Por Demolay
La postura tradicional de las masonerías latinas ha sido, desde el triunfo de la revolución francesa, la defensa del Estado laico como forma segura de garantizar el pleno ejercicio de las libertades del hombre y del ciudadano.[1] El fundamento formal de esta posición son las denominadas «Constituciones de Anderson» de 1723, de cuya lectura se deduce que los fines de la masonería son construir una sociedad basada en el total albedrío, en la libertad de cultos y de expresión de las ideas, así como en las libertades políticas y económicas del hombre en sociedad.[2] La Logia, dice Anderson en sus célebres Constituciones, es el «Centro de la Unión» y en él concurren todos los hombres sin distinción de razas, credos políticos y religiosos, condiciones sociales y económicas. La Logia es pues un «espacio de convergencia» y la masonería, en el espíritu de las Constituciones de Anderson, busca una suerte de sociedad ecuménica que sea paradigma de «unión fraternal», una unidad centrada, por supuesto, en la plena libertad y tolerancia, en la igualdad, la armonía y la concordia. Estos fines son la base de toda acción política de la orden masónica, y se entiende que ningún masón puede, en estricto ejercicio de sus convicciones masónicas, afiliarse a partidos o asociaciones políticas o filosóficas que postulen principios y preceptos contrarios a estos ideales.[3]Los postulados masónicos así entendidos y extraídos de las Constituciones de Anderson, tienen su expresión en la filosofía política contemporánea en lo que conocemos con el nombre de “laicismo”.
La laicidad asume plena categoría filosófica y política cuando es llevada a las estructuras mismas del Estado moderno, o Estado de Derecho, también conocido como Estado Liberal y que, como sabemos todos, es emanación plena de la revolución francesa. Sin embargo, parece necesario precisar algunos puntos respecto de la laicidad del Estado. Tenemos, en primer término, lo que se conoce como el «laicismo jurídico» El sentido jurídico del laicismo asume que: 1. El Estado esta obligado a establecer la garantía individual de la libertad de creencias; es decir, el Estado no puede declarar ninguna “religión oficial” ni tutelarse legalmente bajo ninguna religiosidad, ni tampoco puede prohibir ninguna creencia religiosa. 2. El Estado debe reconocer la personalidad jurídica de todas las iglesias o asociaciones religiosas, de modo que todas ellas tengan la garantía constitucional de existir en plenitud de derechos y obligaciones.3. El Estado tiene la obligación de hacer que las autoridades civiles respeten y hagan valer el orden plural y democrático de la sociedad, más y cuando éste orden se halla culturalmente establecido y consolidado por la sociedad. Esto significa que debe garantizar la equidad máxima o la desigualdad mínima de todas las iglesias o asociaciones religiosas. Sabemos que en México, como consecuencia de las luchas históricas, primero entre yorkinos y escoceses, luego entre liberales y conservadores, y por último, ya en el siglo XX, entre el Estado y la Iglesia, el laicismo ha sido bandera para avalar la separación entre el Estado y la Iglesia Católica Romana, separación que fue sentenciada jurídicamente por las Leyes de Reforma, culminación de la obra de Benito Juárez. Sin embargo, no siempre el laicismo juarista se hizo realidad concreta y material durante los años venideros, pues todos los mexicanos conocemos que durante los años posteriores a la guerra cristera, las relaciones entre el Estado y la Iglesia Católica estuvieron centradas en la simulación, mascarada necesaria para crear las condiciones políticas obligadas y permitir así la sana y distante convivencia pacífica, luego de un largo y sangriento periodo de luchas ideológicas y militares. El laicismo jurídico, sin embargo, no fue plenamente garantizado en nuestras leyes, pues desde la Constitución de 1917 el Estado nunca reconoció la personalidad jurídica de las Iglesias. De hecho, la figura de las “asociaciones religiosas” no existió en nuestro marco Constitucional sino hasta que el salinismo la proclamó. Quizás ese hecho haya sido la razón por la cual el clero político se haya alzado en los años treinta con la guerra cristera en un intento revanchista por recuperar sus antiguos privilegios. Empero, el laicismo jurídico, por sí mismo, carece de plenitud sin un ejercicio político íntegro y este ejercicio debe ser compatible con el laicismo jurídico. Por esta razón, los politólogos hablan también de un «laicismo político», el cual contiene tres elementos:
1. Políticamente, el laicismo debe propiciar que el Estado guarde sana distancia respecto de las Iglesias. No obstante, ello no implica que el Estado cancele relaciones políticas con ellas, ya que la sociedad reclama que el Estado se relacione con sus organizaciones religiosas con respeto y tolerancia, pues finalmente son organizaciones sociales. 2. El Estado debe, políticamente hablando, respetar el ejercicio de los diversos cultos públicos religiosos, procurando la equidad de todas las iglesias o asociaciones religiosas y, en consecuencia, ninguno de sus representantes debe, por sensibilidad política, privilegiar a ninguna de ellas. 3. Políticamente, los representantes del Estado deben distinguir las esferas de lo personal y de lo público; no obstante, en términos estrictamente humanos, no parece sensato prohibir que los funcionarios públicos liquiden o inhiban sus impulsos fídicos sólo por el hecho de haber aceptado un cargo público. En este sentido, Fox violó la Constitución durante el debatido “agache” y beso presidenciales durante la visita pontificia del 2002, pues la Constitución, y en especial la ley reglamentaria respectiva, expresamente prohíbe dichas conductas. Pero debemos preguntarnos si dichas disposiciones continúan siendo políticamente sensatas bajo el statu quo dominante en la sociedad global que vivimos. Tenemos, por último, una tercera esfera de la laicidad, esfera que con todo puede ser la más importante, pues se trata de la esfera de lo cultural. En efecto, las leyes pueden decir una cosa y establecer ciertas prohibiciones, pero para que éstas sean legítimas debe el derecho ajustarse a los mandatos del orden cultural de las sociedades, y ésta sería una de las manifestaciones más vivas de la sensibilidad política. En consecuencia, existe también el «laicismo cultural», y éste sostiene que: 1. Existe una percepción social acerca de las relaciones entre la Iglesia o Iglesias y el Estado, y esta percepción es un gesto del mandato cristiano de que “al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. El pueblo mexicano tiene claramente establecida en su mente y actitud esta sentencia.2. Existe, culturalmente hablando, una obligación de los servidores públicos de tomar decisiones apegados a las leyes y no con base en sus creencias personales. En esto radica, tal vez, el énfasis entre la distancia entre lo personal y lo público de los funcionarios del Estado. No obstante, las leyes no deberían estar muy distantes de los reclamos populares a efecto de que puedan ser cabalmente cumplidas. 3. Culturalmente, la sociedad asume que los valores de la igualdad, pero sobre todo los de la tolerancia, deben quedarplenamente respaldados no solo entre las relaciones entre el Estado y las Iglesias, sino entre los medios de comunicación, la sociedad y el Estado, así como entre las instituciones de enseñanza, los partidos y las asociaciones políticas.
En México está demasiado claro que al pueblo le disgusta que sus líderes religiosos se inmiscuyan en asuntos políticos, y viceversa, que sus líderes políticos usen la religión para fines terrenales, especialmente políticos; pero también esta demostrado por estudios de opinión académicos serios, que la gente, en general, tiene más credibilidad en sus líderes religiosos que en los políticos y, por otra parte, se sabe que el pueblo de México anhela una relación respetuosa pero distante entre el Estado y la Iglesia o Iglesias. De modo que esto demuestra plenamente que la laicidad está plenamente respaldada por la percepción cultural de la sociedad, pero también indica que las leyes deben adaptarse a dichas percepciones. La realidad de las cosas es que nadie quiere ya, en nuestro siglo, que las pugnas políticas entre el Estado y la Iglesia Católica, en particular, vuelvan a resurgir, y es por esta razón que ni ultramontanos católicos, ni jacobinos retrógrados, deben tener cabida ni participación en el discurso político del México contemporáneo. Los extremismos y las posturas radicalesalejan toda posibilidad de diálogo y de entendimiento, Y LA MASONERÍA, al proclamar la tolerancia como base del «Centro de la Unión», se define, a sí misma, como completamente ajena, distante y libre de toda suerte de fundamentalismos tajantes y fanáticos. Hay que conocer su historia y sus liturgias, así como sus proclamas universales para darse cuenta que ella, la masonería, no se adhiere a ideología alguna, y solo se limita a proclamar los principios básicos en “los que todos los hombres están de acuerdo”. En el México que nos toca vivir todos queremos vivir en paz y heredar a nuestros hijos un país justo, plural, diverso y tolerante, un país en el que se reconozcan no solo las religiones que nuestro pueblo cultiva, sino también las profundas e ignoradas expresiones culturales de nuestras etnias y de nuestras clases marginadas. ¡Que cada cual crea lo que quiera creer y que todos respetemos ese derecho! Las Constituciones que dieron vida a la masonería regular, especulativa y moderna, deberían ser la base del orden social en esta época de apertura y globalización. Todos deberíamos leer las Constituciones de Anderson, conocerlas y proclamarlas. ¡Qué lástima que no sea así! Por ello, lo que debemos hacer los masones es ponernos a trabajar para construir una Orden unida, fuerte, moderna y actualizada, crítica y propositiva, debidamente integrada a la sociedad y al mundo contemporáneo; debemos erigir una Orden en constante crecimiento y en tenaz desarrollo intelectual, material y social, de modo que esté plenamente capacitada para opinar con fundamento y sobre todo con credibilidad, y así ser respetada en la comunidad académica, intelectual y política del México del siglo XXI. Pero en poco o nada contribuimos los masones cuando, motivados por un interés político personal, nos pronunciamos a nombre de la Orden por determinado partido político o por equis candidato, generando en las bases críticas e inteligentes de la sociedad y en los propios miembros de la Orden, un hálito de escepticismo, incredulidad, sarcasmo y burla.
Necesitamos una Orden con capacidad de opinión y de liderazgo, respetable y respetuosa, y para ello debe ser independiente, reconocida y valorada, no por sus logros pretéritos, sino por su presencia actual y por su participación inteligente en el seno de la sociedad global que nos toca vivir. La Orden Masónica debe mantenerse al margen de las lides políticas, pero sus miembros,dotados de la más absoluta libertad, además de estudiar desde los planos más elevados todas las opiniones políticas, religiosas, filosóficas y académicas, están moralmente obligados a participar en el discurso social, bajo las siglas que ellos elijan y que mejor se adapten a sus idearios y convicciones, sin olvidar los principios y los postulados de la Orden, que son, como sabemos, la Libertad, la Igualdad, la Fraternidad, la Tolerancia y el Progreso, bases que dan sustento a la Arquitectura Social Masónica.
[1] No ocurre así con las denominadas masonería anglosajonas, algunas de las cuales, por ejemplo la sueca, la suiza y la alemana, se declaran abiertamente cristianas. Los dirigentes de la masonería inglesa asisten a las celebraciones de los oficios de la Iglesia Anglicana, en calidad de líderes masónicos. Estas masonerías, pese a proclamarse como las únicas “regulares”, no observan plenamente los mandatos de las Constituciones de James Anderson de 1723. [2] Las Constituciones de Anderson son la norma con la que se constituye formalmente la primera Gran Logia del Mundo, la de Inglaterra, suceso que tuvo lugar en Londres, en el año de 1723. [3] Esta es una postura eminentemente personal. Cuauhtémoc Molina G.
https://demolay.wordpress.com/2006/10/
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