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miércoles, 19 de abril de 2017

LA INICIACIÓN COMO REMINISCENCIA

LA INICIACIÓN COMO REMINISCENCIA

"Mi ilusión se ha desvanecido.
He recuperado la memoria".
Bhagavad Gita XVIII, 73

La palabra iniciación tiene diversos significados, todos ellos relacionados con la idea de “ir” o de “entrar” en una “vía” o camino, que no es otro que el camino del Conocimiento (Gnosis), identificado con la Sabiduría misma, o sea con un saber cuyo origen no es humano, sino suprahumano. La iniciación, sus símbolos, ritos y mitos se vehiculan necesariamente a través de una tradición u organización iniciática, que también es de origen suprahumano, y que en su núcleo más interno se identifica con ese Conocimiento mismo. No existe iniciación sin la adscripción, íntima y personal, a una cadena tradicional, también llamada “cadena áurea” en alusión a la incorruptibilidad, luminosidad y pureza de la Enseñanza que por su conducto es transmitida. Una Enseñanza que es en realidad la “verdadera medicina” de la que hablan los textos alquímicos, cimentados en la experimentación directa de sus “recetas”, y que cura todos nuestros males existenciales a la par que da respuestas a nuestras preguntas, que pueden sintetizarse en aquellas que justifican el sentido mismo de la Filosofía (del Amor a la Sabiduría) tal cual fue concebida por Platón: ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿A dónde voy? (1).

Para nosotros esa tradición es la Hermética, nombre que recibe de la deidad que la ha conformado: Hermes, también llamado el “Tres Veces Grande” (Trismegisto) porque posee el conocimiento de los secretos y misterios de los tres mundos o niveles cósmicos: el Terrestre, el Intermediario y el Celeste. Es por esto que todas las ciencias y artes de la Cosmogonía le son atribuidas a Hermes, o sea que ha sido bajo su influjo que ellas fueron “interpretadas” y posteriormente codificadas por los sabios y hombres de conocimiento de todas las épocas, pues en realidad Hermes es un numen muy alto en su función cósmica (y en su relación con la realidad de lo humano), y que bajo distintas denominaciones ha estado presente en todas las culturas y civilizaciones de la tierra.

No vamos a hablar aquí de los diferentes nombres recibidos por nuestro dios a lo largo del tiempo, ni tampoco de su función como mensajero de las verdades eternas y comunicador de las mismas a los hombres; para ello baste consultar la obra de Federico González, y especialmente Hermetismo y Masonería, donde nos ofrece de manera pormenorizada y sabiamente sintetizada los principios fundamentales de la Tradición Hermética como un camino de conocimiento que puede ser emprendido hoy en día como siempre lo ha sido, pues ella está viva y continúa teniendo sus “intérpretes” que la actualizan y adaptan permanentemente a las circunstancias del momento cíclico, pero conservando su esencia. Tan sólo hay que tener la necesaria predisposición de ánimo para realizar ese camino y sobre todo una “intención recta” de corazón, que únicamente puede provenir de nuestro “yo”, o “azufre”, más interno. 

Justamente, la palabra “intención”, está muy relacionada con “iniciación”. De hecho vienen de la misma raíz: in tendere, “tender hacia”, lo cual se completa cuando ese “tender”, o “tendencia”, es además “recta”, es decir “axial”, y en ambos sentidos: horizontal y vertical, dos expresiones geométricas y arquitectónicas que sugieren dos momentos de un mismo e idéntico proceso. La “recta intención” es un recordatorio permanente que nada tiene que ver con la “moral” religiosa, ni de cualquier otro tipo, sino con que todo nuestro ser “tienda”, o “aspire”, hacia su Principio que, en el hombre y en todos los seres, se oculta simbólicamente en la cámara más secreta del corazón. Tiene que ver por tanto con la “orientación” de nuestra voluntad (de la “buena voluntad” descrita en los Evangelios) y de todas las facultades anímicas e intelectivas hacia un fin determinado que no es otro que la identificación con el Principio mismo, con la Unidad metafísica, con el “Centro o Corazón del Mundo”. Como indica a este respecto René Guénon:

Ante todo y constantemente, el hombre debe tender a realizar la unidad en sí mismo, en todo lo que le constituye, de acuerdo con todas las modalidades de su manifestación humana: unidad de pensamiento, unidad de acción y, lo que quizás es más difícil, unidad entre el pensamiento y la acción (2).

Precisamente “la unidad en la intención y la tendencia constante hacia el centro invariable e inmutable”, como señala a continuación el propio Guénon, es lo que hace efectiva la acción transformadora del rito iniciático, en este caso hermético. La meditación en los símbolos, la lectura y la “atención” concentrada en los textos sapienciales, la oración del corazón, la invocación de los nombres del Sí Mismo, etc., son formas del rito hermético que nos predisponen internamente al Conocimiento. Son ritos mágico-teúrgicos que desembocan en la reminiscencia o anamnesis, que es el "recuerdo del Sí Mismo en nuestra interioridad", como nos recuerda Federico González (3), y el mismo Platón (en el Fedón, el Fedro, el Menón...) al referirse a aquellas verdades e ideas puras que el alma “recuerda” porque ya estaban en ella misma y que había olvidado al venir a este mundo. En verdad, conocer no es otra cosa que “recordar”, o sea que está en íntima relación con la memoria como un don divino recibido por el hombre y que puede ser activada por él gracias al rito, cuyo ritmo interno, sustentado en las analogías y correspondencia simbólicas entre los distintos planos de la realidad, nos pone en relación armónica con las potencias creadoras del cosmos, despertándolas en nosotros. Participamos así de una danza de ciclos y ritmos dirigidos por una Inteligencia que dan forman sutil a la estructura cósmica, y en la medida en que vamos comprendiendo dicha estructura, esa Inteligencia se va haciendo en nosotros, y este hecho, siempre asombroso, es el que se reproduce en el alma humana gracias a la iniciación, y el que hace de ella un símbolo del mismo proceso cósmico. 

El “Hágase la luz” proferida por el Intelecto divino, y por medio del cual el “caos primigenio” deviene el orden cósmico, es de la misma naturaleza que el alumbramiento que genera la influencia espiritual recibida en la iniciación, recepción que no “sucede” en el tiempo sino en un “instante atemporal”: fuera del tiempo, de ahí la íntima sacralidad de su experiencia. Son dos actos, el cósmico y el humano, idénticos en su esencia, o sea que hay una identidad entre el macrocosmos y el microcosmos. Por eso mismo existen correspondencias y analogías entre las puertas de la iniciación y las puertas solsticiales. 

Quizá desde un principio, al entrar en la vía iniciática, lo primero que conviene saber es que se entra en un espacio del alma humana y cósmica totalmente ignoto y desconocido, pues una cosa es la “teoría” en el sentido “especulativo” del término (ya que tiene otro mucho más elevado relacionado con la “contemplación”), y otra la experiencia directa de lo que va aconteciendo en ese viaje, de aquello que vamos “descubriendo”, o mejor “reconociendo” durante su recorrido, que siempre son aspectos olvidados del Sí mismo, por lo que dicho reconocimiento tiene más que ver con “reunir” los fragmentos dispersos de nuestro ser que con cualquier otra cosa. La teoría, es decir el “modelo” cosmogónico y la doctrina metafísica, son el “mapa” necesario para no perdernos irremediablemente en el laberinto, y son imprescindibles para ordenar el caos de nuestra mente y establecer una jerarquía interna en correspondencia con lo que ese modelo y esa doctrina nos enseña de su didáctica, pero después todo eso ha de ser paulatinamente actualizado para que se haga “de verdad” en nosotros. 

Aunque en realidad todo esto es simultáneo, pues en la vía iniciática “comprender” es “vivir” en todos los estados de nuestro ser aquello que se comprende, sencillamente porque uno es eso: se “es” lo que se conoce. Parafraseando a Federico González el hombre se juega y se vive entero, es decir en cuerpo, alma y espíritu. En la verdadera iniciación a lo sagrado la teoría (el pensamiento) y la práctica (la acción) nunca están separadas, como nos recuerda un adagio de los antiguos constructores: “El arte sin la ciencia no es nada”, y nosotros añadiríamos que “la ciencia sin el arte” tampoco.


Volviendo de nuevo a los términos “ir”, “entrar” o “vía”, relacionados con la iniciación, vemos que ellos están presentes en la etimología de dioses tan importantes como el romano Jano, Ianus, que procede de iánitor, portero, que es idéntico al sánscrito yâna, que significa precisamente “vía”. En efecto, Jano era quien abría la “puerta” que permitía el acceso a ese camino, que en realidad es recorrido en dos grandes etapas, que se abren con la “puerta de los hombres” y con la “puerta de los dioses”, expresiones que encontramos prácticamente iguales en la tradición hindú cuando se menciona la “vía de los antepasados” (pitr-yâna) y la “vía de los dioses” (devâ-yâna). Estas dos puertas se corresponden con el solsticio de verano y con el solsticio de invierno, coincidiendo así con la entrada del año en el signo zodiacal de Cáncer y de Capricornio, respectivamente. Estos signos se encuentran en los dos extremos del eje vertical que va del norte al sur celeste, eje que constituye el “gozne” sobre el que gira el tiempo tras haberse “detenido” en los dos solsticios (4), dando lugar a su regeneración periódica y cíclica. Por eso Jano poseía dos llaves, una de plata y otra de oro, que además de sus simbólicas vinculadas con el poder temporal y el poder espiritual, tienen también un innegable significado alquímico por la importancia atribuida en su simbolismo a estos dos metales (5). Las dos llaves de Jano abrían y cerraban las puertas: las anuales de los solsticios y las de la iniciación. 

Refiriéndonos concretamente a la iniciación, Jano era el “portero” que custodiaba en realidad dos puertas, que no están desde luego en el mismo plano, sino que para acceder a la segunda, la “puerta de los dioses”, era necesario haber recorrido todo el tramo del camino que se abría con la primera, con la “puerta de los hombres”, o “de los antepasados”, que es la que merece propiamente hablando el calificativo de “inicio” o de “comienzo”, de ahí que a Jano también se le conociera como el “dios del comienzo”, lo cual encierra un simbolismo mucho más profundo relacionado con el poder genésico del tiempo, que además de su naturaleza cíclica contiene dentro de él una dimensión mítica y ontológica.

Por la “puerta de los hombres” se desciende en la manifestación (en correspondencia con el descenso del sol a partir del solsticio de verano), y por la puerta de los dioses se asciende hacia lo inmanifestado (en correspondencia a su vez con el “ascenso” del sol a partir del solsticio de invierno). En la vía iniciática, la entrada por la “puerta de los hombres” supone comenzar a vivir directamente en el tiempo mítico (en otra esfera del alma humana y cósmica), y esto es el “resultado”, podríamos decir, de una elección que hemos realizado previamente al separar con toda nitidez en nuestra conciencia lo profano de lo sagrado, que es una de las operaciones más delicadas de todo el proceso alquímico, pero absolutamente imprescindible, de tal manera que sin esa “separación” no es posible hablar de trasmutación ni de iniciación. Tengamos en cuenta que la “puerta de los hombres” es como un útero por el que penetramos en el Alma del Mundo pues se trata de “nacer” a nuevos estados del Ser Universal, y esto requiere un grado de “pureza interior” que ha sido posible gracias a la “mortificación” de los metales impuros, a los que con la ayuda de la Tradición, que nos ha guiado (como Virgilio a Dante), hemos podido ir desprendiéndonos de sus “escorias”, que no son otras que los “residuos psíquicos” propios del “hombre viejo”. 

Cuando en la Alquimia se habla de los “tesoros escondidos” en el interior de la tierra se hace referencia a esto precisamente. Los metales y piedras preciosas son la lenta maduración de las distintas gradaciones y cualidades de las luces celestes, las cuales simbolizan a los estados superiores del ser. Esas “luces” son las que estudia la Astrología-Astronomía, que junto con la Alquimia constituyen el conocimiento de la ciencia del cielo y de la tierra, es decir de la estructura cósmica según es estudiada por el Hermetismo. Por eso mismo, para ascender a los cielos hay que descender previamente al interior de la tierra, al interior del atanor de nuestra individualidad, y tras numerosas “rectificaciones”, disoluciones y coagulaciones, transformar las "heces en piedras preciosas", o el plomo en oro, convirtiéndonos así "en ciudadanos de la auténtica patria, es decir, verdaderamente universales" (Federico González).

En la iniciación hermética, los misterios de la tierra y los misterios del cielo, a los que dan acceso respectivamente la “puerta de los hombres” y “la puerta de los dioses”, constituyen los misterios completos de la Cosmogonía, que no son otros que los “Pequeños Misterios” de la Antigüedad. Por eso es un equívoco pensar que por una de esas puertas, la de los hombres, se accede a los “Pequeños Misterios” y por la otra, la de los dioses, a los “Grandes Misterios”, ya que estos últimos se corresponden con la Metafísica pura, en donde la idea de “viaje”, o incluso de “iniciación”, no tiene ya sentido alguno. 

Recordemos que la “puerta de los hombres” es también llamada la “vía de los antepasados”, que son todos aquellos que nos han precedido en el camino del Conocimiento y que han recorrido las edades de nuestro ciclo, desde el comienzo del mismo, in illo tempore (la edad de oro) hasta nuestros días, conformando la cadena de testificación de la Filosofía Perenne y de su memoria, permanentemente actualizada y transmitida a lo largo del tiempo, cuya herencia hemos recibido y de la que también damos testimonio.

Los antepasados constituyen los gérmenes o energías espirituales que debemos actualizar, o realizar, en nosotros para alcanzar la plenitud del verdadero estado humano. Como nos recuerda nuevamente Federico González, el antepasado, o ancestro, es 

una energía viva del pasado que se actualiza. La historia mítica de tal o cual pueblo se hace presente. Una utopía que nos pertenece, ligada a nosotros por medio de la Tradición y la “cadena áurea”.

Se dice que esos gérmenes espirituales están depositados simbólicamente en la “esfera de la luna”, lo cual significa que el “viaje” de rectificación por el interior de la tierra (o del mundo sub-lunar) que se inicia con la entrada por la “puerta de los hombres” ha conducido finalmente a dicha esfera, o mundo, que representa el “primer cielo”, donde está ubicado el Paraíso terrestre (tal cual lo describe Dante en la Divina Comedia, concretamente en la cima de la montaña-eje del Purgatorio), de ahí que a la luna se la llamara antiguamente la “tierra celeste”, o la “tierra del éter”, donde residen los antepasados en tanto que gérmenes de inmortalidad. 

Sin embargo, y en relación con las “puertas” iniciáticas, hemos de tener en cuenta que la esfera lunar representa todavía un lugar de pruebas, y el ser en vías de liberación aún puede “descender” nuevamente en el “mundo de las formas”, que en el Árbol de la Vida cabalístico comprende el mundo Yetsirah (psique inferior) y el mundo de Asiyah (el de la concreción material) conformando ambos el estado individual (6).


En la simbólica alquímica, la llegada al Paraíso terrestre es un grado en el desarrollo de la Gran Obra, pero ni mucho menos es el fin de la vía iniciática. Dicho grado representa lo que se llama la “obra al blanco”, que viene después de la “obra al negro” (la muerte iniciática). El ser se reviste de una nueva luz recibida del Intelecto divino, exactamente igual que la Luna recibe su luz del Sol. Se trata por tanto de una luz refleja, que ilumina no al ser en su totalidad sino la parte psíquica de su individualidad, haciendo posible la “regeneración psíquica” o segundo nacimiento.

O sea que el primer cielo representa un límite entre el mundo de las formas y el mundo de lo no formal, entre Asiyah y Yetsirah por un lado, y el de Beriyah por otro, siendo en este último donde está la “puerta de los dioses” y donde comienza verdaderamente el ascenso vertical por la Armonía de las Esferas, es decir por todos los estados supraindividuales y grados de las jerarquías planetarias y celestes comprendidas en la parte superior del Mundo Intermediario, en Beriyah, cuyo centro es el Sol (Tifereth). Según la simbólica que estamos manejando, si en la esfera del primer cielo (la Luna) está el “Paraíso terrestre”, en la esfera del Sol se encuentra el “Paraíso celeste”. Es aquí donde está el verdadero centro del estado humano, que comprende tanto a los estados formales como a los informales. La luz del Intelecto superior es recibida directamente, sin mediación alguna, en el corazón, que es así el recipiente que recibe y almacena sus influjos. El corazón también tiene memoria, lo que sucede es que ésta no sólo guarda ya los “recuerdos” de los ancestros humanos, sino que goza de la presencia de su linaje suprahumano. El ser ha nacido nuevamente “no de la sangre sino del Espíritu”. En esos viajes por los estados supraindividuales, el blanco de la obra alquímica se ha ido transformando gradualmente en el púrpura de la “obra al rojo”, y de este ha pasado a la luz áurea y sulfúrea que distingue a todo aquel que ha llegado al centro de sí mismo. 

Sin embargo el viaje del Conocimiento no concluye en estas esferas de la Ciudad Celeste, pues por encima del mundo de Beriyah se encuentra la Triunidad de los Principios contenidos en el Ser Universal (Kether), donde los misterios de la Cosmogonía son absorbidos en el plano más alto del Árbol de la Vida, el Ontológico de Atsiluth. Allí seremos despojados de cualquier condicionamiento y limitación por muy sutil que esta sea. El “premio”, si hubiera alguno, es la Liberación. Estamos en el umbral más alto, en la antesala, por decir algo, de los grandes e inefables misterios de la Metafísica. 

Y entonces, desnudado de todo lo que había producido la armonía de las esferas, entra en la naturaleza ogdoádica, no poseyendo sino su propio poder; y con los Seres canta himnos al Padre, y toda la asistencia se alboroza con él de su venida. Y vuelto semejante a sus compañeros, oye también a ciertas Potencias que moran por encima de la naturaleza ogdoádica cantando con dulce voz himnos a Dios. Y entonces, en buen orden, suben hacia el Padre, y se abandonan a las Potencias y, vueltos ellos mismos Potencias, entran en Dios. Pues este es el fin bienaventurado de los que poseen el conocimiento: convertirse en Dios. ¡Y bien! ¿Qué esperas ya? Ahora que has heredado de mí toda la doctrina ¿no vas a guiar a los que lo merezcan para que, por tu intermediación, el género humano sea salvado por Dios? (7)

Adenda

Para acabar de entender esta simbólica, algo compleja ciertamente, de los solsticios en relación con la iniciación considerada según el modelo hermético del Árbol de la Vida cabalístico (que tiene también sus correspondencias con el modelo del templo cristiano, al que nos referiremos más adelante), hemos de tener en cuenta que una ley fundamental de la Simbólica es que todas las cosas tienen cuatro niveles jerarquizados de lectura, lo que nos indica que hay cuatro maneras de aprehender la realidad o la esencia de todo cuanto existe, sabiendo además que entre todos esos niveles hay analogías y correspondencias que posibilitan la comunicación e interrelación constante entre ellos. 




Si tomamos como modelo del cosmos el Árbol de la Vida cabalístico, o sefirótico, este se divide en cuatro grandes planos o mundos: Asiyah, Yetsirah, Beriyah y Atlsiluth, correspondiendo el primero de ellos al mundo corporal, el segundo y el tercero al plano del alma (dividida en el alma inferior y el alma superior, respectivamente, lo que constituye el Mundo Intermediario), y el cuarto, Atsiluth, al mundo del Espíritu. Cada uno de estos planos contiene dentro de sí un Árbol de la Vida entero, de tal manera que si hablamos del Árbol de Yetsirah (el alma inferior), la parte más alta de éste nos hará conocer los aspectos más elevados del mundo yetsirático, donde ya se empiezan a transparentar las cualidades del Árbol que está inmediatamente por encima de él, que en este caso sería el de Beriyah (el alma superior), y este conocimiento es el que puede “provocar” precisamente una “ruptura de nivel” que posibilite “salir” de ese plano inferior para acceder al superior. Y así podríamos hablar del resto. 

Por otro lado, que en cada plano del Árbol de la Vida haya a su vez un Árbol entero, da la medida de la universalidad y majestad de los misterios de la iniciación en toda la extensión, grados y estados a los que dan lugar, todos ellos engarzados como perlas en el hálito del Espíritu divino.

Todo cuanto hemos expuesto hasta aquí sobre la iniciación lo hemos hecho teniendo como perspectiva el plano de Beriyah. Por eso hemos hablado de los planetas no sólo como estados del alma inferior (es decir como metales en el interior de la tierra) y por tanto ubicados en el plano de Yetsirah, sino como estados comprendidos en el alma superior, en Beriyah, que es el de la Creación, y donde los planetas son “cielos” en el sentido en que lo considera el propio Dante en la Divina Comedia (8), esto es, como grados o estados de iniciación real, y no sólo virtual, que es propia de las primeras etapas en el camino del Conocimiento.

Según este punto de vista, que aquí tratamos de definir y diferenciar para su más fácil comprensión, los cielos planetarios posteriores a la esfera de la Luna constituyen grados de iniciación efectiva durante los cuales el ser va despojándose de su condición meramente individual para conocer otros estados menos limitativos y más universales de sí mismo. En efecto, Beriyah, junto con Atsiluth, pertenecen enteramente al dominio de lo Universal y lo supraformal, mientras que Asiyah y Yetsirah pertenecen al dominio de lo individual y de las formas, ya sean estas concretas o sutiles.

Es en esa esfera del “primer cielo” donde el iniciado, tras pasar por las “aguas bautismales” y purificarse y regenerarse psíquicamente, emprende su viaje verdaderamente celeste que lo llevará hasta la “puerta de los dioses”, que, dentro de la perspectiva en la que nos situamos en este momento, está en Beriyah, o sea en la parte superior de su alma en correspondencia con el Alma del Mundo. El primer cielo es el “soporte” para ese ascenso, lo cual está en conformidad con una de las acepciones de la palabra Yesod: “fundamento” (9). 

En la simbólica del templo cristiano, las “aguas bautismales” están justo a la entrada del mismo, y aquí podríamos hacer una trasposición simbólica entre dicha entrada y la “puerta solsticial” de verano (la “puerta de los hombres”), que están regidas precisamente por San Juan “el Bautista”. Es también el lugar donde se sitúa el laberinto, que se ha de recorrer necesariamente y de cuyo resultado dependerá que el ser en vías de liberación entre de nuevo por la Ianua Inferni (la puerta hacia el mundo inferior) o consiga hacerlo por la Ianua Coeli, la “Puerta del Cielo”, que como dijimos en su momento es igualmente la “puerta del Sol”.

También señalamos que esta segunda puerta se sitúa en el plano de Beriyah, concretamente en la sefirah Tifereth, el centro y corazón del Árbol (10), donde el ser humano alcanza su plenitud ya que es el centro de su estado, y por analogía el centro del Alma del Mundo, con el que está permanentemente comunicado. Es en Tifereth, ciertamente, donde comienza a tomar contacto con sus estados superiores, o supraindividuales, iniciándose para él el viaje por la “vía de los dioses” (devâ-yâna en la terminología hindú). Habiendo desarrollado todas sus cualidades innatas se ha hecho merecedor de pertenecer al linaje de sus ancestros míticos, cuyos “gérmenes” sutiles encontró en su pasaje por la esfera de la Luna, que es asimismo la sede de la “memoria cósmica” (representada también por la sefirah Yesod en el Árbol de la Vida). Esta es la razón de que, como hemos explicado anteriormente, Dante coloque el Paraíso terrestre en la esfera de la Luna, el primer cielo, y así lo entiende también el gran metafísico sufí Ibn Arabí cuando en La Sabiduría de los Profetas sitúa a Adán, el hombre primordial, en dicho cielo, al cual rige. Por eso se dice que es en ella donde “viven” los antepasados de este ciclo humano y de los anteriores.

Habiendo llegado a Beriyah, el ser ha “resucitado” esos gérmenes sutiles, restituyendo en él el estado primordial. Lo que es lo mismo que decir que ha sido “recibido” en la Ciudad Celeste, región ignota del Alma Universal que ha de ir recorriendo y reconociendo en su propia alma hasta fundirse enteramente con ella.

En el simbolismo constructivo la llegada al centro del estado humano está simbolizada por el altar (el centro y corazón del templo) (11), el cual no se sitúa en el mismo plano horizontal del piso de la nave, sino que está “elevado” con respecto a él, de la misma manera que está elevado el Sol y el resto de planetas con respecto a la Luna, o el plano de Beriyah en relación al de Yetsirah. Es en el altar donde el ser recibe su “bautismo de fuego” (donde arde su corazón inflamado por el único amor al Conocimiento), y es también donde se coloca el Águila (ave celeste), símbolo de San Juan Evangelista, el apóstol que preside la “puerta de los dioses” en el solsticio de invierno. 

Bendecido por el “espíritu solar” el ser emprende su viaje por los planos más altos del Mundo Intermediario, que es el Mundo o Cosmos en tanto que “intermediario” entre el hombre y su Principio (que está en Atsiluth) (12). En esos planos más altos y misteriosos del Alma del Mundo habitan las jerarquías celestes de que nos habla, por ejemplo, Dionisio Areopagita, el gran neoplatónico cristiano. 

A partir del altar (es decir del centro del Árbol de la Vida), el viaje vertical se realiza por los mundos que están por encima de las esferas planetarias, las cuales tienen al Sol como centro, al igual que el Árbol de la Vida tiene como centro a Tifereth. Por tanto, más allá del Sol, pero todavía pertenecientes a los niveles más altos del Alma del Mundo, encontramos el Cielo de las Estrellas Fijas (incluyendo en él al Zodíaco), el Cielo Cristalino y el Cielo del Primer Móvil, y envolviendo a todos ellos el Empíreo, el más cercano a la Divinidad hasta el punto de que podríamos considerarlo como perteneciente al plano de Atsiluth. En el Empíreo habitan los espíritus más sutiles y transparentes de la Creación, las jerarquías divinas más altas (serafines, querubines y tronos, según la terminología del hermetismo-cristiano medieval y renacentista recibida de Dionisio Areopagita). Pero no perdamos de vista que todos estos Cielos expresan realidades mucho más universales que las que ellos mismos estarían simbolizando en los Árboles contenidos en Asiyah y en Yetsirah. 

La Deidad, en el centro de todos esos mundos y cielos, está simbolizada por el triángulo equilátero como expresión de la Tri-unidad de los principios ontológicos y se correspondería con el mundo de Atsiluth, el más alto del Árbol de la Vida, con tres únicas sefiroth: Kether (Corona), Hokhmah (Sabiduría) y Binah (Inteligencia). Atsiluth correspondería así al Olimpo de la tradición greco-romana, donde moran los dioses más altos, los auténticamente inmortales. 

En este sentido, si los dos rostros de Jano están relacionados con la “puerta de los hombres” y la “puerta de los dioses”, ¿con que se relacionaría ese “tercer rostro” invisible que se dice que posee también esta deidad, y que no mira ni al pasado ni al porvenir sino a un “eterno presente”, que es también hacia el que mira el “tercer ojo” de Shiva, el dios hindú de las transformaciones? La respuesta no puede ser otra que el Conocimiento mismo, que en palabras de Federico González surge de la unión y combinación de la Sabiduría y la Inteligencia, de Hokhmah y Binah, “y en cuya síntesis se refleja y reconoce el Ser en tanto que Triunidad de principios (Kether-Hokhmah-Binah)” (13).

Es por tanto el Conocimiento, la Gnosis, la verdadera clave de bóveda de toda la Manifestación Universal, comprendiendo dentro de ella todo cuanto emana del Principio mismo, que está en Kether, el Ser Único.

El viaje que el peregrino emprendió por la “puerta de los hombres” y posteriormente por la “puerta de los dioses” lo ha llevado por mundos y estados que tienen en Kether su origen, y todo el proceso iniciático se entiende como un regreso a ese origen. No hay “vuelta atrás” a partir de un momento dado, por eso se dice que la “puerta de los dioses” tiene una única salida, que no es precisamente la que conduce nuevamente a los estados manifestados e individuales, sino realmente a los estados inmanifestados, si bien éstos no son todavía los supracósmicos pues pertenecen el ámbito del Ser (14).

El “abismo” que hay entre unos y otros sólo puede salvarse a través del Conocimiento, cuya luz nos conduce y acompaña constantemente. Y se entiende así que lo que realmente nos ha movido y nos mueve hacia la metafísica, a lo que está “más allá de la física”, es decir del cosmos (y también de la ontología), no es otra cosa que esa luz alumbrando constantemente en nuestro corazón. Pero la metafísica no está al final del camino, puesto que no hay ningún final, como tampoco ha habido un comienzo, salvo que nos estemos refiriendo a los ciclos del devenir temporal, de los que debemos escapar para acceder al tiempo mítico, atemporal. El final y el comienzo es un “ahora” siempre renovado y virginal. La metafísica está siempre presente, en todos los niveles y planos del ser, pues también es una ciencia y un arte que se “aprende” y que nos ayuda a romper, superar y transformar todos los condicionamientos y limitaciones que se nos presentan en el largo camino hacia el Conocimiento. Es ella, la metafísica, la que puede hacer realidad el anhelo más secreto que anida en toda alma humana: la obtención de la Libertad, de lo No condicionado por nada ni por nadie.

Amigo (…) una vez consolidado el camino, abandona los sentidos, las operaciones intelectuales, las causas sensibles e inteligibles, a todo no ser y a todo ser, y en la medida de lo posible, vuelve como ignorante a la unidad de Aquel que está por encima de toda esencia y conocimiento; pues por ti mismo y por todos, por el abandono inconmensurable y absoluto de la mente, ascenderás al rayo supraesencial de las Tinieblas divinas, abandonando todas las cosas y libre de todas ellas. (Juan Escoto Eriúgena, Sobre las naturalezas) (15).




Notas

1 Tal vez la vida humana no sea otra cosa que una sucesión de interrogantes a los que hay que dar respuesta si realmente queremos saber efectivamente quiénes somos, de dónde venimos, y a dónde vamos. La iniciación es de hecho entrar en un camino en el que vamos resolviendo esos sucesivos interrogantes, que al final, paradójicamente, nos conducen a un interrogante aún mayor y absolutamente irresoluble: "¿Quién?" El propio Misterio, el Dios Desconocido.
2 René Guénon, El Simbolismo de la Cruz, cap. VIII. Ed. Obelisco, Barcelona, 1987.
3 Federico González Frías, Diccionario de Símbolos y Temas Misteriosos, entrada: “Recuerdo”. Libros del Innombrable, Zaragoza, 2013.
4 En la tradición cristiana la función de Jano pasa a ser ocupada por los dos San Juan, el Bautista y el Evangelista, que presiden respectivamente el solsticio de verano y el solsticio de Invierno. Por otro lado, la etimología entre Jano y Juan es evidente, como lo es también el vínculo que existe entre Jano y Cristo, ya que ambos son igualmente “Señores del tiempo”. 
5 Como sabemos la plata y el oro están vinculados con la luna y el sol, y por tanto con dos fases importantes de la obra alquímica: la “obra al blanco” y la “obra al rojo”, que indudablemente están relacionadas con el simbolismo de las dos llaves de Jano. 
6 Por eso mismo la luna es designada como Ianua Coeli (puerta del Cielo) o Ianua Inferni (puerta del Infierno), o sea que en ella puede iniciarse el viaje hacia los estados superiores o bien descender nuevamente en el mundo inferior. También el sol recibe el nombre de Ianua Coeli.
7 Corpus Hermeticum. Poimandres, XXVI. Fragmento extraído de: Federico González, Hermetismo y Masonería, Libros del Innombrable, Zaragoza, 2016.
8 Ver El Esoterismo de Dante, de René Guénon.
9 Recordemos que Yesod, asociada con la Luna, es la sefirah central del plano de Yetsirah.
10 “Cuando todos los colores (las sefiroth como emanaciones del Principio) están entrelazados, se los llama Tifereth”, nos dicen los cabalistas de todos los tiempos.
11 Ver en Introducción a la Ciencia Sagrada. Programa Agartha (de Federico González y colaboradores), los acápites dedicados al simbolismo constructivo, como por ejemplo “El Templo”, “El Laberinto” y “El Altar” (Módulo I).
12 En el Árbol de la Vida el cosmos propiamente dicho estaría conformado por las sefiroth llamadas precisamente de “construcción cósmica”, que son siete si contamos entre ellas a la última, Malkhuth. Las tres sefiroth supremas, serían pues “extracósmicas”, en el sentido de que ellas no participan del movimiento de la rueda del mundo, pero sí son sus principios, aunque todavía no estemos en el dominio de lo verdaderamente supracósmico y metafísico, que está “más allá” de Atsiluth. Añadiremos que las sefiroth de construcción cósmica también se denominan el Microposopos o “Pequeño rostro”, el cual sería un reflejo del Macroposopos o “Gran rostro”, conformado por las tres primeras sefiroth.
13 Federico González Frías: Diccionario de Símbolos y Temas Misteriosos, entrada “Abismo”. Añadiremos que en la Cábala el Conocimiento se denomina Daath, y es considerado como la sefirah “invisible”.
14 El plano de Atsiluth se correspondería así con el Brahma-Loka (el “Mundo de Brahma”), pero no considerado aún como el Brahma Supremo incondicionado, sino como el Brahma con atributos en tanto que Deidad creadora, idéntica en este sentido a Kether. 
15 Ibíd. Entrada “Gnosis-Conocimiento”.

http://letraviva.es/La-iniciacion-como-reminiscencia

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