Orgullosos miembros de una Tradición maldita
Por Gabriel Jaraba
En los últimos tiempos estamos asistiendo a una emergencia de la presencia pública de la masonería en sus distintas versiones. Con iniciativas diversas, las obediencias españolas tratan de paliar la obligada ausencia de nuestra orden en la sociedad durante los años de dictadura y el desconocimiento de su labor, por ignorancia o por mala voluntad, en el momento actual. La persistente acción antimasónica no es, como creen algunos, una ideología a medida del dictador y de sus cómplices sino una parte central del pensamiento reaccionario español que dura ya por lo menos dos siglos, desde los albores de la ilustración y la modernidad. Y este pensamiento reaccionario subsiste en un nuevo autoritarismo que asoma hoy la patita por entre algunos ministerios, tribunales y corporaciones que forman parte de lo que ha dado en devenir el entramado institucional español de los últimos cuatro años.
Creo sinceramente que se equivocan quienes creen que el reconocimiento de la sociedad hacia la masonería puede darse si esta consigue ganar cierta respetabilidad a los ojos de esas instituciones o de quienes elaboran el relato hegemónico sociopolítico en vigor. Del mismo modo que creo que nuestro lugar está en el cielo abierto de la ciudad y no en las catacumbas de los que tienen toda la razón pero nunca consiguen hacerla vencer. Debemos ser prudentes y discretos, pero no olvidar que la corrección política ha sido una de las causas de la pérdida de hegemonía de las posiciones progresistas en toda Europa, y por lo que respecta a la masonería, un metal más que a veces traspasa las puertas de nuestros templos.
Creo que conviene que los masones llamemos las cosas por su nombre, sin que ello afecte a las líneas rojas que sabemos que no podemos sobrepasar en logia. La masonería no es, o no es tanto un think tank de expertos que puedan introducir propuestas o incluso acciones a una situación social concreta, sino un vivero en el que crecen y fructifican personas capaces de hacer aportaciones, cualesquiera que sean, que marquen la diferencia. La aportación concreta de la masonería a la sociedad son los francmasones mismos. Y no los francmasones en tanto que portadores de una idea o de una propuesta, puesto que la masonería es plural. Son los obreros del taller quienes salen al mundo a construir y no las logias o las obediencias, y el arte en el que se ejercitan en la logia no es tanto una aplicación concreta de la construcción sino un modo de realizarla. Un talante, una actitud, una manera. Seamos sinceros: toda organización humana que persigue un fin elevado tiende a tomarse a sí misma excesivamente en serio de modo que el incremento de tal seriedad acaba por neutralizar el estado de ánimo original que era propicio para subvenir al fin perseguido. Por eso corremos el riesgo de que nuestras tenidas parezcan misas, de que los puestos representativos los ocupen personas desprovistas de imaginación pero si dotadas de capacidad de repetición para sobrevivir a reuniones interminables y procedimientos tediosos. Y esa actitud que reclamo para nosotros constituye, a mi entender, la característica central de la tradición masónica moderna: la ironía, el sarcasmo o la insolencia incluso, la capacidad y voluntad de transgresión, el descaro, la irreverencia, la negativa a ajustarse a convencionalismos sociales. En una sola palabra: el humor.
La masonería no es una sociedad secreta ni una asociación discreta. La masonería es una tradición maldita. Maldita por los dogmáticos de todas las tendencias, maldita por las iglesias, por las instituciones, por los partidos y por todas las asociaciones mundanas, que recelan del peculiar olor que desprende nuestra fraternidad. Que es el viejo y conocido olor del azufre. No hemos sido excomunicados por los totalitarismos religiosos o políticos por mera casualidad sino por la razonable alarma ante el aroma que la masonería desprende: el aroma inconfundible del librepensamiento.
El librepensamiento, su estilo, su actitud y su penetrante olor está representado en la prueba de la tierra que experimentamos en la cámara de reflexión cuando nos introducimos en la iniciación a la masonería. La oscuridad, la soledad, la actitud reflexiva ante la muerte, la conciencia de la impermanencia de todo lo que existe, y por encima de todo ello, el gallo y el vitriolo: el orgullo y la corrosión del ser humano al que nada puede atar y nada tiene que perder ante la conciencia de que la perspectiva de la muerte nos hace iguales a todos. La libertad absoluta, pues, y la imposibilidad de que, pasada la iniciación masónica, alguien o algo pueda convertirnos en esclavos.
El malditismo masónico comienza, pues, a cocinarse en la cámara de reflexión, en la prueba de la tierra con motivo de la iniciación. La estética de esa cámara, vista con una mirada actual, parece un poco gore y afortunadamente lo es. Ahí está el gallo, con su lema “vigilancia y perseverancia”, un gallo tempranero que anuncia la luz del alba pero también un tipo orgulloso y chulo, con su cresta y espolones, dispuesto a soltar un picotazo si se le da la ocasión. El pan y el agua, que es dieta mínima para los encarcelados pero que para el iniciado es prueba de austeridad y emblema de que lo que pretende disminuirme me hace crecer. La sal, el azufre y el mercurio, que nos sugieren el llamamiento a ser “la sal de la tierra”; el azufre al que he aludido, que completa con su olor el sabor salado de lo que tiene condimento, y el mercurio, inquieto, siempre móvil e inaprehensible, el elemento de Hermes el de los pies alados, que es el dios de los buscadores, de los independientes e insojuzgables, pero también de los comerciantes que saben pactar para obtener provecho mutuo y, asimismo, aunque se olvide, dios de los ladrones y los tramposos, sigiloso y rápido, que aprovecha la ocasión para intervenir y decidir la partida. Y como colofón, V.I.T.R.I.O.L., el vitriolo corrosivo, culminación de la acidez máxima, símbolo de lo que cuestiona todo, todo pone a prueba y a todo somete al riesgo de la desaparición para que revele su verdadera naturaleza.
El masón es un constructor un tanto peculiar que mora en un lugar no menos peculiar. Una logia operativa es, por definición, un lugar techado, pero la logia simbólica tiene por cubierta el cielo estrellado. Trabajamos a la intemperie, a sol y serena, y además somos huérfanos: hijos de la viuda. Ni techo, ni madre, ni perrito que nos ladre. Recuérdese que la simbología mediterránea es, en general, irónica y humorística; Rómulo y Remo, fundadores de una civilización, eran hijos de una loba, lo que es una manera muy gráfica de decir que eran unos hijos de puta. Ahí ha estado durante siglos la loba capitolina, como emblema que declara orgullosamente la condición de los fundadores del imperio. Nosotros somos hijos de viuda, lo que según esa ironía mediterránea puede significar algo parecido a lo de los hermanitos romanos, olemos a azufre, no nos importa subsistir a pan y agua, estamos a la intemperie y con el mallo, el cincel y el vitriolo rompemos las cadenas de la esclavitud. Pero cuando nos aproximamos al final de la iniciación hacemos un pedido: pedimos la luz. Azufre y luz: los constructores masónicos son de una pasta especial, pues son luciferinos, hijos de Lucifer, nombre que significa el portador de la luz.
Constructores insubordinables y orgullosos miembros de una tradición maldita. Maldita por quienes nos quieren sujetos a valores socialmente consensuados en lugar de esgrimidores de virtudes conquistadas que sirven a la comunidad. Miembros de una tradición iniciática y no de una escuela, academia o iglesia, todas ellas respetables pero para nosotros no relevantes a efectos de nuestro trabajo y nuestro ánimo. Porque iniciático no alude a algo tradicional, conferido en una ceremonia que se ajusta a unas reglas antiguas. No es iniciático lo que atañe a la ampliación de nuestras ideas o comunica conocimientos por ilustración, sino aquello que compromete a todo nuestro ser a partir de una experiencia vivida intensamente, de manera personal, que deja una huella imborrable y que nos transforma de pies a cabeza. Lo iniciático no se aprehende como se aprende el conocimiento, el comportamiento, las habilidades; lo iniciático es lo que surge del corazón a partir de la experiencia directa. Eso es lo que quiere decir iniciático: lo que sólo puede ser comunicado por la experiencia tangible y viva, vivida con toda integridad, y que produce en nosotros cambios profundos. Por eso nuestro trabajo en logia es continuadamente iniciático: porque en la logia simbólica no se nos adoctrina, no se nos instruye ni se propician nuestras habilidades o competencias. No; en la logia se vive la experiencia iniciática que resulta de la experiencia del ritual y la conciencia de los símbolos, de la exposición directa y sin ambages de nuestra personalidad y de nuestra palabra a la personalidad y palabra de nuestros hermanos. Lo que cuenta en esa experiencia iniciática continuada es nuestra presencia física, directa, en logia. Lo dijo el poeta Walt Whitman: “Convencemos por nuestra presencia”. Y de todo ello resulta una regeneración moral, es decir, el surgimiento de nuestra virtud.
Esa experiencia iniciática continuada debe ser puesta a prueba por la acidez del vitriolo. Y el resultado del proceso se llama humor. Como discípulos de Hermes, nuestra actitud está presidida por el sentido del humor, que nos impide tomarnos demasiado en serio a nosotros mismos al mismo tiempo que hace que pongamos en cuestión la seriedad por lo menos aparente de lo que se nos pone delante. Como aprendices, sometemos la piedra bruta al trabajo del mallo y el cincel, es decir, las cualidades del humor: capacidad de incisión y penetración e impulso decidido y contundente. Nuestras tenidas se convierten en misas cuando olvidamos empuñar nuestros útiles de trabajo y de tener a mano el vitriolo. El intelectual católico inglés Gilbert Keith Chesterton lo dijo de un modo más suave: “Los ángeles pueden volar porque se toman a sí mismos muy a la ligera”. Recuérdese que ser católico en la anglicana Britania es también una forma de heterodoxia.
En mi opinión erramos al proponer o esperar que la masonería actúe corporativamente en el mundo social, u organice iniciativas profanas en este sentido. Si creo, sin embargo, que los francmasones pueden y deben inspirar y si es necesario liderar las empresas de cambio social que consideren correctas. Si no, nos pareceríamos a quienes dicen que la iglesia romana no debe hacer política mientras las conferencias episcopales se erigen en lobby condicionante de legislaciones, a la iglesia ortodoxa que impulsa la dictablanda de Putin a posiciones de máxima dureza en la represión o al ala derecha del protestantismo colombiano que ha boicoteado el proceso de paz. Pero lo que debemos aportar, repito, es nuestra actitud, una actitud de denuncia clara y contundente, por una parte, y por otra, de regeneración moral de la sociedad. Existe el riesgo ahora mismo entre las clases populares de que la exasperación se convierta en desesperanza y por tanto en inmovilismo; de que la indignación se convierta en odio y por tanto en fuerza autodestructiva, y de que el desánimo se convierta en descorazonamiento, sumiendo a la gente en una vida de baja calidad no sólo en lo material sino en la manera de vivirla día a día, para conseguir que la gente, asqueada, desesperada y finalmente temerosa, se avenga a someterse y a aceptar cualquier condición de vida que les sea propuesta e impuesta. ¿Acaso no estamos asistiendo ya a algo parecido a nivel parlamentario y electoral?
Nuestra actitud particular de librepensadores constructores, las acciones y los efectos de nuestras herramientas, una cierta manera de ser basada en la ironía, el humor y el cuestionamiento permanente. Las acciones y los efectos de la libertad, la igualdad y la fraternidad. La capacidad de trabajar a la intemperie sabiendo lo que nos hacemos y que lo que hacemos nos hace. La ironía, la acidez y el descaro de los que llaman a las cosas por su nombre y las muestran tal como son. Orgullosos miembros luciferinos de una tradición maldita que huelen a azufre y empuñan el mazo y el cincel. Para construir el templo de la humanidad, y también para abatir las ruinas y romper las cadenas que obstaculizan su erección. Ironía, humor y vitriolo. Y sobre todo humor, porque reír es también una forma de enseñar los dientes.
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