OLSWALD WIRTH
Solicitar la Iniciación no es cosa baladí y hay que firmar un pacto. A la verdad no hay firma estampada, visible y externa, no va puesta con pluma empapada en sangre, sino que, moral e inmaterial, puramente compromete el alma consigo misma. No se trata aquí de pacto con el Diablo. Espíritu maligno y por cierto fácil de engañar, pero en realidad de un compromiso bilateral y muy serio, cuyas cláusulas son ineludibles.
Los Iniciados, en efecto, contraen deberes muy serios con el discípulo que admiten en sus aulas, y éste queda a su vez y por el solo hecho de su admisión, ligado de un modo indisoluble con sus maestros.
A buen seguro es posible engañar a nuestros maestros, y burlar sus esperanzas al revelarnos malos discípulos después de haberles hecho concebir grandes esperanzas. Pero todo experimento resulta instructivo, por doloroso que sea; nos enseña la prudencia y quien queda al final confundido, es el presuntuoso que ha querido acometer una tarea superior a sus fuerzas. La verdad, si su ambición se limita a lucir las insignias de una asociación iniciática como la Francmasonería, puede, con poco dinero, pagarse esta satisfacción.
Pero las apariencias son engañadoras y, del mismo modo que el hábito no hace al monje, tampoco puede el mandil hacer por sí sólo el Masón. Por más que le hayan recibido a uno en debida forma y proclamado miembro de una Logia regular, puede uno quedar para siempre profano por lo que a lo interno se refiere. Una delgada capa de barniz iniciático puede inducir en error las mentes superficiales, pero no puede en modo alguno engañar al verdadero iniciado. No consiste la Iniciación en un espectáculo dramático ni aparatoso, sino que su acción profunda transmuta íntegramente al individuo.
De no verificarse en nosotros la Magna Obra de los Hermetistas, seguimos siendo profanos y nunca podrá el plomo de nuestra naturaleza trocarse en oro luminoso. Pero ¿quién será lo bastante crédulo para imaginarse que tal milagro, pueda tener lugar por la virtud de un apropiado ceremonial? Los ritos de la Iniciación son tan sólo símbolos que traducen en objetos visibles ciertas manifestaciones internas de nuestra voluntad, con el fin de ayudarnos a transformar nuestra personalidad moral. Si todo se reduce a lo externo, la operación no dará resultado: el plomo sigue siendo plomo, todo lo más chapado de oro.
Entre los que leerán estas líneas, nadie por cierto querrá ser iniciado por un método galvanoplástico. Lo que se llama “toc” no tiene aplicación en Iniciación. El Iniciado verdadero, puro y auténtico no puede contentarse con un tinte superficial: debe trabajarse él mismo, en la profundidad de su ser, hasta matar en él el profano y hacer que nazca un hombre nuevo.
¿Cómo proceder para lograr el éxito?
El ritual exige como primer paso que se despoje de sus metales. Materialmente es cosa fácil y rápida; sin embargo, el espíritu se desprende con dificultad de todo cuanto le deslumbra. El brillo externo le fascina y es con hondo pesar que se decide a abandonar sus riquezas. Sin embargo, aceptar la pobreza intelectual es condición previa para ingresar en la confraternidad de los Iniciados, como también en el reino de Dios.
Ser conscientes de nuestra propia ignorancia y rechazar los conocimientos que hemos creído poseer, es capacitarnos para aprender lo que deseamos saber. Para llegar a la Iniciación es preciso volver al punto de partida del mismo conocimiento, en otros términos, a la ignorancia del sabio, que sabe ignorar lo que muchos otros se figuran saber quizás demasiado fácilmente. Las ideas preconcebidas, los prejuicios admitidos sin el debido contraste, falsean nuestra mentalidad. La Iniciación exige que sepamos desecharlos para volver al candor infantil o a la ceniza del hombre primitivo, cuya inteligencia es virgen de toda enseñanza presuntuosa.
¿Podemos pretender al éxito completo? Es muy dudoso desde luego, pero todo sincero esfuerzo nos acerca a la meta. Luchemos contra nuestros prejuicios buscando librarnos de los mismos; sin pretender alcanzar una liberación integral, este estado de ánimo favorecerá en gran manera nuestra comprensión, que se abrirá de tal suerte a las verdades que nos incumbe descubrir y podrá entonces principiar con eficacia nuestra instrucción. Esta empezará por el desarrollo de nuestra sagacidad. Nos serán propuestos unos enigmas a fin de despertar nuestras facultades intuitivas, puesto que ante todo debemos aprender a adivinar.
En materia de Iniciación no se debe inculcar nada ni imponerse en lo más mínimo al espíritu. Su lenguaje es sobrio, sugestivo, lleno de imágenes y parábolas, de tal manera que la idea expresada escapa a toda asimilación directa. El Iniciado debe negarse a ser dogmático y se guardará bien de decir: “Estas son mis conclusiones; creed en la superioridad de mi juicio y aceptadlas como verdaderas”. El Iniciado duda por siempre de sí mismo, teme una posible equivocación y no quiere exponerse a engañar a los demás. Así es que su método remonta hasta la nada del saber, a la ignorancia radical, confiando en su negatividad para preservarle de todo error inicial.
Entre los que pretenden ser Iniciados por haberse empapado de literatura ocultista ¿cuántos habrán sabido depositar sus metales?. Y si han faltado de tal suerte al primero de nuestros ritos, es del todo ilusorio el valor de su ciencia, tanto más mundana cuánto más surge de disertaciones profanas.
Todos cuantos han intentado vulgarizar los misterios los han profanado, y los únicos escritores que han permanecido fieles al método iniciático han sido los poetas, cuya inspiración nos ha revelado los mitos, y los filósofos herméticos, cuyas obras resultan de propósito ininteligibles a primera lectura.
La Iniciación no se da ni está al alcance de los débiles: es preciso conquistarla y, al igual que el cielo, sólo la lograrán los decididos. Por eso se exige al candidato un acto heroico: debe hacer abstracción de todo, realizar el vacío de su mente, a fin de poder luego crear su propio mundo intelectual partiendo de la nada e imitando a Dios en el microcosmos.
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