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lunes, 15 de agosto de 2016

SECRETO Y DISCRECIÓN

ALDO LAVAGNINI


La disciplina del silencio es una de las enseñanzas fundamentales de la Masonería. Quien habla mucho piensa poco, ligera y superficialmente, y la Masonería quiere que sus adeptos se hagan más bien pensadores que habladores.

No se llega a la Verdad con muchas palabras ni discusiones, sino más bien con el estudio, la reflexión y la meditación silenciosa. Por consiguiente, aprender a callar es aprender a pensar y meditar. Por esta razón la disciplina del silencio tenía una importancia tan grande en la escuela pitagórica, en donde a ninguno de los discípulos se le permitía hablar, bajo ningún pretexto, antes de que hubiesen transcurrido los tres años de su noviciado, período que corresponde exactamente al del aprendizaje masónico.

Saber callar no es menos importante que saber hablar, y este último arte no puede aprenderse a la perfección antes de habernos adiestrado en el primero, rectificando por medio de la escuadra de la reflexión todas nuestras expresiones verbales instintivas.

En el silencio las ideas se maduran y clarifican, y la Verdad aparece como la Verdadera Palabra que se le comunica en el secreto del alma a cada ser. El Arte del Silencio es, pues, un arte complejo, que no consiste únicamente en callar la palabra exterior, sino que se hace realmente completo con el silencio interior del pensamiento: cuando sepamos acallar el pensamiento es cuando la Verdad puede íntimamente revelarse y manifestarse a nuestra conciencia.

Para poder realizar esta disciplina del silencio, también hemos de comprender el significado y el alcance del secreto masónico. Dado que el masón tiene que callarse ante las mentalidades superficiales o profanas sobre todo aquello que únicamente los que se han iniciado en su comprensión pudieran entender y apreciar.

Por otro lado, los signos y medios de reconocimiento, y todo cuanto se refiere a los trabajos masónicos, deben conservarse en el secreto más absoluto, puesto que de este secreto depende la perfecta aplicación, utilidad y eficacia de los mismos. Son éstos los medios exteriores o materiales con los cuales está formada y se suelda y se hace efectiva la mística cadena de solidaridad que, con la Masonería, abraza toda la superficie de la tierra.

Ninguna razón justificaría que el masón violara el secreto al que se obligó con solemne juramento, sobre la manera de reconocerse entre los masones y el carácter de sus simbólicos trabajos, ni aún cuando lo creyere útil para su propia defensa o en defensa de la Orden.

Como siempre lo hicieron los iniciados, los masones deben soportar estoicamente y dejar sin contestación las acusaciones y calumnias de las cuales fueran objeto, esperando con tranquila seguridad que la verdad triunfe y se revele por sí misma, por la propia fuerza inherente en ella, como siempre inevitablemente tiene que suceder.

El iniciado debe, pues, renunciar siempre a su propia defensa, cualesquiera que puedan ser las acusaciones y ofensas que se le hagan. Más bien debe estar dispuesto a sufrir, si es necesario, una condena inmerecida: Sócrates y Jesús, entre otros, son dos ejemplos luminosos, cuyo martirio se ha transmutado en apoteosis. La verdad, que silenciosamente atesta con su conducta, se hará sin embargo, de por sí, su defensa segura e infalible.

En lo que se refiere al ritual masónico, es cierto que buena parte de las formalidades en uso en la Sociedad no permanecieron enteramente secretas. Pero es igualmente cierto que no pueden ser de utilidad verdadera sino para los masones, que de la misma manera que los instrumentos del arte determinado sólo sirven para los obreros expertos y capacitados en el arte. La gran mayoría de las obras que tratan de Masonería siempre caen, directa o indirectamente, en las manos de masones que, por otro lado, son los únicos capacitados para realmente entenderlas.

Así pues, es deber del masón cuidar que se observe el secreto también en aquellas partes del ritual masónico que puedan haber llegado a conocimiento del público, absteniéndose igualmente de negar como de afirmar la autenticidad de las pretendidas revelaciones que se encuentran en obras que tratan de nuestra Institución, y que muchas veces revelan supina ignorancia además de superficialidad.Y en cuanto al verdadero “secreto masónico”, su naturaleza esotérica lo pone para siempre al abrigo de los espíritus superficiales, tanto fuera como dentro de nuestra Sociedad. Aunque pueda hablarse de este secreto con toda claridad en las obras del género de la presente, quien escribe sabe bien que su comprensión y entendimiento no pueden ir más allá de lo que haya destinado la Oculta Jerarquía que gobierna la Orden: los que leen y entienden o bien son masones deseosos de conocer el oculto significado del simbolismo de nuestro Arte, o bien lo son en espíritu y no dejarán de hacerse buenos masones cuando la ocasión se les presente. 

Para los espíritus superficiales estas obras no ejercerán atracción alguna. La discreción del masón que entiende los secretos del Arte debe ejercerse también con sus hermanos que no poseen todavía la suficiente madurez de espíritu, que es condición necesaria para que pudieran hacer un uso provechoso de sus palabras.

La Verdad no sirve y no puede ser recibida por quien no se halle todavía en condición de entenderla, o prefiera vivir en el error: todo esfuerzo que hagáis para convencerlo se transmutará en vuestro personal perjuicio. Dejad, pues, en paz a todos aquellos hermanos sinceros, y muchas veces entusiastas, que entienden la Masonería a su manera, con espíritu semiprofano, y se esfuerzas en practicarla con buena voluntad, en la medida de su entendimiento.

El masón que conoce la verdadera palabra debe estar siempre dispuesto a dar la letra que corresponde, cuantas veces le sea pedida. Pero debe esperar siempre que esta letra le haya sido directa o indirectamente pedida y hacer que su letra se halle en perfecta correspondencia y armonía con la letra encontrada y dada como pregunta. A cada cual se le contesta cuando se juzga necesario, según las ideas que el mismo ha expresado: no hacerse comprender bien es dañoso igualmente para quien habla y para quienes escuchan.


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