EL CONOCIMIENTO PERDIDO DE LA HISTORIA I
Recopilado por Herbert Oré B.
Recopilado por Herbert Oré B.
Gran parte de la antigua literatura que podía haber llegado a nuestras manos fue destruida por el fuego, bien intencionadamente, bien por pura casualidad. Los «libros» antiguos eran largos papiros o rollos de pergamino conservados en las bibliotecas de algunas de las principales metrópolis o palacios de las ciudades y sólo podían ser copiados a mano, siempre que se tuviese permiso para ello y se dispusiese de un escriba lo suficientemente culto para llevar a cabo dicha labor.
Esto tenía el defecto de limitar el número de ediciones de cualquier manuscrito original, haciendo más vulnerables las obras maestras a la pérdida y destrucción. Muchas bibliotecas antiguas fueron destruidas por el fuego o el pillaje, incluyendo la de Persépolis, capital del Imperio persa, arrasada y quemada cuando fue conquistada por Alejandro Magno; la destrucción de los libros fenicios y cartagineses de la biblioteca de Cartago por los romanos en el año 146 a. C, y los últimos saqueos de Roma y otras ciudades del tambaleante Imperio romano, aparte de los continuos y subsiguientes pillajes de Constantinopla.
La destrucción de los antiguos manuscritos continuó con el descubrimiento y conquista del Nuevo Mundo cuando Diego de Landa, obispo de Yucatán, a principios del siglo XVI, ordenó quemar todas las antiguas crónicas mayas que se encontraron en México (que por estar escritas en corteza de árboles ardieron en seguida).
Destruyó, por lo tanto, cualquier posible clave para interpretar y leer los jeroglíficos esculpidos en piedra y los tres libros que sobrevivieron al fuego (que actualmente son cuatro, ya que en 1971 apareció otro, procedente de una fuente «confidencial»).
Debemos hacer hincapié en que el obispo Diego de Landa se interesó al principio por el material que había destruido, y luego, mediante un confuso embrollo de investigación arqueológica, inventó un alfabeto imaginario consultando a los mayas supervivientes, los cuales le dijeron todo lo que él quería saber por temor a ser asesinados. (El sistema maya de escritura consistía en jeroglíficos, no en letras, de los cuales incluso hoy día sólo podemos interpretar unos pocos.) Este «alfabeto» maya, que nunca existió, ha sobrevivido para crear una enorme confusión entre algunos investigadores del siglo pasado, como cuando fue utilizado por dos filólogos franceses para «traducir» una parte de un «libro» maya superviviente, el Códice Troano. Estos dos científicos, Brasseur de Bourbourg y Auguste le Plongeon, pensaron que el pasaje estudiado describía el hundimiento de la «Tierra de las Colinas de Arcilla, Mu... en el océano, junto con sus sesenta y cuatro millones de habitantes... hace 8.060 años...», lo que nos hace recordar la frase que el historiador Robert Silverberg aplicó a un caso parecido: «...tiene toda la fascinación de una mente lunática; es como un monstruoso puente construido con palillos de dientes...»
Existen poderosos indicios de que ciertos conocimientos astronómicos y científicos eran conocidos en el pasado cuando, de acuerdo con lo que consideramos la capacidad técnica de la era, no podía haber forma de hacer las necesarias observaciones para tal descubrimiento. Máxime si tenemos en cuenta que gran parte de estos conocimientos parecen proceder de un estadio extremadamente remoto de desarrollo o bien que fueron conocidos por razas y naciones a partir de sus más tempranos períodos culturales, como si poseyesen estos conocimientos cuando comenzó su propia cultura, en lugar de haberlo ido desarrollando paulatina y lentamente.
Existen claros indicios de que los babilonios y otros pueblos antiguos sabían mucho más de astronomía que todas las razas que les siguieron después durante el período comprendido (de varios cientos de años) entre el lejano pasado y el Renacimiento. Parte de estos conocimientos fueron tempranamente adquiridos o heredados para luego ser transmitidos, a veces como leyenda, y resurgir en lugares y épocas en que lógicamente eran imposibles. Por ejemplo, se considera improbable que los babilonios utilizasen telescopios, y, sin embargo, sin la utilización de estos instrumentos que no podían haber conocido, existen algunos manuscritos en los que nos describen numerosos detalles sobre los astros que actualmente han sido comprobados como exactos.
Uno de los pioneros en el estudio de las primeras civilizaciones de Mesopotamia, el profesor Rawlinson, quedó sorprendido cuando descubrió que los babilonios conocían ciertos detalles insospechados sobre los planetas. Rawlinson nos dice lo siguiente en uno de sus libros: «...Existe la evidencia de que los babilonios habían observado los cuatro satélites de Júpiter, como asimismo poderosas razones para creer que estaban familiarizados... con los siete satélites de Saturno...»
Los libros babilónicos, redactados con escritura cuneiforme eh cilindros de arcilla calcinada, nos hablan de los «cuernos de Venus», que nosotros describimos como las fases de Venus. Pues bien, ello no puede ser visto sin la ayuda de un telescopio.
La constelación que nosotros seguimos denominando Escorpión, como la llamaban en tiempos antiguos, no se parece exactamente a un escorpión, excepto cuando la observamos con un telescopio y cuando dentro de ella existe un cometa, lo que le da el aspecto de una «cola» de escorpión. Resulta verdaderamente extraño que el escorpión fuese descrito por la palabra maya correspondiente a este animal, lo que significa que se trataba de una tradición compartida o bien que los primeros mayas disponían de algunos medios para observar la cola del cometa desde sus observatorios sólidamente construidos y exactamente orientados en las selvas.
Los conocimientos científicos adquiridos pueden tomar la forma de leyendas en el curso de los años. Los babilonios y sus predecesores, los sumerios, lo mismo que otras razas mucho más antiguas, observaron la forma y la reaparición mensual de las constelaciones zodiacales, dándoles nombres de gentes, cosas o animales que incluso hoy día son considerados importantes para muchas personas.
Quizá fue en los claros cielos nocturnos del desierto donde el hombre empezó a estudiar por primera vez el curso y la influencia de la Luna, las estrellas y los planetas; una ciencia que, en parte, contribuyó al desarrollo de las matemáticas, la cronología y al establecimiento del calendario.
Un libro babilonio de astronomía nos dice que «las estrellas adoptan la forma de animales» con el fin de poder recordarlas mejor e identificarlas; y, cuando el nivel cultural de los pueblos disminuye, se convierten en animales, héroes o dioses.
Una leyenda muy corriente en la Antigüedad nos habla de Urano comiendo y luego vomitando a sus hijos. Pues bien, esta leyenda oculta un hecho científico hoy día de todos conocidos: gracias a los modernos telescopios podemos observar que Urano cubre realmente a sus satélites durante cierto período de tiempo, los cuales vuelven a ser visibles de nuevo cuando giran y salen por el otro lado. Es decir, que alguien observó este hecho hace miles de años utilizando alguna especie de aparato óptico, pero lo suficientemente potente como para apreciar este detalle.
Los babilonios, que eran capaces de resolver ecuaciones simultáneas, estaban familiarizados con el concepto del cero y manejaban fácilmente enormes cantidades (de 15 a 20 cifras) que utilizaban para calcular fechas y períodos de tiempo en una escala cósmica. Además del sistema decimal y de la multiplicación por 20, los babilonios o sus predecesores nos legaron el sistema del 12 o 60, no sólo conveniente para los minutos, horas, meses y años, sino de mayor aplicación que el sistema decimal para calcular divisiones, dado que el 12 tiene más divisores que el 10.
Probablemente, la importancia del número 12 le fue sugerida a los astrónomos prehistóricos al considerar las doce constelaciones zodiacales, como asimismo al darse cuenta de la importancia y extraordinaria utilidad de este número, inspirado en lo que observaban en los cielos. Todo ello debió parecer a los primeros astrónomos un mensaje de los dioses.
En cuanto a las matemáticas más avanzadas, el cero puede considerarse como el ingrediente secreto. Las civilizaciones más antiguas lo conocían, y a menudo, en los períodos de decadencia cultural, lo olvidaban. Los babilonios utilizaban el cero, escribiéndolo mediante un espacio en blanco (un sistema muy idóneo para expresar «nada»), pero su uso desapareció eventualmente, un fenómeno retrógrado que también ocurrió en China. Los antiguos indios, a quienes se atribuye su «invención», conocían el cero y lo mantuvieron hasta que, a través de los árabes, fue transmitido de nuevo al Oriente Medio y finalmente a Europa.
Pero en un lugar completamente antípoda de la India, encontramos la utilización del cero en las ciudades y observatorios mayas durante miles de años. Los mayas fueron quizá los más destacados astrónomos de la América precolombina, pues todos los pueblos y tribus parecían estar muy interesados en el estudio de los cielos. Los mayas, o quizá sus predecesores, los olmecas, fueron de todos los pueblos antiguos, los que más se acercaron al cálculo de la exacta duración del año solar; ello se ha podido llevar a cabo en nuestra civilización y en una época relativamente reciente. La verdadera duración del año solar es de 365,2422 días, y los mayas, gracias a unos métodos aún desconocidos por nosotros, llegaron a establecerlo en 365,2420, una diferencia apenas significante.
La Puerta del Sol, en Tiahuanaco (Bolivia), inexplicablemente tallada en un solo bloque de piedra de un peso superior a las diez toneladas. Lo que puede considerarse un logro astronómico de suma importancia es la sólida puerta de piedra, de diez toneladas de peso, situada en una altiplanicie de 3.965 metros de altura, en Tiahuanaco (Bolivia); una puerta solitaria que no conduce a ningún sitio. Grabado en la misma, se encuentra un sistema de diseños que se cree está relacionado con la posición de la Luna durante las distintas horas del día, como asimismo unas señales relacionadas con los equinoccios y solsticios.
Los movimientos reales y aparentes de la Luna se hallan indicados en esta gigantesca mole pétrea, demostrando asimismo, por parte de los que la esculpieron, una absoluta indiferencia en cuanto a la rotación de la Tierra. Aún no ha sido establecida la antigüedad de Tiahuanaco, pues incluso los indios aymarás que encontraron los conquistadores españoles en aquellas tierras ignoraban quién había construido aquella gigantesca puerta pétrea, a menos que fuesen los dioses.
La forma aproximadamente redonda de la Tierra era conocida y aceptada en períodos remotos de la civilización y en los más apartados rincones del mundo. Un antiguo libro hindú, el Surya Siddhanta, describe la Tierra como un planeta con armónicos términos de relatividad: «...En todos los sitios de la esfera, los hombres creen que su lugar está arriba. Pero dado que se trata de una esfera en el vacío, ¿cómo puede haber un "abajo" y un "arriba"?»
En la India se han descubierto unos antiguos manuscritos que demuestran que aquel pueblo estaba familiarizado con muchas partes del mundo, incluyendo lugares tan exóticos y distantes como Irlanda.
Según las inscripciones jeroglíficas de Sakara, en el antiguo Egipto, a los niños se les enseñaba que el mundo era redondo. El gran científico griego Eratóstenes (siglo III a. C), midiendo el ángulo del sol a mediodía en Siena y Alejandría, consiguió calcular la circunferencia de la Tierra, equivocándose sólo en unos cuantos cientos de kilómetros. La mayoría de las mediciones de los antiguos mapas marítimos podían haber sido hechas teniendo en cuenta la redondez de la Tierra.
Resumen tomado de: MISTERIOS DE LOS MUNDOS OLVIDADOS - CHARLES BERLITZ.
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