Condena y persecución. El discurso antimasónico
José Manuel Moreno Campos
Apenas establecida la nueva vida de la Orden a través de la masonería especulativa con la constitución de la Gran Logia de Londres y Westminster en 1717, los recelos no tardaron en aparecer en algunos sectores sociales. Se suele citar la Bula In Eminenti (1738) del papa Clemente XII como la primera condena a la masonería (no se puede obviar que su vocación universalista suponía una competencia para Roma, competencia que históricamente ya tuvo consecuencias bastante negativas para órdenes militares como la del Temple o la de los caballeros teutónicos), pero lo cierto es que no fue la Iglesia Católica la primera en hacerlo. Ya unos años antes, sectores protestantes de algunas ciudades como Ámsterdam condenaron públicamente a los masones. En cualquier caso, lo cierto es que las tensiones Iglesia Católica-masonería son un hecho, y estas tensiones han pasado por periodos realmente intensos. Aquella primera Bula condenatoria apenas establecía razones, más allá del secretismo que rodeaba a la institución, que sustentaran el discurso (“(…) se ligan el uno con el otro con un pacto tan estrecho como impenetrable según las leyes y los estatutos que ellos mismos han formado y se obligan por medio de juramento prestado sobre la Biblia y bajo graves penas a ocultar con un silencio inviolable, todo lo que hacen en la oscuridad del secreto”[5]). Más explícita es la encíclica Humanum Genus (1884), de León XIII, que establecía que la masonería en realidad busca destruir todo el orden cristiano, e iba enumerando una serie de peligros derivados de sus principios (educación laica, no obediencia a ningún poder que no sea el de la propia masonería, aceptación de no creyentes, igualdad de los hombres, aconfesionalidad del Estado, distribución equitativa de la riqueza y supresión de la diferencia de clases sociales…). Otros papas, como Pío IX o Pío XI también la condenaron enérgicamente, dejando una estela de demonización y rechazo que se instaló en muchas capas sociales y ha llegado hasta nuestros días.
Evidentemente, también los sectores más conservadores y cercanos al Antiguo Régimen se enfrentaron a los masones, a los que, por razones diáfanas, vinculaban al liberalismo y las revoluciones. Y posteriormente, todos los regímenes totalitarios de izquierdas y derechas los persiguieron dada su vocación universalista y su defensa de los valores democráticos y por la libertad (Lenin y Trotsky declararon a los masones proscritos e incompatibles con la revolución en la III Internacional, como también los persiguieron Petain o Franco). Es, pues, comprensible que cambios sociales, políticos y en la manera de entender la convivencia religiosa, tan profundos, desencadenaran tensiones, enfrentamientos y condenas enérgicas. Aunque al calado del discurso antimasón en la sociedad, más en unos países que en otros, todo hay que decirlo, quizás también haya contribuido ese carácter secreto o discreto de la Orden que la sigue velando en demasía.
En relación al virulento enfrentamiento con la Iglesia Católica, el profesor Ferrer Benimeli, con tono conciliador, concluye que, “pese a que son abundantes los sacerdotes católicos antimasones y los masones anticlericales, quizás ello sea consecuencia de un desconocimiento mutuo”. Y es que la francmasonería fue erigida sobre principios cristianos, fundada por dos clérigos (uno anglicano y el otro presbiteriano) y nunca tuvo entre sus objetivos fundacionales combatir a la Iglesia. Masones ha habido y hay entre los obispos ortodoxos o los pastores anglicanos. Y con las logias colaboran, incluso, algunos sacerdotes católicos en sus parroquias para desarrollar obras sociales. Por tanto, concluye Benimeli y apostillan profesores como Ruíz Sánchez, “el enfrentamiento obedece más a razones ideológicas que religiosas”.
Pese a todo, el discurso antimasónico está muy arraigado en la sociedad (más en unos países que otros, repetimos) y éste vincula a la Orden con todo aquello políticamente incorrecto o rechazado por sospechoso y siniestro (ocultismo, espiritualismo, magia negra, judaísmo, anarquismo, satanismo…). María del Carmen Fernández Albéndiz, profesora de Historia Contemporánea de la Universidad de Sevilla y experta en periodo isabelino, expone el caso del escritor Leo Taxil, pseudónimo de Gabriel Jogand-Pagés, como paradigma del enrarecimiento en la mirada de la sociedad hacia la masonería. Éste, antiguo masón expulsado de la Orden, pasó de combatir al papado a construir todo un discurso que vinculaba a los masones con el satanismo. Basta exponer un fragmento de lo mucho que difamó para comprender cómo podía recibir la sociedad de finales del XIX los escritos de Taxil: “Lucifer posee en el templo de Charleston un santuario con un verdadero altar, en el cual figura su dolo bajo forma humana. Este altar es de una riqueza inaudita. Lucifer, con las alas desplegadas, está representado de pie y completamente desnudo. Parece descender del cielo y en la mano derecha levanta una antorcha, mientras con la izquierda derrama frutas que salen de un cuerno de la abundancia. La estatua es de oro macizo y descansa únicamente en el pie derecho, hollando un monstruo de tres cabezas; una con diadema real, otra con una tiara pontificia y la tercera tiene en la boca una espada y simboliza el ejército y el poder militar. Lucifer lleva por todo vestido un cordón masónico negro, formando triángulo, al cuello y con el escudo paládico, negro también y en forma triangular, con la letra L en el centro y la palabra Eva, palabra simbólica cuya significación es obscena”[6]. Antes de morir, el propio autor reconoció que todo era falso y respondía a un montaje difamatorio, pero durante años había recorrido Europa y sus ciudades, las cortes reales y las instituciones públicas o privadas, así como engañado al mismo León XIII, extendiendo un discurso siniestro del que la masonería todavía no ha podido desprenderse por completo.
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