Masonería Operativa
Desde el inicio de los tiempos, una de las características del ser humano ha sido el afán de conocer, comprender e identificarse con su realidad objetiva y trascendente. Esta sed eterna de espiritualidad y saber se ve acentuada hoy en día, dado el creciente materialismo que vive y sufre el mundo, con particular énfasis en occidente. En la actualidad es frecuente el redescubrimiento o resurgimiento de antiguas escuelas de pensamiento, junto a la búsqueda de nuevas formas de entender y aplicar los ideales que éstas postulan.
No obstante el aparente avance de la civilización occidental, cabe decir que en el fondo, los problemas a los que se enfrenta la Humanidad hoy, son los mismos de siempre, aunque puedan tal vez ser distintas las condiciones y los aspectos inmediatos del entorno, según el tiempo y el lugar. Así también las soluciones. De ahí que la propuesta profunda de la Francmasonería tenga una vigencia permanente, aunque en su expresión externa siempre haya tenido que adaptarse a su circunstancia espacial y temporal, a fin de mantenerse acorde a las condiciones que le ha marcado su entorno histórico.
Ahondar sobre el origen y la evolución histórica de la Masonería es algo complejo, sobre todo por la tradición oral practicada por la Orden hasta comienzos del siglo XVIII. No obstante, es importante resaltar que para poder tener una visión amplia y completa de su verdadera esencia es necesario y hasta imprescindible distinguir muy bien entre sus dos aspectos inseparables:
1) COMO ESCUELA INICIATICA: en su misión positivamente transformadora del ser profundo del individuo, esto es, en su esencia interior, vinculada con su entorno trascendente; y
2) COMO ORGANIZACION DE LA SOCIEDAD CIVIL, es decir, en su acción objetiva al exterior, donde ha actuado como promotora del mejoramiento integral del ser humano, requisito sine qua non para el progreso de sí mismo, de su familia, de su comunidad, de su país y del mundo.
En cuanto al primer aspecto, hay quienes afirman que los orígenes de la Francmasonería se remontan a la época adámica, pasando por los constructores del antiguo Egipto, los del Templo de Salomón en Jerusalén, etc.. Lo cierto en cualquier caso, es que la enseñanza de la Tradición Universal, difundida por las sociedades iniciáticas desde la más remota antigüedad, preparó y ha sido el motor, la razón de ser, de todo aquello que se denomina “doctrina masónica”, comunicada por el simbolismo, en particular a través de los emblemas y alegorías del Arte de la Construcción.
Desde las épocas más antiguas, toda construcción tiene a un lado un lugar que hoy todavía se denomina “Logia” (del sánscrito LOKA), equivalente a la actual “residencia de obra”. Ahí se reunían los obreros, divididos jerárquicamente según su destreza, talento y antigüedad en el oficio, en tres grados: Aprendices, Oficiales y Maestros. La Logia era dirigida por el colegio de Maestros, encabezado por el Maestro de la Obra.
En la Logia, los Maestros perfeccionaban los oficios, planeaban el trabajo, dividían y organizaban las tareas de la Obra, de acuerdo a la especialidad, aptitudes y experiencia de cada uno de los miembros del grupo. El trabajo no tenía solo un sentido material, también poseía un fondo religioso, místico.
Y es que el obrero sabía que con su trabajo no solo contribuía a la edificación material de un inmueble, sino también al establecimiento y permanencia de la Tradición, representada y expresada en la doctrina religiosa (recordemos por ejemplo, que la Guerra Santa en Europa duró muchos siglos). En la época medieval, los obreros de la construcción (civil, religiosa, militar) se agruparon en Ghyldas o corporaciones gremiales, de acuerdo a las distintas especialidades que intevienen en el Arte de la Construcción: canteros, albañiles, capinteros, vidrieros, herreros, etc.
Tiempo después, durante las cruzadas, los Templarios necesitaron de artesanos de la construcción para edificar los inmuebles (hospitales, albergues, templos, etc.) que fueron disponiendo a lo largo de todo el trayecto a Jerusalén, de tal modo que muchos constructores tuvieron que separarse de sus Logias originales y partir individualmente a los lugares del camino a Tierra Santa donde se requería de sus servicios. Fue así que nacieron los Masones Libres o Masones Francos (Freemason, Francmacon).
El valor del trabajo del constructor libre en un mundo dominado por el criterio feudal del vasallaje iba más allá de lo material, implicaba también el compromiso que cada partícipe de la obra asumía por propia convicción personal. De esta manera, mientras los Iniciados en el Arte eran conscientes del significado profundo de palabras y símbolos, de la luz y la oscuridad, del volumen y vacío de cada espacio, de la forma de cada piedra y su lugar preciso, el vulgo se quedaba sólo con el aspecto externo o profano de la construcción.
Ese era el mismo tiempo en que los alquimistas dedicaban su cuerpo y alma a la búsqueda de la Piedra Filosofal, indispensable para convertir el Plomo en Oro; al encuentro de la Fuente de la Eterna Juventud, de obsequios inagotables. Mientras los profanos los tildaban de locos, diablos o hechiceros, los Iniciados en el Arte Alquímico estendían la primera, como emblema de la Sabiduría, capaz de transformar la energía humana en fuerza constructiva, tanto en lo espiritual como en lo material, y la segunda, como representativa de la Iniciación, único sendero que conduce hacia la Fuente perenne de la Tradición Universal, cuyo fluir infinito trasciende la fútil existencia física del ser humano.
Los francmasones, convencidos de que tanto la obra material de la edificación como la tarea espiritual del perfeccionamiento humano sólo pueden ser viables, posibles y realizables mediante la Unión, la Solidaridad y la Colaboración entre individuos libres, honrados y responsables, transmitían de boca a oído en sus reuniones privadas de Logia conocimientos científicos, artísticos y filosóficos, a efecto de hacer el trabajo acorde con la Gran Obra, tal como ha sido tradicional en las escuelas iniciáticas desde la más remota antigüedad.
Este concepto partía de la idea de que el Universo es la Obra perfecta y total, concebida, dispuesta y dirigida por el Principio Constructor Supremo, al que denominaron Gran Arquitecto, regida por leyes armónicas y complementarias que pueden irse descubriendo y conociendo y que este conocimiento material, filosófico y hasta metafísico puede organizarse de manera gradual (de ahí los grados masónicos) para perfeccionar al ser humano, parte fundamental del Universo, a fin de armonizarlo con el Gran Todo y hacerlo obrero, partícipe y a la vez producto de esa Gran Obra.
Cuando un francmasón alcanzaba el grado de Maestro, es decir, cuando ya era capaz de CREAR por sí mismo, circulaba libremente por todas las Logias, instruyendo a los aprendices y ayudando a “crear escuela”. Por ello, los conocimientos arquitectónicos y simbólicos fueron extendidos de manera relativamente rápida y homogénea por toda Europa.
El conocimiento no se comunicaba a cualquier persona, era transmitido solo a los Iniciados en el Arte, teniendo como base la idea ya mencionada de que para colaborar en la Gran Obra no era suficiente la simple habilidad científica, técnica, artística o artesanal, es decir, profana del obrero, sino que a ello debía vincular indisolublemente una actitud que ahora prodíamos denominar pro activa, hacia el conocimiento filosófico y el desarrollo interior.
Además, para ingresar en una Logia, no bastaba con ser un buen cantero, herrero o vidriero y tener una actitud filosófica o mística hacia su oficio; ademas, el candidato debía ser libre, honrado y responsable.
Las catedrales góticas llegaron a convertirse en verdaderas enciclopedias de piedra, vidrio y hierro, en cuyos muros, vitrales y decorados se plasmó el conocimiento, tanto iniciático como profano.
Esta forma de construir sufrió un decaimiento progresivo, a partir del denominado “Renacimiento” y llegó a su extinción definitiva en el siglo XVIII, cuando prevaleció en la arquitectura y la ingeniería un sentido meramente superficial, utilitario, a veces suntuoso, pero al final de cuentas, profano.
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