto, la música, el arte del drapeado, las artes del atavío, no tienen nada que ver con un racionalismo que habría ahuyentado, con el misterio, el espanto ante el misterio […].
En el centro del friso, el dios imposible de ignorar, Baco-Dioniso visto de frente, semidesnudo, apoyado en un escabel, con el cuerpo tostado por el sol y voluptuoso, abandonado en una pose lánguida, la cabeza echada hacia atrás y el busto descansando contra el pecho de una mujer sentada a su vez en una especie de trono, con las piernas cruzadas e inmóvil. Es la doble imagen del reposo divino. El busto y la cabeza de la figura femenina se han perdido, pero se ve su mano derecha posada afectuosamente sobre el hombro del dios. ¿Es su madre Sémele, divinizada por su hijo? ¿O bien Cibeles, la diosa de las cosechas que resucitó a Dioniso niño, desgarrado por los Titanes? ¿O más bien Ariadna, a la que se unió en Naxos? Con su mano izquierda, donde se distingue una sortija adornada con gemas, la madre o la amante del dios aprieta el faldón de un rico y oscuro manto violáceo que lleva por encima de su túnica clara. Este color de amatista, pariente del color del vino, y el amarillo dorado, son dos colores litúrgicos apropiados para los misterios de Dioniso. Todavía hoy relucen en la penumbra de los santuarios hinduistas, en las ropas con que se viste en sus templos a las estatuas de Shiva y de Parvati.
Un tirso descansa oblicuamente sobre el escabel del dios, una de cuyas sandalias está tirada al pie del asiento de la figura femenina. Pese a haberse perdido la parte superior del cuerpo de ésta, forman un todo, un grupo escultórico vivo y colorido. La sandalia, desprendida en el curso de unos retozos amorosos que han precedido a este doble reposo, deja pocas dudas: se trata claramente de Dioniso y de Ariadna. Indecente, contrariamente a su paredro, que ha retomado una pose digna y se ha ajustado las vestiduras, el dios encarna el abandono tras el amor colmado.
A la derecha de la pareja central y en la prolongación de Dioniso, está sentado, sobre una base de mármol moldurado, el viejo Sileno, Sócrates barbudo coronado de yedra y con la parte inferior del cuerpo envuelta en un manto color de heces de vino tinto; sostiene un vaso de color plateado que alarga a un joven sátiro vestido de amarillo debajo de un manto del mismo color de vino que el del sileno. El sátiro se inclina y hunde su mirada en el recipiente. ¿Es para mirarse en él o para beber? En segundo plano, en el eje del vaso, otro joven sátiro de pie blande muy alto, como un trofeo, una máscara de Sileno, de tez oscura y de grandes ojos desorbitados. Emblema de Dioniso y del teatro satírico, el grupo resume el erotismo y las ebriedades masculinas.
A la izquierda de la pareja central, junto a Ariadna, una bacante vestida también con una túnica amarilla bajo un manto de color morado oscuro, tocada con un gorro amarillo, hinca su rodilla derecha en tierra frente a un harnero de mimbre del que sale un falo (el lingam hindú) envuelto en un velo morado que la mujer descubre lenta y piadosamente, con la cabeza alzada. Sobre su hombro izquierdo, pasa un largo tirso, la insignia de Dioniso. Detrás de ella hay, de pie, otra bacante, medio destruida, vestida con una túnica verde claro y que sostiene un plato de plata en el que se distingue una rama de pino, otro atributo del dios. En segundo término, a la derecha del plato de plata, una tercera bacante perdida en sus tres cuartas partes, vestida del mismo color que la precedente, parece huir hacia la izquierda, con su manto henchido por lo rápido del movimiento. Más a la derecha aún, intacta, se alza de pie y aislada una figura femenina turbadora, Furia infernal o Demonio, provista de unas grandes alas negras y que apenas si toca el suelo. Su torso está velado por una tela ligera, que ciñe una corta túnica amarillenta. Va calzada con unas altas botas atadas por detrás y blande una fusta en la mano derecha, volviendo el rostro. Su reacción hostil al lingamque yace dentro del harnero de mimbre se ve subrayada por un gesto despectivo de su mano izquierda.
Este agrupamiento en el que el Falo, fuente sagrada de vida, se opone a la Furia que emana del mundo de los muertos, es observado a distancia, con inquietud, por otra bacante vestida de claro, tocada también de amarillo: sentada, sostiene la cabeza de una muchacha que lleva un manto oscuro y que, arrodillada, con el flanco derecho desnudo, los cabellos empapados de sudor, oculta su rostro en el regazo de su protectora como para no ver detrás de ella el cara a cara violento de la Furia amenazadora y del gran Falo. A la derecha de este grupo, una danzarina desnuda hace tintinear su par de címbalos e hincha, girando, un largo velo dorado, cuya elegante curva enmarca desde las rodillas hasta el hombro su gracioso cuerpo desnudo. En segundo plano, detrás de la danzarina vista de espaldas, se adelanta una bacante vestida con un largo traje de un púrpura violeta oscuro. Inclinado hacia delante, su fino rostro de artista ha hecho suponer a Paul Veyne que se trata de una cantante. Sostiene oblicuamente un gran tirso que parece agitar, mientras lanza, como la bacante sentada, una mirada hostil a la Furia de alas negras. La muchacha arrodillada, que se prepara en medio de la angustia para la prueba de las bodas, parece representar el envite de un drama entre las fuerzas de la vida y la emanación fúnebre del infierno, drama que las Musas dionisíacas tratan de conjurar y de neutralizar mediante la danza, los címbalos y el canto.
La doble figura central de Dioniso y de Ariadna está, pues, enmarcada y prolongada por dos escenas interpretadas por el grupo del dios, el uno exclusivamente masculino, en torno al sileno, el otro exclusivamente femenino, conducido por la cantante del tirso: este último grupo procura proteger y tranquilizar a una muchacha, que se espanta del lingam monumental, el cual prefigura la desfloración temida por la joven, y ahuyenta de ella la otra amenaza, ésta más grave aún, que la atormenta, la angustia de la muerte, de la que la intrusa Furia es la figura y la embajadora.
Si la mirada se traslada ahora del otro lado de la pareja de Dioniso y Ariadna, más allá de la escena báquica presidida por Sileno, que les da la espalda, tres cuadros yuxtapuestos representan las actividades habituales del gineceo, más o menos ligadas a los preparativos de las bodas. Estas escenas de interior no desmerecen en nada en cuanto a gravedad religiosa de las que, sobre un fondo de sexo y de muerte, prolongan en cierto modo la figura de Ariadna, y que describen a su izquierda los ritos de iniciación y de paso a los que proceden las bacantes para liberar de sus ansiedades a la doncella núbil en puertas de la noche de bodas. El tamaño sencillo de las mujeres que son sus protagonistas, la dignidad de sus ademanes y el drapeado de sus vestidos hacen de ellas las oficiantes de otros aspectos, no por menos excepcionales, menos necesarios, del culto civilizado y civilizador de Dioniso, adecuado para el gineceo de una noble y ejemplar casa.
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