LAS OBLIGACIONES DEL INICIADO
Oswald Wirth
Al
animal le basta dejarse vivir y obedecer los impulsos de su naturaleza. Sus
determinaciones son automáticas sin necesidad de deliberar sobre sus actos. El
mismo estado de ignorancia se encuentra también en el niño no despierto aún a
la conciencia que le permitirá discernir entre el bien y el mal. Con el
discernimiento nace la responsabilidad y ésta nos impone ciertos deberes. Éstos
a su vez van tomando más y más incremento a medida que nuestra inteligencia se desarrolla:
quien comprende más perfectamente viene obligado a conducirse de diferente
manera que el bruto dotado sólo del instinto.
Ahora
bien: el Iniciado pretende penetrar ciertos misterios que escapan al vulgo; su
comprensión abarca mucho más y le es, por lo tanto, necesario someterse a
ciertas obligaciones menos indispensables para el común de los mortales. Para
lograr la Iniciación debemos conocer estas obligaciones especiales y
comprometernos por adelantado a conformarnos escrupulosamente a las mismas.
¿Cuáles son, pues?
En
primer lugar se exige de todo candidato a la iniciación la estricta observancia
de la ley moral. Hay que entender por esto que el futuro iniciado debe observar
una conducta irreprochable y gozar de la estima de sus conciudadanos. Por otra
parte, la moral humana no tiene reglas absolutas y sufre variaciones, según el
ambiente y por tanto, debe todo iniciado conformarse a los usos corrientes de
la sociedad. Su deber primordial es vivir en buena armonía con sus
conciudadanos y observar escrupulosamente las leyes que regulan la vida en
común.
El
iniciado no se las dará, pues, de superhombre desdeñoso de la moral ordinaria,
ni se considerará eximido de ninguna de las obligaciones que pesan sobre el
hombre sencillamente honrado; lejos de querer aligerarse de la carga
normalmente impuesta a todos, se conforma, todo al contrario, en aumentarla en
proporción de sus fuerzas tanto morales como intelectuales.
La
iniciación no nos instruye de balde ni siquiera por el gusto de instruir.
Ilumina a quien quiere trabajar, a fin de que el trabajo pueda llevarse a cabo.
Empecemos por aceptar un trabajo, luego demos prueba de celo y de constancia en
su cumplimiento y tendremos entonces derecho a la instrucción necesaria; pero
nada recibirá quien no tenga derecho a ello.
De
nada sirven las trampas en esta materia, y quien no merece la instrucción no la
recibe. Podrá sin duda alguna imaginarse haber aprendido, pero en este caso no
será más que el miserable juguete del falso saber de los charlatanes del
misterio. La iniciación verdadera no quiere deslumbrar a la gente con un brillo
ficticio; es austera y nadie la puede lograr sin antes haberla buscado en la
pureza de su corazón. Al candidato se le pregunta: ¿En dónde fuisteis preparado
para ser recibido Francmasón? y debe responder: en mi corazón. En efecto, uno
debe estar bien resuelto al sacrificio anónimo y no desear otra recompensa que
la satisfacción de colaborar en la Magna Obra.
En
verdad, no puede aspirar el hombre a más elevada satisfacción, ya que por su
participación en la Magna Obra tiene conciencia de divinizarse. Desanimalizar
la criatura consciente para hacerla divina, he aquí el resultado e tiende la
iniciación y, por lo tanto, lo menos que se puede exigir del postulante en que
observe en la vida irreprochable conducta y sepa permanecer honrado en el
lugar, por modesto que sea, que ocupa entre sus conciudadanos. Deberá
justificar sus medios de existencia, la lealtad de sus relaciones y no se
admitirá que se burle del prójimo ni que trate a la ligera una promesa hecha
bajo el imperio de la pasión. Sufrir honradamente las consecuencias de sus
actos sin esquivar cobardemente sus resultados es conquistar la simpatía de los
Iniciados y merecer su ayuda para sortear las dificultades.
Una
vez satisfechas las condiciones previas de moralidad, garantizadas por el buen
renombre del candidato, su primera obligación formal concierne a la discreción:
debe comprometerse a guardar silencio en presencia de los profanos, puesto que
la Iniciación confía secretos que no deben ser divulgados.
Se
trata en primer lugar de un conjunto de tradiciones que no deben caer en el
dominio público. Son, en su mayor parte, señas convencionales por medio de las
cuales se reconocen entre sí los iniciados. Resultaría deshonroso el
divulgarlas, y todo hombre pundonoroso debe guardar los secretos que le han
sido confiados.
Además,
el indiscreto resultaría culpable de impiedad, hasta el punto que los
verdaderos misterios no le podrían ser revelados en manera alguna.
En
efecto, los pequeños misterios convencionales son sencillamente los símbolos de
secretos mucho más profundos y debe el iniciado descubrirlos de conformidad con
el programa de Iniciación.
Estamos
ahora muy distantes de las palabras, actitudes, gestos o ritos más o menos
complicados. Todo cuanto afecta nuestros sentidos no puede en modo alguno
traducir el verdadero secreto y nadie lo ha divulgado jamás, por ser de orden
puramente espiritual. A fuerza de profundizar, el pensador concibe lo que no
llegará a penetrar nadie sin observar cierta disciplina mental; esta disciplina
es la de los iniciados.
Por
medio de las alusiones simbólicas pueden comunicarse entre sí sus secretos,
pero nada absolutamente podrá entender quien no esté preparado para
comprenderlos; por otra parte, nada hay tan peligroso como la verdad mal
comprendida, y de aquí la obligación de callar impuesta a los que saben.
Enseñad
progresivamente, de acuerdo con las reglas de la iniciación, o de lo contrario
callad. Sobre todo cuidad de no hacer alarde de vuestro saber. El Iniciado es
siempre discreto: nunca pontifica, huye del dogmatismo y se esfuerza en todas
las circunstancias y en todo lugar para encontrar una verdad que sabe en
conciencia no poseer.
Bien
al contrario de las comunidades de creyentes, la Iniciación no impone artículo
alguno de fe y se limita a colocar al hombre frente a lo comprobable,
incitándolo a adivinar el enigma de las cosas. Su método se reduce a ayudar al
espíritu humano en sus esfuerzos naturales y espontáneos de adivinación
racional. Opina, además, que el individuo aislado se expone a un fracaso al
aventurarse con temeridad en el dominio del misterio. Esta exploración es
peligrosa, el camino está erizado de obstáculos, y a ambos lados abundan los
abismos. Quien emprenda solo el viaje, corre el riesgo de detenerse muy pronto,
pero hay que tener en cuenta que nadie quedará abandonado a sus propias fuerzas,
si merece asistencia, por ser la ayuda mutua el primer deber de los iniciados.
Tened
las creencias que mejor os parezcan, pero sentíos solidarios de vuestros
semejantes. Tened la firme voluntad de ser útil, de desarrollar vuestra propia
energía para investirla en bien de todos; sed completamente sinceros con
vosotros mismos en vuestro deseo de sacrificio y entonces tendréis derecho a
que los guías que aguardan en el umbral sagrado, vengan a dirigir a los
legítimos impetrantes.
Pero
es necesario dejarse guiar con confianza y docilidad, fortalecido por esta
sinceridad que impone el respeto y también lleva consigo responsabilidades de
mucha gravedad. Se establece un verdadero pacto entre el candidato y sus
iniciadores: si llena éste los previos requisitos, deben ellos dispensarle su
protección y preservarle de los tropiezos que pudieran apartarle del camino de
la luz.
Tened
bien en cuenta que los guías permanecen invisibles y se guardan de imponerse.
Nuestra actitud interina puede atraerlos y acuden a la llamada inconsciente del
postulante deseoso de soportar las cargas que impone la Iniciación. Todo
depende de nuestro valor, no en sufrir unas pruebas meramente simbólicas, sino
para sacrificios sin reservas.
No
puede uno iniciarse leyendo, ni asimilándose unas doctrinas por sublimes que
sean. La Iniciación es esencialmente operante; requiere gente de acción y
rechaza los curiosos. es preciso consagrarse a la Magna Obra y querer trabajar
para ser aceptado como aprendiz en virtud de un contrato tan formal en realidad
como si llevara estampada vuestra firma.
Las
obligaciones contraídas son el punto de partida de toda verdadera iniciación.
Guardaos, por tanto, de llamar a la puerta del Templo, si no habéis tomado la
decisión de ser de aquí en adelante un hombre diferente, dispuesto a aceptar
deberes mayores y más imperativos que los que se imponen a la mayoría de los
mortales. Todo fuera ilusión y engaño al querer ser iniciado gratuitamente sin
pagar de nuestra alma el privilegio de ser admitidos a entrar en fraternal
unión con los constructores del gran edificio humanitario cuyo plano ha trazado
el Gran Arquitecto del Universo.
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