LOS CIMIENTOS
Dos artes han
transformado la faz de la tierra dando forma a la vida y al pensamiento humano:
la Agricultura y la Arquitectura. Sería difícil distinguir cuál de las dos se
halla más íntimamente ligada a la vida interna de la humanidad, ya que el
hombre no es sólo un agricultor y un arquitecto, sino también es un místico y
un pensador.
Para el hombre,
especialmente en las épocas primitivas, todo trabajo debió ser algo más que el
trabajo en sí; fue una verdad descubierta. Sus obras al hacerse útiles tomaban
forma y atesoraban inmediatamente un pensamiento y un misterio. Este estudio
nuestro tratará de la segunda de estas artes, que ha sido llamada la matriz de
la civilización. Si tratamos de averiguar los orígenes de la fuerza inicial que
promovió el adelanto de este arte, descubriremos pronto dos factores
fundamentales: la necesidad física y la aspiración espiritual.
Las primeras
obras arquitectónicas construidas por los hombres primitivos no fueron más que
una respuesta de la inteligencia a la necesidad de encontrar albergue; pero
esta necesidad exigía un Hogar para el alma al par que un techado con que
resguardarse de las inclemencias. En esta respuesta a las necesidades
primitivas, hubo algo espiritual, algo allende la escueta satisfacción del
cuerpo.
Los egipcios,
por ejemplo, anhelaban reposar en lugares indestructibles, y por eso levantaron
las pirámides. El arte prehistórico, dice Capart, demuestra que la necesidad de
albergue iba íntimamente ligada a un propósito, religioso o, por lo menos,
mágico (Primitive Art in Egypt).
Al esforzarse el
hombre por copiar las formas de la naturaleza y establecer relaciones más
afines con el universo, le indujo su instinto espiritual a la imitación, a las
ideas de proporción, a su pasión por la belleza y a esforzarse en encontrar la
perfección. El hombre ha sido siempre arquitecto. En nada se ha manifestado él
de un modo tan expresivo como en las construcciones que ha erigido.
Cuando
contemplamos las edificaciones humanas, ya sean una mísera cabaña, una caverna
troglodítica enclavada, como el nido de un avión, en las rocas de un
desfiladero, una pirámide, o un Panteón, parece que leemos en su alma. Quizás
su constructor haya desaparecido siglos ha, pero dejó en ellas algo de sí
mismo, de sus esperanzas, terrores, ideas y ensueños. Hasta en los lugares más
recónditos de los Andes, donde la naturaleza se presenta en su aspecto más
agreste y el hombre es todavía salvaje, encuéntrense restos de poderosas
civilizaciones desaparecidas, en que el arte y las ciencias alcanzaron
desarrollo insospechado. Doquiera que la humanidad ha vivido, encontramos
hacinadas ruinas de torreones, templos y tumbas, monumentos de su industria y
aspiración. Independientemente del carácter de sus constructores, los
monumentos humanos suelen ser religiosos, y rezuman un vivido sentimiento de lo
Invisible y de la certidumbre de su relación con el hombre.
Los hombres han
construido siempre para el cielo, encarnando sus plegarias y sus quimeras en
ladrillos y en piedras. Porque existen dos formas de la realidad - la material
y la espiritual - que, a pesar de ser tan distintas, están de tal modo
relacionadas que toda ley práctica es exponente de una ley moral. Tal es la
tesis que sostiene Ruskin con tanta intuición y elocuencia en Las Siete
Lámparas de la Arquitectura, donde opina que las leyes arquitectónicas son
leyes morales, aplicables lo mismo a la formación del carácter que a la
erección de las catedrales. Para él estas leyes son Sacrificio, Verdad, Poder,
Belleza, Vida, Memoria y Obediencia, ley esta última que es el remate de todas
y a la que debe la Política su estabilidad; su felicidad, la Vida; su
aceptación, la fe, y su continuidad, la Creación.
Entiende Ruskin
que en el universo no existe ni puede existir la ley de la libertad, pues ni
las estrellas, ni la tierra, ni el mar la tienen. Sueña el hombre que es libre,
pero estaría más en lo cierto si utilizara la palabra Lealtad en vez de la de
Libertad, puesto que sólo logra libertarse cuando obedece las leyes de la vida,
de la verdad y de la belleza. En su brillante e ingenioso ensayo, demuestra
Ruskin de qué modo la violación de las leyes morales degrada la belleza de la
arquitectura, mancilla su utilidad y la hace inestable. Cree Ruskin que la
belleza es una imitación consciente o inconsciente de las formas naturales, y
que lo que no procede de ellas, sino que depende por su dignidad de la
disposición en que lo colocó la mente humana, expresa y revela las cualidades
nobles o innobles del alma del constructor.
“Todo edificio
muestra, por lo tanto, al hombre como acopiador o como gobernador, por lo que
el secreto de su éxito consiste en saber acumular y dirigir. Estas son las dos
grandes Lámparas intelectuales de la Arquitectura, una de las cuales consiste
en venerar de manera pura y humilde las obras divinas de la tierra, y la otra,
en saber que Dios le ha otorgado al hombre el dominio sobre otras obras”.
Los hombres
primitivos presintieron instintivamente y quizás de un modo vago, que no por
eso es menos verdadero, lo que nuestro gran profeta del arte concibiera tan elocuentemente.
Si es cierto que la arquitectura se debió a la necesidad, pronto, sin embargo,
mostró su mágica cualidad; llegando todo verdadero edificio a conmover los
profundos cimientos del sentimiento y las abiertas puertas de lo maravilloso.
Sin duda alguna, los hombres que primero colocaron una piedra sobre otras dos
debieron contemplar su obra con asombro, adorándola después. Este elemento de
asombro, de pavor místico, persistió a través de los siglos y aún se siente
cuando se levanta un edificio con arreglo a las normas clásicas de acuerdo con
la naturaleza, la necesidad y la fe. Los arquitectos primitivos sentían cuando
trabajaban fulgurar en su corazón ideas de santidad, de sacrificio, de rectitud
ritualista, de estabilidad mágica, de imitación del universo, de perfección de
la forma y de la proporción.
Sostiene Wren
que el deleite que experimenta el hombre al erigir columnas nació cuando
adoraba en las arboledas de la selva, y está en lo cierto, pues los modernos
investigadores opinan lo mismo, entre ellos Arturo Evans que dice que los
primitivos habitantes de Europa adoraban a las columnas como si fueran dioses.
En los albores de la arquitectura europea adoró siempre el hombre grandes
piedras.
Lo mismo ocurre
en Egipto, que parece haber sido el primer país que llegó a un gran desarrollo
de la arquitectura y cuyas ruinas se conservan bastante bien. Mucho tiempo
antes del período dinástico habitaba aquel país un pueblo fuerte que alcanzó
grandes progresos artísticos, heredados luego por los constructores de las
pirámides. A pesar de ser salvajes semidesnudos que se valían de instrumentos
de pedernal como los actuales habitantes de las selvas vírgenes, los egipcios
fueron la semilla de los futuros grandes artistas.
Herodoto dice
que los egipcios “recolectaban los frutos de la tierra con menos esfuerzo que
los demás pueblos”. Con la agricultura y la vida sedentaria nació el comercio,
y se acumularon energías para mejorar la vivienda humana. En las orillas del
Nilo el hombre trató quizás por vez primera de obedecer a su alma,
sobreponiéndose a la rutina de la necesidad imprescindible. Y allí labró
hermosos vasos de delicadísimo mármol e inventó la construcción cuadrada,
valiéndose de la escuadra. Sea como fuere, lo cierto es que la más antigua de
las construcciones prehistóricas, una tumba descubierta entre las arenas de
Hieracómpolis, es ya casi rectangular.
Lethaby cree que
la geometría dio un gran paso con el descubrimiento del cuadrado que no es una
forma tan fácil de descubrir como suponen los modernos. El cuadrado abrió una
nueva era arquitectónica.
Los inventos
primitivos parecen revelaciones, y no nos extraña que los hábiles conocedores
de las artes pasaran por magos. Si es cierto que el hombre sabe cuánto hace,
entonces, el descubrimiento del cuadrado y de la Escuadra fue un gran
acontecimiento para los primitivos místicos del Nilo. Pronto se transformó la
Escuadra en emblema de la verdad, de la justicia, de la rectitud, cosa que
sigue siendo aunque han transcurrido incontables edades. Sencillo, familiar,
elocuente, nos trae de bien lejos un vislumbre de la maravilla del pasado y nos
enseña una lección ardua de aprender. De igual modo fueron el cubo, el compás y
la clave de arco grandes adelantos para quienes creían que la arquitectura era
“edificar ungiendo de emociones”, con objeto de mostrar que sus leyes son las
leyes de lo Eterno.
Masperó opina
que los egipcios construyeron sus templos imitando la forma que, según ellos,
tenía la tierra (Albores de la Civilización). Para ellos la tierra era a modo
de una gran piedra llana, más larga que ancha, y el cielo un techo o bóveda
sostenida por cuatro columnas. El pavimento, representaba la tierra; los cuatro
ángulos, eran las columnas; el techo, generalmente llano y a veces curvado,
correspondía al cielo. En el pavimento crecían plantas, y del agua emergían
flores acuáticas, mientras que el cielo, pintado de azul obscuro, estaba
salpicado de estrellas de cinco puntas.
Algunas veces,
representaban al sol y la luna flotando en el océano celeste, escoltados por
las constelaciones, los meses y los días. Los templos construidos de cara a
oriente tenían una cámara recóndita pequeña y obscura, a la que se llegaba a
través de una serie de patios y salas hipóstilas. Ante las puertas exteriores
veíanse obeliscos y avenidas de estatuas. Tales fueron los santuarios de la
antigua religión solar, orientados de tal forma que, en determinado día, los
rayos del sol naciente o de algún astro brillante que le precediera, cruzaran
toda la nave yendo a iluminar el altar (Albores de la Astronomía, de Norman
Lockyear).
Uno de los
ideales de los primitivos arquitectos fue el del sacrificio, como puede
apreciarse observando que utilizaban los más preciados materiales; y otro, el
de la precisión en los trabajos. No pocas de las construcciones primitivas son
obras de maravillosa habilidad técnica en las que los trabajadores realizaban
una idea premeditada. Trataban ante todo de hacer eternas sus obras, por eso se
leen en sus inscripciones frases como estas: “es como el cielo sobre sus cuatro
puntas”, “firme como los cielos”.
Es evidente que
la idea predominante fue la de que toda construcción que estuviera en adecuada
relación con el universo debería tener tan mágica estabilidad como la de los
cielos. Recuérdese que cuando Ikhnaton fundó su nueva ciudad, mandó colocar una
piedra en cada uno de sus cuatro ángulos de tal forma que formaran un cuadrado
perfecto y para que perdurase eternamente.
Siendo la
eternidad el ideal a que se aspiraba, todo se sacrificaba a él. Las Pirámides,
que son los más antiguos, grandiosos, misteriosos y perfectos monumentos
humanos, nos demuestran hasta qué extremo llegaron a realizar los egipcios sus
deseos. Los siglos vienen y van, fórmanse y destrúyense los imperios, florecen
y decaen las filosofías, y el hombre sigue atónito contemplando las pirámides
silenciosas de Egipto, que ocultan bajo el cielo estrellado su misterio
fascinador y desconcertante. El obelisco, que es una pirámide cuya base se ha
transformado en fuste, ostenta lo más antiguos emblemas de la religión solar:
un triángulo sobre un cuadrado. Nadie sabe por qué ni cómo esta figura llegó a
venerarse; lo más que llegamos a conjeturar es que, a semejanza de la Kaaba de
la Meca, fue una de las piedras sagradas. Nadie puede afirmar si con el
obelisco se trataba de imitar el triángulo de luz zodiacal que a veces se
percibe en el oriente a la salida y a la puesta del sol, o si se construyó como
símbolo del cielo, así como el cuadrado lo era de la tierra (Churchward, dice
en su obra Sings and Simbols of Primordial Man - cap. XV -, que la pirámide
representaba al Cielo, Shu, de pie sobre siete escalones, habiéndose levantado
el cielo de la tierra en forma de triángulo, en cada uno de cuyos vértices se
situaba un dios; Sut y Shu, en la base, y Horus en el ápice, o sea en la
Estrella Polar del horizonte. Esto es, verdadero en cierto aspecto; sin
embargo, el emblema de la pirámide era más antiguo que Osiris, Isis y Horus,
pues su origen se pierde en la noche de los tiempos).
En los textos
encontrados en las pirámides, el Dios Sol se representa sentado en el ápice del
cielo en forma de Fénix, después de crear a todos los otros dioses. El Dios Sol
es ese supremo dios a quien escribieron un notabilísimo himno de alabanza los
dos arquitectos Suti y Hor (Religión and Thought in Egypt, de Breasted,
conferencia IX).
La ancestral
religión de la luz, que ha perdido su esplendor e inefable belleza, era el
sublime misticismo de la naturaleza, que representaba como Luz al amor y a la
Vida, y como tinieblas, al mal y a la muerte. Los hombres primitivos creían que
la luz era la madre de la belleza, la creadora del color, el fugaz y radiante
misterio del mundo, del que hablaban siempre con respeto y reverencia. Al
amanecer, saludaban al sol elevando las manos al cielo y, cuando el luminar
enorme se hundía en las inmensidades del desierto, lo veían marchar temerosos
de que no volviera a nacer.
La religión del
hombre acabado de emerger de la noche tenebrosa del animalismo, consistía en
adorar la Luz; su templo tenía por techumbre las estrellas, su altar era una
llama refulgente, y su ritual, un himno en el que se tejía el terror a la noche
con la felicidad de la luz.
Jamás poeta
alguno cantó a la luz más líricamente que Ikhnaton en los himnos entonados en
los albores del mundo (La religión egipcia alcanzó su mayor esplendor en
Ikhnaton, el “primer idealista de la historia”, gran filósofo y delicado poeta.
La lírica de Ikhnaton es tan sublime, según el Dr. Breasted, como los poemas de
Wordsworth y los célebres párrafos en que Ruskin celebra la divinidad de la Luz
en Los Pintores Modernos - Religion and Thought in Egypt, IX conferencia).
Ikhnaton fue, a
despecho de la venganza de sus enemigos, la primera alma profética, solitaria y
heroica, “el primer individualista”. De aquella lejana religión nos queda como
reminiscencia la fe con que seguimos a la Estrella del Día y al Sol de la
Justicia, nuestra esperanza en El que en la vida es la Luz del Mundo, en la
noche de la muerte, la Lámpara de las Almas. Los verdaderos fundamentos morales
y materiales de la Masonería estriban precisamente en esto: en la necesidad
imprescindible, en la aspiración, en la instintiva Fe, en el ardor por el Ideal
y en el Amor a la Luz, que anidan en el corazón del hombre. Y bajo todos estos
fundamentos yace el sentimiento de que la morada terrestre debe estar en
relación con su prototipo celeste o templo del mundo, por cuya causa el hombre
imita en la tierra a la eterna morada de los cielos que no fue edificada por
mano alguna.
Los hombres
erigieron templos cuadrados para representar la imagen de la tierra; levantaron
pirámides para imitar la belleza armónica del cielo, y, tomando como modelo las
montañas, construyeron más tarde esas grandiosas catedrales, cuyas arcadas y
columnatas nos recuerdan los panoramas del bosque. Parece lo más lógico que los
instrumentos empleados por los arquitectos para expresar su fe y sus sueños por
medio de la piedra fueran convirtiéndose con el tiempo en emblemas de sus
pensamientos. Y no sólo los instrumentos, sino hasta las piedras que tallaban
llegaron a ser símbolos sagrados. El templo no es sino una visión de la Casa de
la Doctrina, ese Hogar del Alma, que, a pesar de ser invisible, está
construyendo el hombre en el infinito correr de los tiempos.
Joseph
Fort-Newton
Del Libro: “Los Arquitectos”.
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