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miércoles, 31 de diciembre de 2014

La magia en la vida de Jesús 2 de 2

La magia en la vida de Jesús 2 de 2
Robert Ambelain.

Pues bien, todo eso constituye una secuencia de operaciones mágicas, prohibidas bajo pena de muerte por la religión judía.

En la escena de la Tentación (Mateo, 4; Marcos, 1; Lucas, 4), Jesús es impulsado por el Espíritu a aislarse durante cuarenta días y cuarenta noches, en la cima de un monte al que en nuestros días se denomina el monte de la Cuarentena, y se nos precisa claramente que es para ser tentado allí por el Diablo. Se trata de una prueba iniciática: el operante debe triunfar sobre las fuerzas de Abajo, si quiere obtener el apoyo de las de lo Alto. Este mismo episodio se encuentra en la vida de Buda y de todos los grandes taumaturgos. Después, el triunfador es «asistido por todo el Cielo y obedecido por todo el Infierno», según la conclusión perfectamente conocida por todos los cabalistas.

 

Pero ¿se había tratado de una evocación, en la cual se llama a una entidad, conjurada por ritos y palabras, y se la obliga a manifestarse, o por el contrario ese retiro de cuarenta días, en la soledad y el ayuno, no preveía explícitamente la aparición, sino que vino de forma inesperada? Ningún texto lo precisa. Por otra parte, hay que considerar como una exageración evidente el hecho de que Jesús hubiera permanecido cuarenta días sin beber, en las terribles soledades del desierto de Judá. Sometido a todas las vicisitudes de la carne, sufrió la flagelación, la crucifixión, y murió, bien a causa de ésta o de la herida de lanza del legionario romano, pero es absolutamente impensable que hubiera resistido, en medio del calor tórrido y de las piedras recalentadas, a semejante deshidratación.

Sea lo que fuere, el encuentro con una «manifestación» del Principio del Mal es el primer hecho mágico importante de la vida de Jesús. Existe todavía un segundo hecho, que generalmente pasa desapercibido: con ese Principio tuvo lugar un segundo encuentro, uno, por lo menos. Y éste se desarrolló inmediatamente antes de su detención, o, todo lo más, unos cuantos días antes.

«Y el Señor dijo: Simón, Simón, Satanás os ha reclamado para ahecharos como el trigo. Pero yo he rogado por ti, para que no desfallezca tu fe, y tú, una vez te hayas convertido, confirma a tus hermanos...» (Lucas, 22, 31-32.)

La Vulgata de san Jerónimo dice exactamente conversus, que significa transformado, cambiado. ¿Qué puede deducirse de esos frecuentes «contactos» con el Adversario? La segunda gran operación teúrgica tiene lugar en la cima del monte Tabor; se trata de la célebre escena conocida como la de la Transfiguración; la encontraremos relatada con todo detalle en Mateo (17), Marcos (9, 2), Lucas (9, 29), Juan (1, 14), y en la segunda Epístola de Pedro (1,16).

«Seis días después, tomó Jesús a Pedro, a Santiago y a Juan, su hermano, y los llevó aparte, a un monte alto. Allí se transfiguró ante ellos, brilló su rostro como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elias hablando con él. Pedro, tomando la palabra, dijo a Jesús: "Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí! Si quieres, levantaré tres tiendas, una para ti, una para Moisés, y otra para Elias..." Aún estaba él hablando, cuando una nube resplandeciente los cubrió. Y he aquí que una voz, procedente de la nube, dijo: "Éste es mi hijo bienamado, en quien tengo mi complacencia, ¡escuchadle!" Cuando oyeron esta voz, los discípulos cayeron sobre su rostro, sobrecogidos de gran temor. Pero Jesús, acercándose a ellos, los tocó y les dijo: "Levantaos, no tengáis miedo..." Alzando ellos los ojos, no vieron a nadie, sino sólo a Jesús.

 »Mientras bajaban de la montaña. Jesús les dio esta orden: "No habléis a nadie de esta visión, hasta que el Hijo del Hombre resucite de entre los muertos".» (Mateo, 17,1-9.)

En primer lugar, observaremos que esta evocación apela a dos muertos, ya que Moisés había muerto, en la cumbre del monte Nebo, hacía catorce siglos. Y en cuanto a Elias, éste hacía once siglos que «un carro de fuego y unos caballos de fuego» se lo habían llevado hacia el cielo, ante la estupefacción de su discípulo Elíseo. Si se hubiera tratado de la simple manifestación de su filiación divina, Jesús habría podido llevarla a cabo en Jerusalén, en la habitación más alta de la casa de un amigo. Pero como se trataba de una evocación de los muertos, debía tener lugar en un sitio apartado, en un lugar desértico, próximo al cielo, por dos razones. La primera estribaba en el hecho de que semejantes ritos exigen ser practicados de forma que no se corra el riesgo de ser molestado por la llegada inopinada de profanos. La segunda debido a que, en Israel, no se bromeaba con esas cosas que, de ser descubiertas, implicaban la pena de muerte en virtud de las Escrituras: Deuteronomio (18, 10-11), y Éxodo (12, 35-36). De donde la recomendación de Jesús: «No habléis a nadie de esta visión...» (Ma-teo, 17, 9.)

En cuanto a la finalidad de tal evocación. Lucas es quien nos la revela, al decirnos esto: «Y he aquí que dos varones hablaban con él. Moisés y Elias, que aparecían gloriosos y le hablaban de su partida, que había de cumplirse en Jerusalén..,» (Lucas, 9, 30-31.)

De manera que fue para conocer su destino cercano por lo que convocó a Moisés y Elias, los dos guías esenciales de la historia de Israel. Está establecido el hecho de que todo ello fue acompañado de los sahumerios mágicos habituales con potentes alucinógenos por el delirio y la embriaguez que demuestran sus discípulos, y la incoherencia de las palabras de Simón-Pedro, quien sueña despierto y quiere levantar tiendas para los recién llegados. Porque Lucas, antes, nos dice que «Pedro y sus compañeros estaban cargados de sueño...» (Lucas, 9, 32), y de Pedro que «no sabía lo que decía...» (Lucas, 9, 34.)

En cuanto a la nube luminosa, la explicación es muy sencilla. Si uno se sitúa en la cima de una montaña, en una región con el cielo impecablemente azul, si llega una nube y el observador se halla envuelto por dicha nube, al continuar el sol dando sobre esa montaña, hará de la nube un verdadero difusor de luz, y será tal el contraste, que el observador, sobre todo si va vestido de blanco, parecerá todavía más deslumbrante.

Y llegamos ahora a la última evocación, la que tuvo lugar la noche de la detención de Jesús, en el monte de los Olivos, cerca de Betania, y en el lugar llamado Getsemaní, que designaba un lagar de aceite. Veamos el relato de Lucas: «Tras salir se fue, según costumbre, al monte de los Olivos, y le siguieron también sus discípulos. Una vez llegó allí, les dijo: "Orad, para que no caigáis en tentación..." Se apartó de ellos a una distancia como de un tiro de piedra, y, puesto de rodillas, oraba: "¡Padre! Si quieres, aparta de mí este cáliz... Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya". Entonces se le apareció un ángel del cielo, para confortarle.» (Lucas, 12,39-4A.)

«Después de haber orado, se levantó, vino hacia los discípulos y, encontrándolos adormilados por la tristeza, les dijo: "¿Por qué dormís? Levantaos y orad, para que no entréis en tentación".» (Lucas, 22,45.)

Aquí vamos a plantearnos una primera pregunta: ¿cómo puede uno dormirse de tristeza? La angustia y la pena lo que hacen es quitar el sueño. Ese «sueño de tristeza», ese sueño saturniano, está producido ahí, una vez más, por sahumerios, probablemente de Datura stramonium o de beleño, mezclado con gálbano, el helbénáh de los sahumerios del Templo. Porque ahí se trata de una nueva evocación, ahora no interroga a Moisés y a Elias, sino a su padre. ¿Pero a cuál? Lo comprenderemos más tarde. La segunda pregunta es la siguiente: si los discípulos se habían dormido, y si estaba alejado, a la distancia de un tiro de piedra, ¿cómo se conocen los términos de su diálogo con su padre?

No por ellos, puesto que duermen. Tampoco por él, dado que Jesús aún no había terminado de amonestar a sus discípulos, por fin despiertos, cuando los soldados romanos de la Cohorte, los servidores del Templo, armados con espadas y cachiporras, conducidos por Judas Iscariote, su sobrino, llegan a la luz de las antorchas y proceden de inmediato a su detención. Es a través de un personaje, del que sólo nos habla Marcos, por quien conocemos estas cosas, y los detalles son de lo más curiosos: «Y abandonándole, huyeron todos. Un cierto joven le seguía, envuelto en una sábana sobre el cuerpo desnudo. Trataron de apoderarse de él, mas él, dejando la sábana, huyó desnudo...» (Marcos, 14,50-52.)

En primer lugar, nos extrañará el hecho de que en pleno mes de marzo, en Judea, en la cima del monte de los Olivos, se le ocurra a un joven desplazarse con una sábana por todo vestido, todavía de noche, en las horas más frías, tan frías que se encenderá fuego en el atrio de Caifas, algunos instantes más tarde, allí donde Pedro renegará de su Maestro. (Juan, 18,18.)

No se trata de una sábana en el sentido literal de la palabra. El latín de la Vulgata de san Jerónimo, texto oficial de la Iglesia, tampoco emplea el término latino pannus, que significaría paño. Y no se trata de una sábana de cama, dado que en aquella época no se conocían esas cosas. Los judíos se acostaban sobre esteras, al igual que todos los pueblos de esas regiones. Los romanos utilizaban catres, con coberturas de lana o de piel. Los galos utilizaban colchones, y, en el peor de los casos, jergones. Pero no había sábanas de tela, cosa bastante reciente, dado que todavía en nuestra época, en Alemania y en Austria, muchas camas de las zonas rurales acostumbran a llevar sólo una. En realidad, la Vulgata de san Jerónimo utiliza el término latino sindon, que significa exactamente un sudario. Y un sudario no tiene nada en común con las vestiduras rituales que debía llevar un judío de aquellos tiempos. Es este joven el que representa el papel del ángel «venido del cielo para reconfortarle» y que nos narra Lucas (22, 39-44). Y es a través de él como conocemos la plegaria que Jesús dirige a «su padre».

Es el comparsa clásico en todo espectáculo de este tipo; en argot a esto se le llama un «barón». Y comprendemos que toda esta escenografía tiene como finalidad reconfortar, efectivamente, a Jesús en su misión, misión de la que él no ignora que va a conducirle a una muerte horrible, sin esperanza alguna de conseguir liberar a Israel y restablecer la realeza davídica. No ignora que esta misión, desde que se retiró a Fenicia, él la ha trasladado ya a otro «reino», que no es de este mundo. Pero los fanáticos que le rodean no lo escuchan en esta misma sintonía.

Unos habían montado esta superchería para catapultarlo de nuevo a ese mesianismo puramente político y sin esperanzas de éxito. Otro había llegado ya más lejos, y ya lo había denunciado: su propio sobrino, Judas Iscariote, hijo de Simón Pedro. Una vez desaparecido Jesús, la filiación de Israel pasaba a Simón Pedro, y él, Judas, se convertía en el «delfín»... En cuanto a los demás, aprovechando la oscuridad de la noche, la poca luz producida por las antorchas, se fundirían en las tinieblas del monte de los Olivos y emprenderían la huida sin ningún escrúpulo.18

Pero para los judíos de entonces no había duda alguna de que había utilizado las ciencias prohibidas. El rumor de su encuentro con Samael en las soledades del desierto de Judá debió extenderse. Se sabía que había vencido al Príncipe de las Tinieblas. Por lo tanto éste, según la tradición mágica común, era su esclavo, puesto que Jesús lo había domado: «Pero los fariseos replicaban:

"Por medio del Príncipe de los Demonios expulsa a los demonios..."» (Mateo, 9, 34.)

«Y se extendió el rumor de que tenía un Espíritu impuro (se sobreentiende que a su "disposición")...» (Marcos, 3,30.)

En el episodio de la mujer adúltera parece utilizar un procedimiento mágico, bien de adivinación o bien de purificación:

«Jesús, inclinándose, escribía con su dedo en la tierra. Como ellos insistieran en preguntarle, él, incorporándose, les dijo: "El que de vosotros esté sin pecado, arrójele la piedra el primero..." (se sobreentendía que la piedra de la lapidación, castigo que se aplicaba a las mujeres adúlteras según la ley).» (Juan, 8,6-7.)

Aquí se trataba, probablemente, de una consulta geomántica. Todavía en nuestra época, en Marruecos, Túnez y todo el Próximo Oriente algunos adivinos practican consultas mediante el procedimiento adivinatorio denominado Darb-el-remel, o «arte de la arena». Con ayuda de puntos o de rayas trazados sobre la arena se obtienen figuras con valor de oráculo, cuyo número es invariablemente de dieciséis, y que dan la respuesta a la pregunta formulada.

Podía haberse tratado también de un procedimiento de «desprendimiento» psíquico particular. Se trazan sobre la arena o la tierra determinados diagramas mágicos, se hace pasar al sujeto en cuestión por encima, y éste se encuentra liberado, ya que el espíritu malo, autor del mal, no puede soportar el paso por encima de los caracteres sagrados.

Éste es, asimismo, el origen de los tatuajes protectores. La indulgencia de Jesús hacia las mujeres adúlteras o las prostitutas viene justificada por la presencia de varias de ellas en su genealogía ancestral. En primer lugar está Tamar, quien en el Génesis (38, 12 a 19) se prostituye a su suegro en una encrucijada de caminos, sin que él la reconozca, para conseguir casarse después. Luego está Rahab, la prostituta oficial de Jericó, que oculta a los espías enviados por Josué, antes de la destrucción de la ciudad, y por eso salva su vida (Josué, 2, 1 y ss.; 6, 17 y ss.); después se casa con Salmón, hijo de Naasón, príncipe de Judá, y será madre de Booz (Mateo, 1, 5). Tenemos a continuación a Ruth, esposa de Majalón, y luego mujer de Booz; ésta era de origen moabita, raza originada por el incesto entre Lot, borracho, y sus dos hijas, origen que hubiera debido prohibir a Ruth el acceso a una familia judía tradicionalista. (Ruth, 1, 4 y ss.; 2, 2 y ss.; 3, 9 y ss.; 4, 5 y ss., y Mateo, 1, 5.) Está, por último, Betsabé, mujer de Urías, oficial de David, a quien este rey mandará asesinar para conservar a la esposa de aquél, de quien ha hecho su amante, sin que ésta proteste. De dicho adulterio nacerá Salomón (II Samuel, 11, y Mateo, 1,6). En fin, parece sobreentenderse que Jesús, al igual que sus discípulos, no pudo tampoco curar a todos cuantos tenían relación con él: «Hallándose Jesús en Betania, en casa de Simón el leproso, se acercó a él una mujer con un frasco de alabastro...» (Mateo, 26, 6.)

Pues bien, se trataba de la casa de su amigo Lázaro, hermano de Marta y María, quienes le ofrecían invariablemente hospitalidad cuando él se encontraba en Jerusalén.19 Y dicho Simón seguía estando leproso.

El episodio de la evocación de Moisés y Elias en la cima del monte Tabor es la encrucijada del destino de Jesús. Hasta ese momento había sido, después de su padre, Judas de Gamala, el pretendiente legítimo a la realeza davídica. Sus discípulos, sus amigos, sus hermanos «carnales», le llaman señor (adonai) a veces, porque es su señor. En aquella época, y durante siglos, ese término reemplazaba en todos los estados del Próximo Oriente al «sire» medieval europeo. En público, la esposa del rey le llamaba a éste «mi querido señor» o «sire». Pero después de esa extraña ceremonia, efectuada con Pedro, Santiago y Juan (serán los mismos que le acompañarán en la de Getsemaní), ya no será el mismo. Habrá comprendido, él solo, que el mesianismo político, terrestre, no tiene esperanza. La Providencia tiene previstas otras cosas para el mundo, más importantes que el restablecimiento de los descendientes de David en el trono de un Estado minúsculo. Y es que de esa evocación algo subsiste en él, una entidad muy elevada ha tomado posesión de él, y a partir de ahora se servirá de él para remodelar el mundo. Para él, esta entidad se llama Elias. ¿Qué hay de asombroso en ello? Tan sólo conoce su propia mitología nacional. Para las legiones, que marchaban en cabeza de sus ejércitos, esa entidad tenía ya, desde hacía siglos, otro nombre: Mithra. De ese fenómeno de «posesión» psíquica, Jesús es perfectamente consciente. De ahí la frase, teñida de desengaño, que dirige a Simón el Zelota, su hermano «según la carne», y su sucesor legítimo, por orden de primogenitura, cuando él. Jesús, haya desaparecido: «En verdad te digo: cuando eras joven te ceñías e ibas a donde tú quenas. Pero cuando seas viejo, extenderás tus manos, otro te ceñirá y te llevará a donde tu no quieras...» (Juan, 21, 18.) Y en el Gólgota, clavado en la cruz de infamia, será otra vez a Elias a quien se dirigirá: «Hacia la hora nona, exclamó Jesús con voz fuerte: "¡Eli, Eli, lama sabachthani!..."» (Mateo, 27,46.) Los escribas anónimos que redactaron los pseudo evangelios no dejan jamás de traducirlo por «¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?» (Mateo, 27, 47.) Pero los judíos que asistieron a la crucifixión y que lo oyeron, no se equivocaron cuando dijeron: «Está llamando a Elias...» (Mateo, 27, 48.)

Algunos exegetas y lingüistas, especialistas en lenguas muertas, consideraron que esta frase era fenicio, y que significaba: «¡Señor! ¡Señor! Las tinieblas... Las tinieblas..-», lo cual tenía explicación, dado que se trataba de un agonizante, cuya vista iba apagándose poco a poco, o que, a causa de un fenómeno mediúmnico suscitado por el último estado, distinguía formas terroríficas, como las descritas por el Libro de los Muertos tibetano, o por el apócrifo Libro de José el Carpintero, y que no serían sino fantasmas interiores, que se liberarían del subconsciente del agonizante. Les dejamos a ellos la responsabilidad de semejante traducción, pues, a nuestro parecer, y tal como pronto vamos a ver, esas últimas palabras de Jesús tenían una significación muy distinta.

16 El doblara es, en Abisinia, un corista de la iglesia que. Además, practica la magia «blanca», porque la negra está severamente reprimida
17 Jesús no debía ayunar mucho, porque él mismo reconoce (Mateo, 11, 19) que tenía la repu-tación de «comedor y bebedor». Y san Jerónimo, en su Vulgata, utiliza el término latino potalor, que traducimos por «beodo».
18 Simón era, efectivamente, hermano de Jesús: «... ¿y no se llaman sus hermanos José, San-tiago. Himún y Judas?...» (Mateo, 13, 55). Por otra parte, Judas Iscariote, es el hijo de Simón: «Uno de sus discípulos, Judas Iscariote, hijo de Simón...» {Juan. 12, 4). Y los otros textos nos precisan que se trata de «hermanos según la carne». (Pablo, Romanos, 9, 5; Eusebio de Cesárea, Hisioriu eclesiástica, III, XX, 1.) En cuanto a los famosos «treinta denarios», si aparecen ahí es porque fueron introducidos por los falsificadores anónimos que redactaron lospseudo evangelios, para justificar el pasaje de Zacarías (II, 12): «Entonces pesaron treinta sidos de plata para pagarle». Porque si se hubiera puesto precio sobre la cabeza de Jesús, es indudable que la suma habría sido mucho más considerable.
19 Observaremos que Jesús no pasa jamás la noche en la ciudad santa de Israel. Cuando oscurece, hace lo que tenía que hacer, y en seguida se va a dormir a Betania. al pie del monte de los Olivos, por muy cansado que esté. Porque a la puesta del sol se cierran tas puertas de Jerusalén, mientras que el pueblo de Betania no tiene puertas. Y en las nocturnas tinieblas de las calles no iluminadas, cuando las puertas están cerradas y vigiladas, Jerusalén se conviene en una ratonera. Y cuando la situación se agrava, ya no va a dormir a Betania, sino a Getse-maní, el lugar antes citado, que se halla en el monte de los Olivos, y en el que hay una prensa de aceitunas. De donde la frase de Mateo (8, 20) y de Lucas (9, 58).


Tomado de: Jesús o el Secreto Mortal de los Templarios – Robert Ambelain.

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