De los constructores sagrados a los masones operativos 1 de 3
Hurtado Amando.
Los seres
humanos somos gestados y
“vivimos” la primera parte de nuestra existencia dentro de un
recinto: el claustro materno. En
él recibimos cuanto necesitamos para existir, y parece ser que, casi
siempre, es traumatizante
abandonarlo. Ante las inclemencias de la intemperie y las agresiones
externas, los hombres buscamos
normalmente un “claustro” en el
que refugiarnos, ya sea aprovechando cavidades naturales o creando esas
cavidades y recintos con
elementos diversos, es decir,
construyéndolos.
El de la
construcción es, pues, un arte casi tan
antiguo como nuestra especie. El
sentimiento religioso, que es
previo e independiente en su origen respecto a cualquier religión positiva, también lo es. La
religiosidad humana es el
sentimiento de vinculación con la
naturaleza y con el universo que el Hombre lleva en sí mismo como ser
consciente de su propia existencia. De ahí que la
construcción haya estado siempre vinculada con lo que es “sagrado” para el hombre
a lo largo de su historia. Lo
sagrado (del latín sacrum = delicado, separado)
es aquello que dedica a algo específico, lo consagrado
a un fin determinado, como expresión
tangible de la ligazón o relación
entre el hombre y algo que éste
considera que le trasciende.
La arqueología pone
de relieve, en cualquier parte del
planeta habitada desde épocas remotas,
la existencia de edificaciones que no podemos sino considerar sagradas (en el sentido
expuesto), ya se trate de menhires, dólmenes, zigurats o pirámides.
La finalidad a que se
dedicaban no era ni suntuaria
ni exclusiva o claramente utilitaria, sino la de
servir a la comunidad expresando aspiraciones sociales
relacionadas con alguna dimensión humana
que trascendía lo utilitario
cotidiano. Tenemos testimonio de
rituales de consagración de determinadas
construcciones en todas las civilizaciones y se siguen consagrando en nuestros días, no
sólo edificios dedicados a cultos
religiosos, sino
edificaciones civiles,
siguiéndose para ello rituales más o menos estereotipados que tienen su origen en épocas
muy remotas.
Un edificio
es siempre una obra simbolizadora, al mismo tiempo que
funcional, ya que se
dedica o consagra siempre a un
fin, teniendo en cuenta valores psicológicos y necesidades materiales
de quienes van
a habitarlo o utilizarlo. Por ello, los
constructores de edificios
sagrados ocuparon un puesto muy importante en las sociedades a las que
pertenecían. La finalidad de
toda edificación es acotar un
espacio destinado a algo. La
palabra latina templum significa eso precisamente: espacio acotado o
delimitado. Especialmente
sagrados, por la dedicación que se
les daba, eran
los templos religiosos.
La construcción de un
templo presuponía y presupone una
serie de conocimientos y convicciones que los constructores plasman
de diversas maneras en lo que construyen. En la Antigüedad, los verdaderos
templos no se construían nunca en cualquier parte, sino en lugares
específicos en los que algún acontecimiento especialmente interesante
ocurría o había ocurrido. Por ejemplo, una teofanía o manifestación de lo que los
hombres de cada época han venido
considerando “trascendente”,
o bien una manifestación de carácter
natural que, por su particularidad, se adoptaba como símbolo de esa trascendencia. En todo caso, quienes
concebían y desarrollaban tales
construcciones debían poseer convicciones
y conocimientos. Las convicciones y las “creencias” inspiraban la imagen
previa, el diseño espiritual de lo que s e deseaba construir, haciendo a menudo necesario el análisis
del suelo, del subsuelo,
de las condiciones climáticas,
de fenómenos geográficos y meteorológicos, del
movimiento de la Tierra en
relación con el Sol, con la Luna, etc. Todo
ello realizado mediante un “saber
hacer” cualificado, que trasciende el
mero aspecto técnico del oficio de la
construcción.
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