El rey y los dioses en Sumeria.
CARLOS MAZA GOMEZ.
Ya se ha comentado el hecho de que, según la tradición sumeria, el consejo de dioses confió en uno concreto, Marduk, para que les uniera a todos ellos defendiéndoles del ataque del Caos. Desde ese punto de vista, la realeza no es natural a los hombres sino un cargo que los dioses conceden. Como afirma la “Lista real sumeria”, la realeza es algo que bajó del cielo (Sanmartín y Serrano, 1998). Así pues, la autoridad, la legitimidad en tal puesto, proviene siempre del favor de los dioses que al igual que lo otorgan a un hombre pueden concedérselo a otro. De este modo, el rey mesopotámico siempre habrá sido elegido por los dioses y, por tanto, pertenece a la única dinastía legítima. Ello obligaba a que, cuando alcanzaba el trono un hombre de oscuro pasado, como fue Sargón al vencer a Lugalzagesi, se viera obligado a demostrar a través de una relación detallada cuál era su origen. Habitualmente, el antecedente más antiguo se hacía irrebatible al adjudicárselo a algún héroe mítico de imposible comprobación. Inmediatamente, esto comportaba que la dinastía derrocada era ilegítima y por tanto merecedora de la derrota.
En los tiempos protodinásticos se utilizaban los términos “amado” o “hijo” de los dioses para referirse a los reyes aunque ello no comportaba filiación alguna ni una naturaleza divina de los mismos. Los reyes eran hombres que ostentaban un cargo de naturaleza divina pero lo era el cargo, no ellos. Por eso el favor de los dioses podía cambiar si el rey olvidaba el favor concedido, si no llevaba el culto adecuadamente o no respondía a sus deberes como debía. El hecho de que se era rey por la gracia de los dioses se ve reflejado perfectamente en el himno que Lipit-Istar, rey de Isin, se dedica:
“Soy el hijo amado del divino Enlil;
en su templo Ki’ur me entregó el cetro.
Soy la delicia de la divina Ninlil;
en su templo Gagissu’a me fijó un buen destino ...
Yo soy aquél a quien el divino Luna (nanna)
miró con cariño;
él me habló amistosamente en Ur...
Yo soy aquél a quien el divino Enki abrió el oído;
él me entregó la realeza en Eridu”
(Sanmartín y Serrano, 1998, p. 59).
Sin embargo, es necesario destacar que hubo algunos que parecen haberse arrogado dicha naturaleza divina, al modo en que los faraones de Egipto se transformaban en dioses a su muerte. Este es el caso de Naram-Sim de Akkad o del rey Sulghi de Ur III. Sin embargo, los datos son algo incompletos y no se puede afirmar con total certeza su defensa de la divinidad del rey.
Habitualmente, los dioses venían precedidos en su denominación de un signo cuneiforme. Además, en la iconografía se les representaba con una tiara provista de cuernos a lo que hay que añadir, claro es, que se le rendía culto en los templos. En la estela de la victoria de Naram-Sim (figura 3) aparece el rey de gran tamaño y ostentando el símbolo divino de una tiara con cuernos. Además, se lee en una inscripción:
“Puesto que él colocó los cimientos de su ciudad bajo amenaza, su ciudad lo
solicitó como dios de su ciudad Akkade, de Istar en Eanna, de Enlil en Nippur,
de Dagan en Tuttul, de Ninhursag en Kes, de Enki en Eridu, de Sin en Ur, de
Samas en Sippar (y) de Nergal en Kutha, y construyó su tempo en Akkade”
(Postgate, 1999, p. 318).
Se cita así incluso la construcción de un tempo a él dedicado. Sin embargo, ha de observarse que su divinidad sólo se refiere a constituirse en dios de una ciudad, algo así como garante de su bienestar y esplendor. En el caso de Sulghi parece existir también el culto al mismo rey y su nombre se menciona repetidamente en el lugar habitual de los dioses. Incluso en una inscripción llega a autotitularse “dios del país”, pero sin embargo su iconografía le representa de forma humana sin los atributos divinos.
Por todo ello puede pensarse que la divinización de los reyes tuvo una naturaleza muy concreta con la que garantizarse la tutela sobre todo el territorio mesopotámico o sobre algunas ciudades. Incluso se puede afirmar que estos intentos de divinización real fueron esporádicos y no terminaron de hacerse definitivos ni duraderos. El rey, por tanto, fue siempre un hombre elegido por los dioses para llevar a cabo las funciones antes reseñadas pero que no compartía la naturaleza de estos dioses, siempre inaccesibles a los hombres.
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