La magia en la vida de Jesús 2 de 2
Robert Ambelain.
Pues bien, todo eso
constituye una secuencia de operaciones mágicas, prohibidas bajo pena de
muerte por la religión judía.
En la escena de la
Tentación (Mateo, 4; Marcos, 1; Lucas, 4), Jesús es impulsado por
el Espíritu a aislarse durante cuarenta días y cuarenta noches, en la cima de
un monte al que en nuestros días se denomina el monte de la Cuarentena, y se
nos precisa claramente que es para ser tentado allí por el Diablo. Se
trata de una prueba iniciática: el operante debe triunfar sobre las fuerzas de
Abajo, si quiere obtener el apoyo de las de lo Alto. Este mismo episodio se
encuentra en la vida de Buda y de todos los grandes taumaturgos. Después, el
triunfador es «asistido por todo el Cielo y obedecido por todo el Infierno»,
según la conclusión perfectamente conocida por todos los cabalistas.
Pero ¿se había
tratado de una evocación, en la cual se llama a una entidad, conjurada por
ritos y palabras, y se la obliga a manifestarse, o por el contrario ese retiro
de cuarenta días, en la soledad y el ayuno, no preveía explícitamente la
aparición, sino que vino de forma inesperada? Ningún texto lo precisa. Por otra
parte, hay que considerar como una exageración evidente el hecho de que Jesús
hubiera permanecido cuarenta días sin beber, en las terribles soledades
del desierto de Judá. Sometido a todas las vicisitudes de la carne, sufrió la
flagelación, la crucifixión, y murió, bien a causa de ésta o de la herida de
lanza del legionario romano, pero es absolutamente impensable que hubiera
resistido, en medio del calor tórrido y de las piedras recalentadas, a
semejante deshidratación.
Sea lo que fuere,
el encuentro con una «manifestación» del Principio del Mal es el primer hecho
mágico importante de la vida de Jesús. Existe todavía un segundo hecho, que
generalmente pasa desapercibido: con ese Principio tuvo lugar un segundo encuentro,
uno, por lo menos. Y éste se desarrolló inmediatamente antes de su detención,
o, todo lo más, unos cuantos días antes.
«Y el Señor dijo:
Simón, Simón, Satanás os ha reclamado para ahecharos como el trigo. Pero yo he
rogado por ti, para que no desfallezca tu fe, y tú, una vez te hayas
convertido, confirma a tus hermanos...» (Lucas, 22, 31-32.)
La Vulgata de san
Jerónimo dice exactamente conversus, que significa transformado, cambiado.
¿Qué puede deducirse de esos frecuentes «contactos» con el Adversario? La
segunda gran operación teúrgica tiene lugar en la cima del monte Tabor; se
trata de la célebre escena conocida como la de la Transfiguración; la
encontraremos relatada con todo detalle en Mateo (17), Marcos (9,
2), Lucas (9, 29), Juan (1, 14), y en la segunda Epístola de
Pedro (1,16).
«Seis días después,
tomó Jesús a Pedro, a Santiago y a Juan, su hermano, y los llevó aparte, a
un monte alto. Allí se transfiguró ante ellos, brilló su rostro como el sol, y
sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y
Elias hablando con él. Pedro, tomando la palabra, dijo a Jesús:
"Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí! Si quieres, levantaré tres
tiendas, una para ti, una para Moisés, y otra para Elias..." Aún estaba él
hablando, cuando una nube resplandeciente los cubrió. Y he aquí que una voz,
procedente de la nube, dijo: "Éste es mi hijo bienamado, en quien tengo mi
complacencia, ¡escuchadle!" Cuando oyeron esta voz, los discípulos cayeron
sobre su rostro, sobrecogidos de gran temor. Pero Jesús, acercándose a ellos,
los tocó y les dijo: "Levantaos, no tengáis miedo..." Alzando ellos
los ojos, no vieron a nadie, sino sólo a Jesús.
»Mientras bajaban de la montaña. Jesús les dio
esta orden: "No habléis a nadie de esta visión, hasta que el Hijo del
Hombre resucite de entre los muertos".» (Mateo, 17,1-9.)
En primer lugar,
observaremos que esta evocación apela a dos muertos, ya que Moisés había
muerto, en la cumbre del monte Nebo, hacía catorce siglos. Y en cuanto a Elias,
éste hacía once siglos que «un carro de fuego y unos caballos de fuego» se lo
habían llevado hacia el cielo, ante la estupefacción de su discípulo Elíseo. Si
se hubiera tratado de la simple manifestación de su filiación divina, Jesús
habría podido llevarla a cabo en Jerusalén, en la habitación más alta de la
casa de un amigo. Pero como se trataba de una evocación de los muertos, debía
tener lugar en un sitio apartado, en un lugar desértico, próximo al cielo, por
dos razones. La primera estribaba en el hecho de que semejantes ritos exigen
ser practicados de forma que no se corra el riesgo de ser molestado por la
llegada inopinada de profanos. La segunda debido a que, en Israel, no se
bromeaba con esas cosas que, de ser descubiertas, implicaban la pena de
muerte en virtud de las Escrituras: Deuteronomio (18, 10-11), y Éxodo
(12, 35-36). De donde la recomendación de Jesús: «No habléis a nadie de
esta visión...» (Ma-teo, 17, 9.)
En cuanto a la
finalidad de tal evocación. Lucas es quien nos la revela, al decirnos
esto: «Y he aquí que dos varones hablaban con él. Moisés y Elias, que aparecían
gloriosos y le hablaban de su partida, que había de cumplirse en Jerusalén..,»
(Lucas, 9, 30-31.)
De manera que fue
para conocer su destino cercano por lo que convocó a Moisés y Elias, los dos
guías esenciales de la historia de Israel. Está establecido el hecho de que
todo ello fue acompañado de los sahumerios mágicos habituales con potentes
alucinógenos por el delirio y la embriaguez que demuestran sus discípulos, y la
incoherencia de las palabras de Simón-Pedro, quien sueña despierto y quiere
levantar tiendas para los recién llegados. Porque Lucas, antes, nos dice
que «Pedro y sus compañeros estaban cargados de sueño...» (Lucas, 9, 32),
y de Pedro que «no sabía lo que decía...» (Lucas, 9, 34.)
En cuanto a la nube
luminosa, la explicación es muy sencilla. Si uno se sitúa en la cima de una
montaña, en una región con el cielo impecablemente azul, si llega una nube y el
observador se halla envuelto por dicha nube, al continuar el sol dando sobre esa
montaña, hará de la nube un verdadero difusor de luz, y será tal el
contraste, que el observador, sobre todo si va vestido de blanco, parecerá
todavía más deslumbrante.
Y llegamos ahora a
la última evocación, la que tuvo lugar la noche de la detención de Jesús, en el
monte de los Olivos, cerca de Betania, y en el lugar llamado Getsemaní, que
designaba un lagar de aceite. Veamos el relato de Lucas: «Tras salir se
fue, según costumbre, al monte de los Olivos, y le siguieron también sus
discípulos. Una vez llegó allí, les dijo: "Orad, para que no caigáis en
tentación..." Se apartó de ellos a una distancia como de un tiro de
piedra, y, puesto de rodillas, oraba: "¡Padre! Si quieres, aparta de mí
este cáliz... Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya". Entonces se
le apareció un ángel del cielo, para confortarle.» (Lucas, 12,39-4A.)
«Después de haber
orado, se levantó, vino hacia los discípulos y, encontrándolos adormilados por
la tristeza, les dijo: "¿Por qué dormís? Levantaos y orad, para que no
entréis en tentación".» (Lucas, 22,45.)
Aquí vamos a
plantearnos una primera pregunta: ¿cómo puede uno dormirse de tristeza? La
angustia y la pena lo que hacen es quitar el sueño. Ese «sueño de tristeza»,
ese sueño saturniano, está producido ahí, una vez más, por sahumerios,
probablemente de Datura stramonium o de beleño, mezclado con gálbano, el
helbénáh de los sahumerios del Templo. Porque ahí se trata de una nueva
evocación, ahora no interroga a Moisés y a Elias, sino a su padre. ¿Pero
a cuál? Lo comprenderemos más tarde. La segunda pregunta es la siguiente:
si los discípulos se habían dormido, y si estaba alejado, a la distancia de un tiro
de piedra, ¿cómo se conocen los términos de su diálogo con su padre?
No por ellos, puesto
que duermen. Tampoco por él, dado que Jesús aún no había terminado de
amonestar a sus discípulos, por fin despiertos, cuando los soldados romanos
de la Cohorte, los servidores del Templo, armados con espadas y cachiporras,
conducidos por Judas Iscariote, su sobrino, llegan a la luz de las antorchas y
proceden de inmediato a su detención. Es a través de un personaje, del que
sólo nos habla Marcos, por quien conocemos estas cosas, y los detalles son
de lo más curiosos: «Y abandonándole, huyeron todos. Un cierto joven le
seguía, envuelto en una sábana sobre el cuerpo desnudo. Trataron de
apoderarse de él, mas él, dejando la sábana, huyó desnudo...» (Marcos, 14,50-52.)
En primer lugar,
nos extrañará el hecho de que en pleno mes de marzo, en Judea, en la cima del
monte de los Olivos, se le ocurra a un joven desplazarse con una sábana por
todo vestido, todavía de noche, en las horas más frías, tan frías que se
encenderá fuego en el atrio de Caifas, algunos instantes más tarde, allí donde
Pedro renegará de su Maestro. (Juan, 18,18.)
No se trata de una
sábana en el sentido literal de la palabra. El latín de la Vulgata de
san Jerónimo, texto oficial de la Iglesia, tampoco emplea el término latino pannus,
que significaría paño. Y no se trata de una sábana de cama, dado que en
aquella época no se conocían esas cosas. Los judíos se acostaban sobre esteras,
al igual que todos los pueblos de esas regiones. Los romanos utilizaban catres,
con coberturas de lana o de piel. Los galos utilizaban colchones, y, en el peor
de los casos, jergones. Pero no había sábanas de tela, cosa bastante reciente,
dado que todavía en nuestra época, en Alemania y en Austria, muchas camas de
las zonas rurales acostumbran a llevar sólo una. En realidad, la Vulgata de
san Jerónimo utiliza el término latino sindon, que significa exactamente
un sudario. Y un sudario no tiene nada en común con las
vestiduras rituales que debía llevar un judío de aquellos tiempos. Es este
joven el que representa el papel del ángel «venido del cielo para reconfortarle»
y que nos narra Lucas (22, 39-44). Y es a través de él como
conocemos la plegaria que Jesús dirige a «su padre».
Es el comparsa clásico
en todo espectáculo de este tipo; en argot a esto se le llama un «barón». Y
comprendemos que toda esta escenografía tiene como finalidad reconfortar,
efectivamente, a Jesús en su misión, misión de la que él no ignora que va a
conducirle a una muerte horrible, sin esperanza alguna de conseguir liberar a
Israel y restablecer la realeza davídica. No ignora que esta misión, desde que
se retiró a Fenicia, él la ha trasladado ya a otro «reino», que no es de este
mundo. Pero los fanáticos que le rodean no lo escuchan en esta misma sintonía.
Unos habían montado
esta superchería para catapultarlo de nuevo a ese mesianismo puramente político
y sin esperanzas de éxito. Otro había llegado ya más lejos, y ya lo había
denunciado: su propio sobrino, Judas Iscariote, hijo de Simón Pedro. Una
vez desaparecido Jesús, la filiación de Israel pasaba a Simón Pedro, y él,
Judas, se convertía en el «delfín»... En cuanto a los demás, aprovechando la
oscuridad de la noche, la poca luz producida por las antorchas, se fundirían en
las tinieblas del monte de los Olivos y emprenderían la huida sin ningún
escrúpulo.18
Pero para los
judíos de entonces no había duda alguna de que había utilizado las ciencias
prohibidas. El rumor de su encuentro con Samael en las soledades del desierto
de Judá debió extenderse. Se sabía que había vencido al Príncipe de las
Tinieblas. Por lo tanto éste, según la tradición mágica común, era su esclavo,
puesto que Jesús lo había domado: «Pero los fariseos replicaban:
"Por medio del
Príncipe de los Demonios expulsa a los demonios..."» (Mateo, 9,
34.)
«Y se extendió el
rumor de que tenía un Espíritu impuro (se sobreentiende que a su
"disposición")...» (Marcos, 3,30.)
En el episodio de
la mujer adúltera parece utilizar un procedimiento mágico, bien de adivinación
o bien de purificación:
«Jesús,
inclinándose, escribía con su dedo en la tierra. Como ellos insistieran en
preguntarle, él, incorporándose, les dijo: "El que de vosotros esté sin
pecado, arrójele la piedra el primero..." (se sobreentendía que la piedra
de la lapidación, castigo que se aplicaba a las mujeres adúlteras según la
ley).» (Juan, 8,6-7.)
Aquí se trataba,
probablemente, de una consulta geomántica. Todavía en nuestra época, en
Marruecos, Túnez y todo el Próximo Oriente algunos adivinos practican consultas
mediante el procedimiento adivinatorio denominado Darb-el-remel, o «arte
de la arena». Con ayuda de puntos o de rayas trazados sobre la arena se
obtienen figuras con valor de oráculo, cuyo número es invariablemente de
dieciséis, y que dan la respuesta a la pregunta formulada.
Podía haberse
tratado también de un procedimiento de «desprendimiento» psíquico particular.
Se trazan sobre la arena o la tierra determinados diagramas mágicos, se hace
pasar al sujeto en cuestión por encima, y éste se encuentra liberado, ya que el
espíritu malo, autor del mal, no puede soportar el paso por encima de los
caracteres sagrados.
Éste es, asimismo,
el origen de los tatuajes protectores. La indulgencia de Jesús hacia las
mujeres adúlteras o las prostitutas viene justificada por la presencia de
varias de ellas en su genealogía ancestral. En primer lugar está Tamar, quien
en el Génesis (38, 12 a 19) se prostituye a su suegro en una encrucijada
de caminos, sin que él la reconozca, para conseguir casarse después. Luego está
Rahab, la prostituta oficial de Jericó, que oculta a los espías enviados por
Josué, antes de la destrucción de la ciudad, y por eso salva su vida (Josué,
2, 1 y ss.; 6, 17 y ss.); después se casa con Salmón, hijo de Naasón,
príncipe de Judá, y será madre de Booz (Mateo, 1, 5). Tenemos a
continuación a Ruth, esposa de Majalón, y luego mujer de Booz; ésta era de
origen moabita, raza originada por el incesto entre Lot, borracho, y sus
dos hijas, origen que hubiera debido prohibir a Ruth el acceso a una familia
judía tradicionalista. (Ruth, 1, 4 y ss.; 2, 2 y ss.; 3, 9 y ss.; 4, 5 y
ss., y Mateo, 1, 5.) Está, por último, Betsabé, mujer de Urías, oficial
de David, a quien este rey mandará asesinar para conservar a la esposa de
aquél, de quien ha hecho su amante, sin que ésta proteste. De dicho adulterio
nacerá Salomón (II Samuel, 11, y Mateo, 1,6). En fin, parece
sobreentenderse que Jesús, al igual que sus discípulos, no pudo tampoco curar a
todos cuantos tenían relación con él: «Hallándose Jesús en Betania, en casa de Simón
el leproso, se acercó a él una mujer con un frasco de alabastro...» (Mateo,
26, 6.)
Pues bien, se
trataba de la casa de su amigo Lázaro, hermano de Marta y María, quienes le
ofrecían invariablemente hospitalidad cuando él se encontraba en Jerusalén.19 Y
dicho Simón seguía estando leproso.
El episodio de la
evocación de Moisés y Elias en la cima del monte Tabor es la encrucijada del
destino de Jesús. Hasta ese momento había sido, después de su padre, Judas de
Gamala, el pretendiente legítimo a la realeza davídica. Sus discípulos, sus
amigos, sus hermanos «carnales», le llaman señor (adonai) a veces,
porque es su señor. En aquella época, y durante siglos, ese término reemplazaba
en todos los estados del Próximo Oriente al «sire» medieval europeo. En
público, la esposa del rey le llamaba a éste «mi querido señor» o «sire». Pero
después de esa extraña ceremonia, efectuada con Pedro, Santiago y Juan (serán los
mismos que le acompañarán en la de Getsemaní), ya no será el mismo. Habrá
comprendido, él solo, que el mesianismo político, terrestre, no tiene
esperanza. La Providencia tiene previstas otras cosas para el mundo, más
importantes que el restablecimiento de los descendientes de David en el trono
de un Estado minúsculo. Y es que de esa evocación algo subsiste en él, una
entidad muy elevada ha tomado posesión de él, y a partir de ahora se servirá
de él para remodelar el mundo. Para él, esta entidad se llama Elias. ¿Qué
hay de asombroso en ello? Tan sólo conoce su propia mitología nacional. Para
las legiones, que marchaban en cabeza de sus ejércitos, esa entidad tenía ya,
desde hacía siglos, otro nombre: Mithra. De ese fenómeno de «posesión»
psíquica, Jesús es perfectamente consciente. De ahí la frase, teñida de
desengaño, que dirige a Simón el Zelota, su hermano «según la carne», y su
sucesor legítimo, por orden de primogenitura, cuando él. Jesús, haya
desaparecido: «En verdad te digo: cuando eras joven te ceñías e ibas a donde tú
quenas. Pero cuando seas viejo, extenderás tus manos, otro te ceñirá y te
llevará a donde tu no quieras...» (Juan, 21, 18.) Y en el Gólgota,
clavado en la cruz de infamia, será otra vez a Elias a quien se dirigirá:
«Hacia la hora nona, exclamó Jesús con voz fuerte: "¡Eli, Eli, lama
sabachthani!..."» (Mateo, 27,46.) Los escribas anónimos que redactaron
los pseudo evangelios no dejan jamás de traducirlo por «¡Dios mío! ¡Dios mío!
¿Por qué me has abandonado?» (Mateo, 27, 47.) Pero los judíos que
asistieron a la crucifixión y que lo oyeron, no se equivocaron cuando dijeron: «Está
llamando a Elias...» (Mateo, 27, 48.)
Algunos exegetas y
lingüistas, especialistas en lenguas muertas, consideraron que esta frase era
fenicio, y que significaba: «¡Señor! ¡Señor! Las tinieblas... Las
tinieblas..-», lo cual tenía explicación, dado que se trataba de un agonizante,
cuya vista iba apagándose poco a poco, o que, a causa de un fenómeno mediúmnico
suscitado por el último estado, distinguía formas terroríficas, como las
descritas por el Libro de los Muertos tibetano, o por el apócrifo Libro
de José el Carpintero, y que no serían sino fantasmas interiores, que se
liberarían del subconsciente del agonizante. Les dejamos a ellos la
responsabilidad de semejante traducción, pues, a nuestro parecer, y tal como
pronto vamos a ver, esas últimas palabras de Jesús tenían una significación muy
distinta.
16 El doblara es,
en Abisinia, un corista de la iglesia que. Además, practica la magia «blanca»,
porque la negra está severamente reprimida
17 Jesús no debía
ayunar mucho, porque él mismo reconoce (Mateo, 11, 19) que tenía la
repu-tación de «comedor y bebedor». Y san Jerónimo, en su Vulgata, utiliza
el término latino potalor, que traducimos por «beodo».
18 Simón era,
efectivamente, hermano de Jesús: «... ¿y no se llaman sus hermanos José,
San-tiago. Himún y Judas?...» (Mateo, 13, 55). Por otra parte,
Judas Iscariote, es el hijo de Simón: «Uno de sus discípulos, Judas Iscariote, hijo
de Simón...» {Juan. 12, 4). Y los otros textos nos precisan que se trata de
«hermanos según la carne». (Pablo, Romanos, 9, 5; Eusebio de Cesárea, Hisioriu
eclesiástica, III, XX, 1.) En cuanto a los famosos «treinta denarios», si
aparecen ahí es porque fueron introducidos por los falsificadores anónimos que
redactaron lospseudo evangelios, para justificar el pasaje de Zacarías (II,
12): «Entonces pesaron treinta sidos de plata para pagarle». Porque si se
hubiera puesto precio sobre la cabeza de Jesús, es indudable que la suma habría
sido mucho más considerable.
19 Observaremos que
Jesús no pasa jamás la noche en la ciudad santa de Israel. Cuando
oscurece, hace lo que tenía que hacer, y en seguida se va a dormir a
Betania. al pie del monte de los Olivos, por muy cansado que esté. Porque a
la puesta del sol se cierran tas puertas de Jerusalén, mientras que el
pueblo de Betania no tiene puertas. Y en las nocturnas tinieblas de las calles
no iluminadas, cuando las puertas están cerradas y vigiladas, Jerusalén se
conviene en una ratonera. Y cuando la situación se agrava, ya no va a
dormir a Betania, sino a Getse-maní, el lugar antes citado, que se halla en el
monte de los Olivos, y en el que hay una prensa de aceitunas. De donde la frase
de Mateo (8, 20) y de Lucas (9, 58).
Tomado de: Jesús o
el Secreto Mortal de los Templarios – Robert Ambelain.
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