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lunes, 1 de octubre de 2012

HERBERT ORE: LOS CELTAS



Escribe: Herbert Oré B.

El pueblo celta, uno las más grandes y guerreras poblaciones de Europa, provienen, según algunos escritos, de Asia y otros de la zona de Grecia. Fuese de la manera que fuese, desde antes del 1.400 a.C. los celtas ya era una gran pueblo. Se sabe que parte de Europa Occidental, Irlanda, Escocia, Gales, la Bretaña, Normandía, la Isla de Mann, Cornualles y el Norte de España ya era por entonces celta. Lo más curioso, es que poca gente sabe que en el S.O del Mar Negro, dentro del territorio de la actual Turquía y en Bulgaria, ya había durante los siglos V y VI a.C pueblos celtas. Después con el paso del tiempo se llegaría a extender prácticamente por toda Europa.

La palabra “celta” viene de la palabra “Keltoi” relacionada con el vocabulario griego y que daba utilidad para definir a un gran pueblo bárbaro.

Concentrando toda la civilización céltica, los druidas acumulaban funciones de sacerdotes, médicos, hechiceros y jueces. Desde el punto de vista religioso, en su ciencia se mezclaban los conocimientos humanos y la adivinación. Como tales, se parecían a los brahmanes y a los magos del Irán. El poder de los druidas estaba relacionado con la encina, de la que recogían el muérdago con hoces de oro, vestidos de blanco, mientras los bardos salmodiaban cantos sagrados. A veces, en la profundidad de sus bosques consagrados a la Luz, a las Fuentes o al Sol, rendían un culto extraño a la naturaleza. Sobre unos altares formados con tres bloques de piedra, herencia neolítica, sacrificaban animales a sus dioses.

Los druidas eran, además, educadores de la juventud. Enseñaban la historia de la raza céltica, nociones dé física y de astronomía, algunos conocimientos sobre las plantas, recetas mágicas y, en especial, su doctrina sobre la inmortalidad del alma.

Según la religión céltica, la muerte sólo era un cambio; después de ella, la vida continúa con sus formas y sus bienes en el otro mundo. De ahí el culto a los antepasados que son a la vez héroes y dioses, y viven en el país de los bienaventurados.

La literatura céltica, o al menos la que conocemos a través de Irlanda, responde a las preocupaciones religiosas populares. El misterio domina hasta tal punto que no se sabe nunca bien si se trata de hombres o de espíritus. Otros largos relatos ofrecen aspecto precursor de los cantares de gesta. Debido a la trasmisión oral, la mayoría de sus personajes se han perdido o han sido transformados, pero es indudable que los celtas crearon ciertos héroes occidentales, como por ejemplo el rey Arturo, Tristán e Isolda y otros.

El genio céltico aparece también en su arte. El amor a la belleza presidió sin duda la concepción de objetos tales como el vaso de Gundestrup o el caballero persiguiendo un jabalí. El arte decorativo se manifiesta sobre todo en orfebrería, armería, cerámica y esmalte. La espiral aparece a menudo y algunos creen que simboliza el ritmo alterno de la evolución y la involución, el nacimiento y la muerte: lo infinito. (Carl Grimberg, Historia Universal, Tomo III Roma, Pág. 103).

Los celtas amaban la cultura y por cuestiones de defensa llegaron a crear un arte en la guerra. Se manejaban mediante clanes, cimentando matrimonios entre ellos para crear grupos leales a un mismo señor, como ocurrió en Escocia. De los vikingos aprendieron también a navegar, a moverse y a defender su territorio. Los celtas fue un pueblo que perdió mucho durante la época del Imperio Romano, aunque hoy sabemos que nunca los romanos llegaron a invadir Irlanda, el último bastión del mundo celta de la Europa Occidental. Los romanos acabaron con los pueblos celtas, fueron verdugos de éste pueblo desde la época de Julio Cesar. Roma impuso un ejército considerable, eficaz y sin complejos. Los romanos se creyeron el pueblo más superior de la tierra y determinaron acabar con cualquier pueblo bárbaro que se opusiera a su expansión. En el año 80 d.C. Agrícola, general romano consideró la invasión de este país

En el año 476 finaliza el imperio romano de Occidente. Una gran página de la historia ha quedado definitivamente atrás. En este gran caos, los hombres que siguen pensando que la vida tiene sentido no lo buscan ya en Roma: se vuelven hacia Irlanda, patria inviolable del celtismo que, sin embargo, entreabre sus puertas al cristianismo traído, una vez más, por los monjes. Su encuentro con los albañiles culdeos es positivo; los culdeos son ahora monjes constructores organizados en colegios. Admiten el matrimonio y no reconocen la autoridad suprema del papa romano, al que considera un simple obispo. Entre los culdeos están los descendientes de los druidas y de los bardos celtas, cuya vocación cristiana fue, sobre todo, un modo de pasar desapercibidos. Pese a estas restricciones, los monjes procedentes del continente y los constructores autóctonos se entienden a las mil maravillas para crear grandes ciudades enteramente monacales. Algunos barrios son atribuidos a los maestros albañiles y a los maestros carpinteros que gozan, así, de cierta autonomía. Necesitan a los monjes, los monjes los necesitan a ellos. Se trata de edificar una nueva civilización con la fe cristiana y de construir edificios sagrados y profanos para que los hombres recuperen un equilibrio social.

Los celtas se dividían en clanes y eran gobernados por príncipes o reyes, muchos de origen vikingo, en las mayores provincias como Munster, Connaught, Ulster, Meath o Leinster, también llamados Tuatha “Reinos”. Estos reinos no eran hereditarios sino electivos. Se elegían rey para un periodo determinado de tiempo o en algunos casos, hasta que éste muriera. Luego se volvían a reunir y a elegir a otro

La herencia celta está presente siempre en el ánimo de estos albañiles. Recuerdan el hábito blanco ritual de los druidas, sus maestros espirituales, los ritos iniciáticos donde el profano entra en una piel de animal muriendo para el «hombre viejo» y renaciendo para el «hombre nuevo». En las asambleas de constructores, se lleva un delantal. Si alguien interrumpe con la voz o el gesto al que tiene la palabra, un dignatario que se encarga de este oficio avanza hacia el mal albañil y le presenta su espada. Si se niega a callar, el dignatario le dirige dos nuevas advertencias. Finalmente, corta en dos su delantal. El miembro indigno es entonces expulsado de la comunidad; tendrá que rehacer con sus propias manos otro delantal antes de poder asistir de nuevo a las reuniones. (Jack Christian, La Masonería Historia e Iniciación, Ediciones Martínez Roca SA, Madrid Mayo 2004, Segunda Edición, Pág. 43)

El celtismo es también Lug, el dios de la Luz señor de todas las artes. Se manifiesta en la persona del jefe del clan, poseedor del mazo. La iniciación se traduce, primero, en la práctica de un oficio y nadie es admitido en Tara, la Ciudad Santa de Irlanda, si no conoce un arte. En Tara, la sala de los banquetes rituales se denomina «morada de la cámara del medio»; recordemos que el consejo de maestros francmasones se denomina «cámara del medio». A través de los monjes culdeos, el gran aliento de la iniciación céltica da una intensa vida a la expresión cristiana; encontrará su más perfecto símbolo en la figura de Merlín el Mago, del que se olvida a menudo que fue Maestro de Obras. Recurrió a guerreros y artesanos para transportar piedras procedentes de Escocia y de Irlanda para construir un gigantesco cementerio en honor del rey Uter Pendragon. Merlín enseñó a los constructores que el espíritu debe prevalecer siempre sobre la fuerza y que sólo el Maestro de Obras, el mago de la piedra, es capaz de llevar a cabo la Obra Total.

En el siglo VI, Bizancio es la que da a las cofradías artesanales ocasión de expresar su genio: de 532 a 537, se erige Santa Sofía la Magnífica. Bajo el reinado de Justiniano (522-565), las corporaciones gozan de numerosos privilegios y reciben abundantes encargos. En Bizancio se forma también un lenguaje artístico donde los símbolos procedentes de los viejos imperios de Oriente Próximo ocupan el mayor lugar. Los escultores los incorporan a su alma; los transmitirán a sus hijos que preservarán su autenticidad hasta el siglo XII.

En los ritos de la cultura celta, los números tenían una singular importancia, debido a que cada uno de ellos representaba un estado del plano de la existencia y por curiosidad y sabiduría infinita, se dedicaron a investigar para poderla aplicar dentro de sus conjuros cotidianos.

Para los celtas, el 3 es el número más sagrado que existe. Para ellos, todos los elementos importantes de la vida se organizaban en tríos, siendo el ejemplo más resaltante el ciclo de la vida, formado por el nacimiento, muerte y reencarnación.

Asimismo, el número 3 se encuentra representado en un símbolo llamado Triskel, que son tres brazos unidos en un punto central. Esto da origen a la llamada Espiral de la Vida, formada por tres Triskels, que simboliza la creencia celta de que la vida se mueve en ciclos eternos.

Además, otro número importante para ellos es el 4, que son las cuatro esquinas de la tierra. Nosotros lo comprendemos ahora como los puntos cardinales, los cuales están representados en el Tetraskel, un símbolo celta de cuatro brazos unidos en un punto central. Asimismo, las cuatro direcciones representan también la llamada Rueda del Ser, formada por cuatro círculos unidos por un círculo común, cuya forma final recuerda bastante a los tréboles de cuatro hojas.

El tercer número más importante y una de las aportaciones más importantes al esoterismo por parte de esta cultura es el número 5, que representa los elementos que constituyen el universo: aire, agua, fuego, tierra y espíritu. Estos elementos se encuentran plasmados dentro del Pentagrama, un símbolo esotérico que está presente en diversas corrientes espiritistas, que van desde la brujería, espiritismo y hasta el satanismo.

El Pentagrama es una estrella de cinco puntos que va inscrita dentro de un círculo, que simboliza la conexión astral entre los cinco elementos primarios del universo.

TOMADO DE:

Herbert Ore - Las Iniciaciones Atravez de La Historia

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