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martes, 2 de abril de 2019

LA SABIDURÍA INICIÁTICA

LA SABIDURÍA INICIÁTICA
OLSWALD WIRTH

El edificio espiritual de la Francmasonería descansa sobre tres columnas simbólicas llamadas: Sabiduría, Fuerza y Belleza.

La tradición nos enseña que la Sabiduría concibe lo que se ha de construir. Ordena el caos de los proyectos confusos y se representa con claridad la obra, tal como tiene que ser realizada. Su misión es crear en espíritu y determinar las formas materiales destinadas a la realización objetiva.

Una vez terminado este modelo invisible, viene la Fuerza y ejecuta. Es la fiel servidora de la idea que manda y dirige. Nada se construye ciegamente; las energías activas se aplican a la obra concebida y ya realizada en el plano mental. De no ser así, el obrero se agitaría inútilmente, sus esfuerzos serían estériles y aún creyendo construir, quedaría expuesto a tan sólo acumular montones informes de materiales mal desbastados y mal ajustados. Para construir hábilmente, es del todo indispensable que la Fuerza obedezca dócilmente las instrucciones de la Sabiduría.

No basta tampoco que quede bien coordinada, sólida y práctica; debe también resultar agradable y le ha de poner remate la Belleza, encargada de adornarla. Lo bello resulta sagrado y nadie se atreve a atacarlo sin reconocerse culpable de un sacrilegio.

Por lo tanto, los antiguos Masones operativos fueron muy bien inspirados en la elección de los términos de su trinidad constructora: Sabiduría, Fuerza y Belleza. La simbolizaba el triángulo equilateral, figura geométrica distinta del Nivel. Este instrumento afecta muy variadas formas, que muy bien pueden no tener nada de triangular. Además, es el emblema del 2º oficial de la Logia que toma asiento al lado de la columna J.’., representativa de la Fuerza, mientras el 3er. oficial, adornado de la Perpendicular, tiene su sitio al lado de la columna B.’., que simboliza la Belleza.en cuanto a la Sabiduría, es el atributo del Maestro de la Logia, quien preside desde Oriente, frente a las dos columnas levantadas a la derecha y a la izquierda de la entrada del templo.

Esta disposición coloca la Sabiduría en el centro mismo de la región de donde dimana la luz. Recibe esta luz del Sol (Razón) y de la Luna (Imaginación) y entre los dos se levanta el trono del rey Salomón, en el que toma asiento el Maestro de la Logia. Si este oficial ostenta la Escuadra, cuya forma es la del Gimel, tercera letra del alfabeto primitivo, es por la razón de que los dos lados de este instrumento marcan la conciliación entre la horizontal y la vertical o, en otros términos, entre el Nivel y la Perpendicular.

El representante de la Sabiduría debe tener en cuenta las oposiciones entre J.’. y B.’., entre el Sol y la Luna. Su deber es razonar con implacable rigor, sin rechazar lo que pueden sugerir las crecidas consideradas como percepciones del alma. La Razón, iluminada en el más alto sentido de la palabra, le conduce de tal suerte a la Fe de los Sabios o a la pura Gnosis de los Iniciados.

El carácter más notable de esta Sabiduría es la humildad. Quien está llamado a dirigir a los demás en sus trabajos, no puede figurarse que todo lo sabe ni pensar que ha venido a ser conocedor de los misterios, en virtud de un proceso sobrenatural y por el mero hecho de su calidad de instructor. Las pruebas que ha debido sufrir han desvanecido en él toda ilusión; comprende la insensatez del esfuerzo humano, aplicado únicamente a edificar una torre intelectual con el fin de juntar el cielo y la tierra, y no puede consentir en ser el arquitecto de semejante edificio.

Quiere obrar en el plano de este mundo, tomando por punto de partida lo poco que podemos conocer con certeza y evidencia, saca tan sólo conclusiones prudenciales que tachan de timoratas quienes ambicionan las síntesis arriesgadas, con el fin de dar contestación a todas las preguntas. 

El verdadero sabio no puede hacer más que contestar: “No sé más” cuando el filósofo entusiasmado de su sistema hace gala de sutiles explicaciones. El Iniciado, en lugar de aturdir por su charla seductora, medita e invita a los demás a hacer lo propio.

En lugar de hablar sin consideración, está siempre dispuesto a escuchar y cuando escucha, procura comprender y discernir lo que hay de verdadero, en medio de cuanto arrastra el lenguaje humano, a modo de pepitas de oro perdidas en el limo de un río. Este oro disperso es el tesoro de la Sabiduría oculta de las naciones y corresponde al cuerpo de Osiris, cuyos miembros diseminados recoge Isis. Los Masones reconocen en ello el cadáver de Hiram, que deben descubrir y animar otra vez.

¿Pero a qué puede aludir este misterioso organismo despedazado, si no es a la suma del saber humano, difundido a través de las generaciones de todas las épocas y de todos los sitios en donde el hombre ha trabajado? La Sabiduría humana no puede ser el privilegio de un individuo, de una raza ni de siglo alguno; pertenece a todos los pueblos, desde los más primitivos hasta los que hacen alarde, no por cierto sin presunción, de una cultura muchas veces demasiado estrecha en razón al desprecio en que tiene las nociones del pasado. Por más que no tengan en la actualidad circulación, las verdades olvidadas, desfiguradas o desconocidas, no dejan de conservar íntegro su valor; la obra intelectual de la Iniciación consiste justamente en discernirlas y en dar a conocer este valor.

Así es como la Sabiduría del Iniciado se limita, sin duda con mucho acierto, al dominio humano. No pretende resolver todos los enigmas y enseña, al contrario, a saber ignorar humildemente muchas cosas. Sobre todo lo que al otro mundo se refiere permanece muda y no emite fallo alguno respecto a las hipótesis que se puedan emitir. Su preocupación es la herencia espiritual del pasado y quiere recogerla. Los hombres pueden equivocarse individualmente y aún de un modo relativo; mientras obran de buena fe nunca pueden caer en el error absoluto y siempre hay en sus convicciones algo verdadero. ¿Pero no será justicia atribuir al Espíritu humano que sugiere todas las meditaciones, el primer puesto entre los pensadores? ¿No es él acaso, el Gran Instructor en cuya escuela aprendieron todos los verdaderos sabios?

Estos, en efecto, se han beneficiado con la revelación constante y natural que inspiró a los pensadores de todas las razas, desde el primer momento en que existió una humanidad pensadora. Por genial que pueda ser un pensador, nunca ha podido crear ex nihilo lo que a su mente acude; en materia intelectual, más quizás que en cualquier otro aspecto, nada se crea ni nada se pierde; se produce tan sólo una nueva manifestación de lo que preexistía oculto y volverá a subsistir en su primitivo estado, cuando abandone el escenario en el teatro de las apariencias.

El pensamiento elevado es patrimonio común de todos los que meditan, de tal suerte que pensar es esforzarnos instintivamente para entrar en comunión con los maestros, tanto actuales como desaparecidos del arte del pensamiento. Es imposible reflexionar con perseverancia sin entrar, por este mero hecho, en la cadena de una misteriosa tradición; el pasado piensa entonces con nosotros e Hiram resucita.

De no ser así ¿cómo sería posible proseguir la Magna Obra del progreso humano, portándonos como dignos sucesores de quienes pensaron, sufrieron y trabajaron antes de nosotros? Es indispensable que renazca el pasado, que sea venerado, comprendido y profundizado, para que el Templo del porvenir pueda ser edificado de acuerdo con su finalidad.

Por consiguiente, el Iniciado no debe limitarse a recoger con benevolencia las opiniones divergentes que se expresan a su alrededor; sabe también escuchar otras voces que no pueden oír las multitudes atolondradas: las cosas mismas le hablan y se muestra sensible a la muda elocuencia de los monumentos y restos arqueológicos del pasado y, sobre todo, a la de las tumbas.

Nada ha muerto de todo lo que tuvo vida. Las épocas lejanas, las civilizaciones desaparecidas dejan sus huellas y puede percibirlas quien posee el poder de las evocaciones meditativas. Existe una magia innegable que da vida otra vez a los conocimientos que parecen muertos y nos permite encontrar otra vez la Palabra perdida.

¡Pero no se figure que vamos a recibir la Palabra por milagro! La realidad no surgirá por virtud de las ceremonias puestas en práctica por significativas que puedan ser; el símbolo es tan sólo promesa, programa que hay que llevar a ejecución y no realización ni prodigio realizado. Si fuese suficiente ser levantados ritualmente para que resucitara Hiram en nosotros, la Sabiduría iniciática podría adquirirse con relativa facilidad.

Sin embargo, podemos adquirirla sin que sea indispensable elevarnos trascendentalmente más allá del nivel mediano de una humanidad bien ponderada y verdaderamente honrada.

El candidato a la Sabiduría empezará por renunciar con propósito deliberado a toda indiscreta curiosidad. Pedirá la luz en la medida necesaria a sus trabajos. Si aplica esta regla con discernimiento, no correrá el peligro de perderse en este ingente fárrago de especulaciones huecas y sin fundamentos en las que permanecen absortos muchos espíritus incapaces de resistir a esta fascinación. La vida es corta, demasiado corta si reflexionamos cuán largo y difícil es el arte de vivir. Sepamos, pues, limitarnos con prudencia y no vayamos a ambicionar lo que está fuera de nuestro alcance.

La verdad que podemos abarcar es la que cabe entre las dos piernas de nuestro compás. Permaneciendo en nuestra esfera procuremos en este dominio reducido ver claramente y obrar como sabios. Lo que importa son nuestros actos y no las teorías en las que podemos complacernos.

Hagamos el propósito de obrar bien y la Verdadera Luz nos será dada en la medida necesaria para poder trabajar útilmente. Como es del todo imposible saberlo todo, sepamos contentarnos con poco, pero profundicemos y aprendamos bien.

El Sabio cuando es modesto, lejos de aspirar a la omnisciencia aprende a ignorar lo que muchos pretenden saber. Aplica su inteligencia a la ejecución de la tarea que le incumbe en la Magna Obra. Poco importa que su alcance sea muy reducido con tal que sepa responde a lo que de él se espera. Cada uno de nosotros abarca tan sólo una ínfima porción del inmenso plano de conjunto del Gran Arquitecto del Universo. Trabajar de acuerdo con las instrucciones recibidas es lo suficiente. Y no puede existir Sabiduría alguna que supere a la que nos inspira el cumplimiento de nuestro destino.

Tengamos el ferviente deseo de llenar fielmente el cometido de nuestra función vital y busquemos ver claro, pues es indispensable para nuestros fines. Podemos tener la seguridad de encontrar esta luz, la verdadera, la que inspirará nuestros actos sin temor a que nos equivoquemos, gracias a la veracidad de nuestro sacrificio en aras del bien de todos.

Sabio es el que quiere lo que la sabiduría nos aconseja al decirnos: “Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad”, fórmula legada por la alta sabiduría iniciática. Quiera Dios que sepan comprender bien todo su alcance, los Constructores llamados a construir lo que quiere ser edificado, en nosotros como fuera de nosotros.

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