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sábado, 10 de junio de 2017

¿ES LA MASONERÍA UNA SECTA SATÁNICA?

¿ES LA MASONERÍA UNA SECTA SATÁNICA?
Agustín Celis

La leyenda que habla de la masonería como de una Academia Satánica se remonta a los últimos años del siglo XIX, y tiene su origen en una tremenda impostura llevada a cabo por un señor que se hacía llamar Leo Taxil, seudónimo de quien realmente fue Gabriel Jogand Pagés, un francés nacido en 1854 en el barrio del Puerto Viejo de Marsella.

Vista con el obligado desapasionamiento que el sentido común exige, la historia es tan jugosa que debemos considerarla como una auténtica obra maestra de la mixtificación de todos los tiempos; y a su autor, como un verdadero genio del engaño, y hasta como un cachondo y un humorista. Como tantos otros célebres estafadores, Taxil debió de ser un hombre con bastante talento, un profundo conocedor de la estupidez humana y un agudo observador de las miserias del hombre. Éstas son las tres virtudes que deben tener todos los farsantes, pues sin ellas nunca podrían localizar a una víctima entre una concurrencia. Con un simple golpe de vista, el embaucador reconoce enseguida al pardillo que ha de ser limpiado. La víctima lleva en la cara su propia ñoñería y su propio fanatismo, esa retorcida inocencia tan emperifollada, esa credulidad insana que le lleva a pensar que todo cuanto le dicen es cierto. Y a eso se agarra el sablista. Veamos cómo.

El último tercio del siglo XIX fue una época convulsa en muchos sentidos y, por tanto, muy propicia para el medro de los timadores. No olvidemos que son los años del positivismo, que considera a la metafísica y la teología como sistemas de conocimiento imperfectos o inadecuados; son los años del naturalismo y, sobre todo, son los años del determinismo biológico de Charles Darwin y del determinismo económico de Karl Marx. Todas estas corrientes de pensamiento van a provocar un arraigado sentimiento anticlerical en la sociedad, que junto a las tensiones políticas y las malas condiciones de vida, producen una bomba de rencor y odios profundos hacia la Iglesia Católica, como uno de los pilares fundamentales en los que se asienta la sociedad. Uno de los eslóganes más famosos y repetidos de esos años era éste: “¡El clericalismo, he ahí el enemigo!”

En tales condiciones, es lógico que un arribista del talento de Taxil viera en ello una oportunidad muy jugosa para medrar. Se comprenderá cuál fue su razonamiento por aquel entonces: ¿Cuál es el fanatismo que mueve a las gentes en la actualidad? ¿Cuál es ahora la moda? ¿El Anticlericalismo? Bien, seamos entonces anticlericales.

Una vez captado el lado comercial del asunto, Leo Taxil montó una Librería Anticlerical y comenzó a publicar libelos contra la iglesia y ensayos combativos que hicieron las delicias del fanatizado público que estaba contra todo lo que sonara a religión, y nuestro hombre se hizo de oro con títulos tan sugerentes y tendenciosos como: ¡Abajo los curas!, Las sotanas grotescas, Las pícaras religiosas y Los amores secretos de Pío IX. Por supuesto, no han faltado los historiadores que consideran que todos estos títulos son obra de una perversa conjura masónica, atribuyéndole a Taxil la condición de masón, e incluso de furibundo adepto, miembro del Gran Oriente de Francia. Yo no he encontrado en los historiadores serios de la Orden ninguna referencia a la supuesta masonería de Taxil, pero todo podría ser. De acuerdo, qué más da; concedámoslo. Leo Taxil era masón y por eso escribió lo que escribió. Sigamos.

Como todos sabemos, las modas no suelen durar demasiado, son caprichosas y aparecen y desaparecen con facilidad, van y vienen como las olas, y muy pronto disminuyó el rencor anticlerical. Para 1885, el filón se había prácticamente agotado entre las clases medias y el negocio disminuyó considerablemente. El 20 de abril de 1884, como hemos visto anteriormente, el Papa León XIII había promulgado una nueva bula contra la masonería, la encíclica Humanum genus, y la atención de los fanáticos de siempre pasó de estar concentrada en la Iglesia Católica para estarlo ahora en la Institución masónica, identificada con los fines del naturalismo, de carácter maligno según la curia vaticana.

¿Cuál era ahora la moda que se imponía? ¿Dónde estaba ahora el negocio? ¿En la masonería? Perfecto: escribamos, entonces, contra los masones. Inmediatamente, Taxil se arrepintió de todos sus pecados anteriores y volvió al seno de la Iglesia. Su conversión fue muy sonada, pues desde ese momento comenzó a publicar una serie de libros contra la francmasonería, como años antes lo había hecho contra el clero, con títulos igual de originales: Los Hermanos Tres puntos, Las Hermanas masonas, Los asesinatos masónicos y otros tantos, a los que después se unieron los de otros autores relacionados con Taxil, que escribieron obras tan simpáticas como La masonería luciferina, La mano del diablo o la masonería, Satán y Cía, y uno con ínfulas filosóficas titulado La Francmasonería, sinagoga de Satán.

Según Taxil, ahora los masones eran adeptos del diablo, esclavos de Lucifer, brujos enmascarados y con delantales que ofrecían sacrificios humanos y asesinaban a los niños. En las logias femeninas, claro, se practicaban la pornografía y la prostitución, y los rituales masónicos estaban inspirados por el demonio. A todo este culto demoníaco se le llamó “Paladismo” y, para sostener la farsa, Taxil y sus colaboradores se inventaron, en Las hermanas masonas, la figura de una Gran Maestra del Paladismo llamada Sophia Walder, que además, y se dice pronto, era la bisabuela del Anticristo.

Aunque todo esto parece una coña, la verdad es que la gente se lo creyó a pies juntillas, y tan perfecta era la mixtificación montada por Taxil, que incluso surgieron seguidores del Paladismo en otros países, sobre todo en Estados Unidos, donde entraron en contacto con las sectas creadas a partir de las teorías ocultistas del famoso Albert Pike, un adorador de Satanás que en sus años mozos también habría coqueteado con la masonería, por supuesto.

Toda esta campaña de desprestigio contra la masonería le proporcionó una enorme notoriedad a Taxil, además de unos importantes dividendos, llegando incluso a ser recibido en una audiencia personal por el Papa León XIII, quien lo felicitó efusivamente por la labor que estaba realizando.

Pero no acaba aquí la historia. Leo Taxil se sacó de la manga a otra importante Paladista, llamada esta vez Diana Vaughan, que era hija de un demonio llamado Bitru, y que había sido entregada sexualmente, con tan solo diez años, al famoso demonio Asmodeo, aquel del que se habla en el Libro de Tobías del Antiguo Testamento. Pues bien, el tal Asmodeo le concedió a la señorita Diana Vaughan un poder extraordinario, que ella utilizó para ser una fecunda escritora. Salió al mundo y comenzó a predicar la buena nueva del Paladismo, y en una de éstas se encontró con Taxil que, como editor, le propuso publicar sus memorias con el título de Memorias de una Paladista, que salió bajo la lucrativa forma del fascículo mensual entre 1895 y 1896. La cuestión llegó a tal grado de exaltación y tal paroxismo que incluso uno de los órganos oficiosos del Vaticano, la Civilta Cattolica, llegó a felicitar por escrito, a través de Taxil, a Diana Vaughan, ahora considerada una noble combatiente de la verdad por cuanto estaba revelando sobre las supuestas intenciones satánicas del Paladismo y, por extensión, de la masonería.

Todo el mundo quería conocer a Diana Vaughan. Su celebridad en la época podría compararse a la de un futbolista de los tiempos presentes. Y cuando la Vaughan hizo un jugoso donativo a la Iglesia para ganarse aún más su amistad, el cardenal Parochi de Roma le envió su bendición apostólica en nombre de León XIII.

Por fin, con el donativo de la antigua paladista se montó en la ciudad de Trento, en septiembre de 1896, un Congreso antimasónico al que asistieron importantes delegaciones de todos los países europeos, entre las que destacaron las delegaciones de Austria y Francia, pero también las de Hungría, Alemania y, por supuesto, España, que llegó a mandar, entre los asistentes, al pretendiente al trono español, uno de los célebres impulsores de las guerras carlistas en el país, el llamado Carlos VII, que fue recibido con honores reales.

Por supuesto, el protagonista indiscutible durante aquel Congreso antimasónico fue Leo Taxil, que tanto había contribuido a la causa. Eso sí, por parte de la delegación de Alemania, dirigida por monseñor Gratzfeld, hubo ciertos reparos, al considerar, con muy buen sentido, que todo el tinglado montado por Taxil era un fraude, y exigir una prueba concluyente de la existencia de Diana Vaughan, que no se había presentado en el Congreso tal y como todos habían estado esperando. Cuando Taxil intervino en la tribuna de los oradores, resolvió la cuestión mostrando a la concurrencia una foto en la que aparecía una señora que él identificó con Diana Vaughan. Pues bien, después del lógico revuelo, los católicos alemanes continuaron con su enérgica oposición, y exigieron que se esclareciera totalmente este asunto nombrando una Comisión que investigara a Taxil y a la célebre paladista. Pero el caso se cerró, como otras tantas veces, con una sentencia salomónica: ni a favor ni en contra, todo estaba en el aire y todo podía ser.

Sin embargo, pocos meses más tarde, el 19 de abril de 1897, y para asombro del mundo, Taxil convocó una asamblea en la Sociedad Geográfica de París. Supuestamente iba a dar una conferencia sobre el culto paladista, pero lo que ocurrió realmente, sin previo aviso, fue una sorpresiva confesión de que todo aquello había sido una tremenda impostura, y que durante doce años había estado engañando a la Iglesia Católica de un modo formidable, llevando a cabo la más portentosa mixtificación de todos los tiempos, al haber conseguido dar una apariencia de realidad a lo que no era más que una invención, pues la tal Diana Vaughan nunca había existido.

El relato que hizo Taxil durante la conferencia no tiene desperdicio. Para que el lector se haga una idea de los términos con los que se dirigió a su expectante público, entresaco ahora algunos párrafos memorables. Vean ustedes mismos si no es para quitarse el sombrero:

“Tal vez, tras estas explicaciones, cuya hora finalmente ha sonado, esos colegas católicos no cesarán en sus ataques ante mi pacífica filosofía; pero si mi buen humor, en lugar de clamarles, les irrita, les aseguro que nada me hará abandonar esa placidez de alma que he adquirido desde hace doce años y en la que soy infinitamente feliz”.

“Todos sabemos juzgar lo que es serio, y lo examinamos con la gravedad necesaria, sin cólera; pero no nos enfademos cuando el hecho que se nos somete es ante todo divertido. Más vale reír que llorar, dice el proverbio”.

O esta otra, dirigida a los sacerdotes presentes, verdadera obra maestra del sarcasmo:

“No os enfadéis, mis reverendos Padres, reíd más bien de buena gana, al saber hoy que lo que ocurrió es exactamente lo contrario de lo que habéis creído. No hubo, en modo alguno, ningún católico que se dedicara a explorar la Alta Masonería del palladismo. Sino al contrario, hubo un librepensador que para su provecho personal, en modo alguno por hostilidad, vino a pasearse por vuestro campo, no durante once años, sino doce; y... es vuestro servidor”.

Que Leo Taxil fue un cínico consumado y un sinvergüenza sin escrúpulos, no puede negarlo nadie. Que no carecen de sentido del humor sus palabras, tampoco. Personalmente, me parece una brillante autoridad en el noble arte de tomar el pelo. Supo ver el lado risible del asunto y eso basta para que el personaje me parezca simpático. Se dio cuenta de los distintos intereses creados alrededor del asunto de la masonería y los utilizó en su propio beneficio. Le presento mis más rendidos respetos por ello. Así son las cosas de este mundo. Mientras jugó a contar la historia como a una de las partes implicadas le interesaba que fueran y no como realmente eran, se ganó la estima y consideración de esa parte. En cambio, cuando descubrió el montaje y contó por fin la verdad, o simplemente su verdad, se granjeó la animadversión de todos. ¡Porca miseria! Pero éstos son los riesgos que a menudo corren la lucidez y la independencia, y todo aquél que sepa, como en su vida Leo Taxil, y lo diré parafraseando a otro genio, que el fraude es la vida del comercio, el alma de la religión, el cebo que se utiliza en cualquier cortejo y la base de todo poder político. 

Por supuesto, y finalmente, se montó un escándalo monumental, y comenzaron a publicarse libros sobre el caso Taxil, con interpretaciones varias, opuestas, contradictorias y realmente divertidas, por lo desconcertadas ante un fraude tan perfecto. Cómo no, los partidarios de engordar la leyenda negra de la masonería, menos simpáticos que el propio Taxil, tienen su propia versión de los hechos. No aceptan lo evidente, que todo fue una astuta bribonada y punto, y que la historia de los hombres está preñada de episodios similares. Se resisten a creerlo y se empeñan en continuar aceptando las fantasmadas. Hay dos posturas mayoritarias entre los detractores de los masones a este respecto. Según los más ingenuos, aunque es verdad que Taxil fue un embustero que se había reído de la Iglesia Católica, su última actuación fue como lanzar un balón fuera, y, esencialmente, todo lo que contaba era verdad. Según los más fanáticos, la historia inventada por Taxil es rigurosamente verídica, y su confesión última se debió a una conjura masónica que conspiró contra él coaccionándolo para que se retractara de todo lo dicho durante años. Pues bueno. Pues vale.

http://www.agustincelis.com/id63.htm

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