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sábado, 3 de enero de 2015

María, madre de Jesús 3 de 4

María, madre de Jesús 3 de 4
Robert Ambelain

Volvamos, pues, a la genealogía de María, dada por Juan Damasceno (supra, p. 138=. Vemos en ella que su padre se llamaba Joaquín, y su abuelo X ...-bar-Pantheros. Se trata, evidentemente, del mismo Panthero de la Toledoth Ieshuah que ya hemos visto. Él es, el abuelo de María, el pseudo-amante mercenario de Roma.

Y si María nació en el año 32 antes de nuestra era, si su padre la engendró a los veinte años, si él mismo fue engendrado por el suyo cuando éste contaba también veinte años (la edad límite del matrimonio de los jóvenes en el Israel antiguo), eso nos da la fecha descubierta por Daniel-Rops en Jésus et son temps (p. 68), porque 32 + 20 + 20 = 72, fecha muy cercana a la del 78 dada por dicho autor (evidentemente antes de nuestra era).

 

Y por lo tanto, habría muerto en el curso de las luchas civiles que desgarraron durante seis años a la nación judía bajo el reinado sangriento de Alejandro Janeo. Este rey, que pertenecía a la dinastía asmonea (los macabeos),[1] contempló sádicamente, desde la terraza de su palacio de Jerusalén, y rodeado de sus concubinas, la crucifisión de ochocientos de sus adversarios, mientras se procedía, ante sus ojos, a degollar a sus esposas e hijos (cf. Flavio Josefo, Antigüedades judaicas, XIII, XXII). El abuelo de María debió de participar en esas luchas fratricidas, porque, al helenizar su nombre, según la costumbre judía de la época, se hizo de Panthero, Pantherôs, en griego pantera. Y este nombre no podía designar a un hombre particularmente pacífico.

De lo que antecede podemos admitir que la familia de María pertenecía también al clan de los kanaim, o celotes, lo que justifica que le eligieran un esposo dentro del mismo medio, a saber, Judas-bar-Ezequías, futuro Judas de Galilea.

En lo que concierne a la virginidad perpetua de María, “antes durante y después” de esa unión tan humana con el héroe judío que debía ilustrar su nombre con gran rapidez, creemos que hicimos justicia a esta inverosimilitud en nuestra primera obra.[2] Y ni siquiera el moderno tema de la partenogénesis, mediante el cual una hembra se fecunda y da a luz sin la colaboración de un macho, afirmación muy discutida en lo que se refiere a su posibilidad en el seno de la humanidad o de los animales superiores, este tema no podría sostenerse como explicación plausible para esa concepción milagrosa por parte de la María de los evangelios. Porque si el hecho puede producirse en teoría en el seno de la humanidad, la mujer no podría parir jamás otra cosa que una criatura de su propio sexo, es decir, una hija. Y jamás se ha puesto en duda el sexo masculino de Jesús, tanto más cuanto que la Iglesia católica posee en sus templos, religiosamente conservados por el clero y los fieles, diecinueve prepucios del niño divino, todos ellos a cual más auténtico, lo que constituye una prueba definitiva de dicha masculinidad.

No obstante, a los argumentos presentados en la primera obra,[3] conviene añadir la confesión implícita de los teólogos. En los Diaconales de monseñor Bouvier, obispo de Le Mans, miembro de la congregación del Indice, insertos en la Dissertatio in sextum decalogi praeceptum et Supplementum ad Tractatum de Matrimonio (Le Mans, 1827, ejemplar de la Bibloteca real), descubrimos este estudio de un caso particular:

Se pregunta: 1º) Si un hombre y una mujer, bien instruidos de su común impotencia o de la de uno de ellos, pueden contraer matrimonio con la intención de prestarse mutuo socorro y de permanecer siempre en la castidad.

“R. Sánchez (I; 7, disp. 97, nº 13) y muchos otros teólogos que cita, afirman que el matrimonio es lícito en este caso, y apoyan su opinión en las pruebas siguientes: los que han contraído matrimonio, aunque afectados por una misma enfermedad, pueden vivir juntos como hermano y hermana, evitando el peligro de caer en el pecado; por lo tanto, si piensan razonablemente que no hay que temer dicho peligro, pueden casarse con vistas a ayudarse mutuamente, a pesar del conocimiento que tienen de su impotencia. Así fue como la Bienaventurada Virgen y san José contrajeron verdadero matrimonio, con la intención formal de conservarse castos y de no hacer uso del coito.

“Pero la opinión más general de otros teólogos es que semejante matrimonio no es lícito, ya que, según dicen, un matrimonio así sería nulo si no hubiera esperanza de consumarlo. Sería una verdadera impostura, una profanación de las ceremonias religiosas, y por consiguiente un sacrilegio, el hecho de contraer voluntariamente un matrimonio nulo; jamás deben autorizarse semejantes uniones. En cuanto al ejemplo aportado más arriba, niegan que sea aplicable en ese caso, ya que el matrimonio de la bienaventurada María y de san José era válido”. (Op. cit., Supplementum, 1º Quest.).

Era válido ... De lo que antecede, unas cuantas conclusiones se imponen por sí mismas:

a)      el esposo verdadero de María no era impotente, y ella no era estéril, ya que su matrimonio habría sido nulo, lo que la mayoría de los doctores católicos niegan, como hemos acabado de ver;
b)      no se trataría, pues, del tal José, ya que en el momento de su unión con María contaría unos ochenta y un años,[4] si se da crédito a los diversos Evangelios de la Infancia. Por lo visto moriría hacia los ciento once años, y unos treinta años antes es dudoso que se hubiera hallado todavía en estado de procrear. Además, el matrimonio de un hombre en estado de impotencia sexual estaba prohibido por la Ley judía, y el desgraciado esposo no tenía entonces más que dos semanas para devolverle la libertad a su esposa;[5]
c)      si los teólogos cristianos afirman en su gran mayoría (op. cit., dixit) que el matrimonio de María era válido, y el esposo no podía ser José, esa unión se consumó, pues, con Judas de Galilea, alias Judas de Gamala, de donde el nacimiento de Jesús y de sus hermanos y hermanas menores.

Quedan todavía un conjunto de documentos aún más probadores a este respecto, y no los silenciaremos, teniendo en cuenta la autoridad de sus autores.

Sabemos por Eusebio de Cesarea que Orígenes, el gran didáscalo alejandrino, a quien el papa León XIII calificaba de “el más grande de los Padres de la Iglesia de Oriente”, había adquirido en propiedad las Escrituras conservadas por los judíos y redactadas en caracteres hebreos. Para leerlas, aprendió dicha lengua. Luego “se hizo a la busca de las diversas ediciones de aquellos que, aparte de la versión llamada de los Setenta, habían traducido las sagradas Escrituras; y, además de las traducciones corrientes y en uso, las de Aquila, de Simmaco y de Theodotion”. (Cf. Eusebio de Cesarea, Historia eclesiástica, VI, XVI, I, 2).

De esas cuatro versiones del Antiguo Testamento conformó sus célebres Tetraples, texto sinóptico donde los versículos de cada versión están dispuesto frente a frente en cuatro columnas, con el fin de establecer comparaciones.

La versión llamada de los Setenta (setenta traductores “inspirados” dan una versión idéntica del texto, pero la historia de dicha “inspiración” está fundada en la carta de Aristeo, apócrifo del siglo II) fue realizada a petición de Ptolomeo, hijo de Lagus, en el siglo III antes de nuestra era, para la célebre Biblioteca de Alejandría. En ese texto, el célebre pasaje de Isaías (7, 14) aparece traducido así:

“Por eso el Señor os dará él mismo un prodigio: una virgen concebirá, y dará a luz a un hijo que será llamado Emmanuel”.

Pues bien, ésta es la única versión de los Setenta que utiliza la palabra griega parthenos (virgen). Las otras versiones utilizan el término neanis, es decir, jovencita. ¿Quienes fueron sus autores? Simmaco, Theodotion y Aquila.

Simmaco era ebionita (alias nazareno). Había legado sus obras a una tal Juliana, que se las dio directamente a Orígenes (cf. Eusebio de Cesarea, Historia eclesiástica, VI, XVII). Por lo tanto era casi contemporáneo de Orígenes, y vivía, pues, en el siglo II, tengámoslo en cuenta.

A Theodotion de Éfeso no le conocemos apenas, pero debía de ser un personaje importante del cristianismo, ya que el gran Orígenes conserva su traducción de Isaías.

Éste, original de Sinope, la ciudad donde nació Marción, vivió también en el siglo II de nuestra era. Primero fue discípulo de Taciano, se hizo marcionita y luego ebionita en Éfeso. La Iglesia ortodoxa no rechazó su traducción de la Biblia, y su versión de Daniel todavía en nuestros días sigue siendo utilizada por las Iglesias de Oriente.

Queda Aquila del Ponto. Arquitecto originario también de Sinope, pariente del emperador Adriano, recibió de éste el encargo de reconstruir Jerusalén hacia los años 130-135. Primero se sintió seducido por la religión judía, pero a continuación se convirtió al cristianismo, cuya comunidad estaba autorizadas a residir en esa ciudad, prohibida a los judíos. Luego volvió al judaísmo, y hacia el año 138 de nuestra era redactó una versión de la Biblia que lleva su nombre y que durante mucho tiempo se prefirió a la de los Setenta.

Así pues, en el siglo II, fijémonos bien, estamos en presencia de cuatro textos griegos del mismo pasaje de Isaías, y los cuatro se basaban en un texto hebreo inicial. La lógica nos impone, por lo tanto, recurrir simplemente a este último. Tomemos por consiguiente la Biblia del rabinato francés, en Isaías, 7, 14, y veamos qué término hebreo utilizó el profeta.

El texto francés de la versión masorética está redactado así: “¡Ah, cierto! El Señor os da un signo de sí mismo. He ahí que la mujer joven está encinta, y dará a luz a un hijo, al que llamará Immanuël”. (Isaías, 7, 14).

El hebreo no permite distinguir quién tiene razón, de entre la versión del rabinato francés (mujer joven) o de la de Theodotion de Éfeso, de Aquila del Ponto, y de Simmaco (jovencita). Pero hay otros argumentos, éstos irrefutables, que no permiten admitir ni por un instante la traducción de los Setenta: virgen. Porque mujer joven o jovencita, en el espíritu del profeta Isaías, es necesaria e inevitablemente lo mismo, ya que según la Ley judía la jovencita no podía concebir fuera del matrimonio, bajo pena de muerte, y por lo tanto convertirse en mujer joven.

Si se trataba de una virgen a quien ningún hombre había fecundado, es que fue el Eterno, a través de su ruah elohim (espíritu santo), el progenitor del niño por nacer. Tesis dogmáticamente afirmada por la Iglesia católica, las Iglesias de Oriente y el protestantismo.

Ahora bien, para un profeta del siglo VIII antes de nuestra era (Isaías vivió bajo el reinado de Ezequías), imaginar que Yavé se rebajara y se degradara, a través de su ruah, violando las leyes naturales que él había establecido, y actuara sobre el sistema ovárico de una adamita, contrariamente a sus prescripciones del Sinaí, era algo pura y simplemente impensable ...[6]

En efecto, en el Deuteronomio leemos lo siguiente: “Si no se han encontrado los signos de la virginidad de la joven (en el matrimonio), llevarán a la joven a la puerta de la casa de su padre, y las gentes de la ciudad la lapidarán hasta que muera” (Deuteronomio, 22, 20-21).

Dicho de otro modo, Yavé dictó una ley en el Sinaí, según la cual la virgen que fuera depositaria de su oculta actividad fecundadora debería ser lapidada hasta la muerte, en cuanto se hubiera constatado que llevaba al futuro Emmanuel ... ¡A eso se le llama tentar al diablo!

Por otra parte, Yavé se administra a sí mismo una severa sanción, porque en el Génesis se lee esto: “Cuando los hombres empezaron a multiplicarse sobre la superficie de la tierra y nacieron hijas, entonces los hijos de Dios (los ángeles) vieron que las hijas de los hombres eran agradables y tomaron por esposas cuantas prefirieron ...” (Génesis, 6,. 1-2).

De ese incubado colectivo, el célebre libro de Enoch nos proporciona todos los detalles: esta obra, muy antigua, aparece ya citada por dos fragmentos recogidos en el siglo I antes de nuestra era por Alejandro Polyhistor, y conservados por Eusebio de Cesarea (cf. Principios evangélicos, IX, XVII, 8). Además, el Libro de los jubileos, compuesto poco después del año 135 antes de nuestra era, lo cita bajo el título de Libro de la caída de los ángeles.

“Y el Señor dijo a Gabriel: ‘Ve a esos bastardos y a esos réprobos, y a los hijos de las cortesanas, y hazlos desaparecer, a esos hijos de los Veladores del Cielo’ ...” (Op. cit., 10, 9).

“Y el Señor dijo a Mikael: ‘Ve, encadena a Semyaza y a sus compañeros, que se han unido a las mujeres a fin de mancillarse con ellas en toda su impureza. Y cuando todos sus hijos estén degollados, y cuando ellos mismos hayan visto el fin de sus bienamados, encadénalos para setenta generaciones bajo las colinas de la tierra, hasta el día que se consume el Juicio eterno’ ...” (Op. cit., 10, II).

“Luego Mikael, Gabriel, Rafael y Phanuel se apoderarán de ellos en ese gran día, y los precipitarán a la hoguera ardiente, a fin de que el Señor de todos los Espíritus los castigue por su iniquidad ...” (Op. cit., 54, 6).

Ese texto es, por lo tanto, la condena formal de toda fecundación de una mujer por una criatura espiritual. Partiendo de ese principio, la Iglesia católica afirmó la posibilidad de los demonios de fecundar a una mujer (incubat), o de acoplarse de noche con un hombre (succubat).[7]

No inventamos nada. Tomás de Aquino estudió esos hechos con detalle en su Suma teológica, esos principios son de fe, porque también ahí “Roma habló”, y eso, para un católico de estricta observancia, no ofrece discusión posible.

Veamos el texto oficial de Tomás de Aquino:
“Hay que decir, con san Agustín, que muchos afirman saber por su propia experiencia, o por lo que cuentan otros, que los Faunos y los Silvanos, llamados íncubos por el vulgo, a menudo han sido malos para con las mujeres, y han obtenido de ellas goces sexuales. Por lo tanto, sería imprudente negarlo. Ahora bien, si del coito demoníaco hay alguno que nazca, no es por el esperma de los demonios ni por el cuerpo que éstos revisten, sino por el esperma del hombre, que sirvió de súcubo al demonio que desempeñó luego el papel de íncubo con una mujer ...”[8]

Se saca de aquí y se pone de allá ... El célebre teólogo no nos dio el motivo de esas copulaciones diabólicas ni el interés que el diablo podía tener en ellas. Añadamos que todos los Padres de la Iglesia, en su cándida ingenuidad, creían en la existencia de glifos, de dragones, etc. San Jerónimo nos afirma que “Toda Alejandría pudo ver a un sátiro vivo ...”. ¡El mismo lo contempló! Y una manada de centauros, al encontrar a Jesús en el desierto, le rindieron homenaje (cf. Vieu de Paul l’ermite, VII, VIII). San Agustín nos dice: “Yo era ya obispo de Hipona, cuando fui a Etiopía con algunos servidores de Cristo para predicar allí el evangelio. Vimos a muchos hombres y mujeres sin cabeza, con dos grandes ojos en el pecho ...” (cf. san Agustín, Sermones, XX-XIII). No nos burlemos de ellos; la televisión francesa, en el curso de un debate, nos presentó a un catedrático del Instituto des Hautes Etudes, que afirmó su creencia en el valor de los pactos sellados con Satanás, aunque éstos no aparecieron “sino en la época en que tenía lugar los contratos en su buena y debida forma ...”. El diablo se mantiene al corriente de la actualidad, ¡él no es un espíritu retrógrado!

Lo mismo que el Libro de Enoch, el Zohar Hadash (sección Yitro) nos precisa que Samael, el ángel tentador, y su doble femenina Lilith, habían corrompido a la primera pareja humana, Samael con Eva, y Lilith con Adán. El Sepher Ammudé-Schiba nos cuenta la misma leyenda, pero a Lilith la llama Heva, y Samael se convierte en Leviathan. Otro texto, el Sepehr Emmeck-Ameleh nos transmite el mismo tema. Como se ve, la sexualidad “de grupo” no es nada nuevo.

Entonces, teniendo en cuenta esa tradición religiosa que considera con horror toda copulación psico-neumática entre una criatura humana y una criatura espiritual, ¿cómo suponer ni por un instante que el profeta Isaías hubiera podido imaginar la fecundación de una mujer, aunque fuera virgen, por el Eterno, el Dios inaccesible de Israel? Y más cuanto que el “mesías” de los cristianos no se llamó Emmanuel, sino sólo Jesús, y que no vivió jamás en un tiempo en que Israel tuviera que temer una doble ocupación, “procedente de Egipto y de Asiria” (op. cit., 7, 18-20), sino una única ocupación, la de Roma, es decir, del otro lado de los mares. La profecía no coincide con los hechos históricos y su época, y el mesías anunciado no se llama Jesús.



[1] Cf. El hombre que creó a Jesucristo, p. 73, esquema genealógico de dicha dinastía, de la cual procedía Saulo-Pablo por vía femenina.
[2] Cf. Jesús o el secreto mortal de los templarios, pp. 54-69 y 104-114.
[3] Cf. Jesús o el secreto mortal de los templarios, pp. 54-69 y 104-114.
[4] Cf. Jesús o el secreto mortal de los templarios, pp. 37-44 y 54-59.
[5] Id., pp. 38 y 39 sobre las referencias en el Talmud en lo que respecta a esa restricción de matrimonio que sufría un hombre impotente. Es preciso observar que el hecho de haber confiado una joven de quince años, todo lo más, a un anciano impotente de ochenta y un años, hubiera causado escándalo en Israel. (cf. Talmud, San. 76a; Yeb. 101b; Deuteron. 29, 19s y 76b).
[6] En lo que se refiere a una virginidad conservada por María después del parto, basta con releer a Lucas (2, 22-24) para convencerse de que estuvo obligada a someterse a los ritos de purificación propios de las parturientas (Levítico, 12, 1-8).
[7] ¡El incubo es un demonio macho copulando con una mujer, a veces con un falo doble! La súcuba es un demonio hembra, que desempeña todas las funciones de una mujer ... ¡Hay, asimismo, demonios hermafroditas, para las personas ‘ambivalentes’!.
[8] Cf. san Agustín, De la Ciudad de Dios, XV, 23; santo TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica, P. I., 9, 51, art. 3, ad. 6. 

Tomado del libro; LOS SECRETOS DEL GOLGOTA de Robert Ambelain.

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