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viernes, 20 de febrero de 2015

EBLA: EL REINO PERDIDO DE ISHTAR

EBLA: EL REINO PERDIDO DE ISHTAR


Pese a ser considerado el hito arqueológico más sobresaliente del siglo XX, el descubrimiento de Ebla no alcanzó las cotas de difusión y popularidad que obtuvieron hallazgos como las ruinas de Troya o la tumba de Tutankamón. Sin embargo, los restos de la legendaria ciudad-estado mesopotámica encierran muchas claves acerca de aquélla y nuestra propia civilización.



Cuando Heinrich Schliemann descubrió las ruinas de Troya en 1871, vio cumplido uno de los sueños de su niñez. O así lo reconoció más tarde el propio arqueólogo, quien recordaba cómo su padre, cuando él tenía poco más de siete años, le leía pasajes de la Ilíada antes de ir a dormir. Relataba Schliemann que desde pequeño le obsesionó la búsqueda de la ciudad homérica, por mucho que su padre le advirtiera de que se trataba de un lugar legendario, no histórico, del todo intangible.

Ya adulto, con la inestimable ayuda del injustamente postergado Frank Calvert, Heinrich Schliemann demostró que los mitos, muy a menudo, envuelven hechos fidedignos y que la perseverancia, con ciertas dosis de intuición y suerte, suele tener premio…

Justo un siglo después del hallazgo de Troya, un joven arqueólogo italiano, movido por la misma fe y la paciencia que habían caracterizado a su homólogo alemán, desveló la existencia de otro de esos lugares cuya realidad se había diluido entre la leyenda y el transcurrir del tiempo. Hablamos de Paolo Matthiae y del descubrimiento de Ebla, la ciudad-estado que había dominado Mesopotamia en el tercer milenio antes de Cristo.

A comienzos de la década de 1960, un agricultor que labraba sus campos en Mardikh, una pequeña localidad situada unos sesenta kilómetros al sur de Alepo, en Siria, descubrió una pileta de piedra grabada con extraños símbolos. Al contrario de lo que solía suceder en aquella época, el aldeano no trató de lucrarse con la venta de aquella pieza, sino que avisó a un conocido en el Servicio de Antigüedades de Alepo, cuyos responsables no estaban precisamente acostumbrados a este tipo colaboraciones desinteradas.

Tras analizar someramente el artefacto, el jefe del citado departamento sospechó que aquel objeto podía esconder la clave de un hallazgo mayor, un asentamiento de la Edad del Bronce que se creía ocupó aquella región al norte de Siria. Escasos de recursos para realizar una excavación en profundidad, los conservadores del patrimonio de Alepo contactaron con la universidad romana de La Sapienza, uno de cuyos profesores, Sabatino Moscati, se había significado en el estudio de las lenguas semíticas y de las antiguas civilizaciones de Oriente Próximo.

BAJO LA PROTECCIÓN DE INANNA

Cuando Moscati recibió la invitación para visitar Alepo, descartó la idea de acudir personalmente, si bien propuso la tarea a uno de sus más jóvenes y extrechos colaboradores, Paolo Matthiae, que se mostró deseoso de obtener experiencia en el trabajo de campo y a quien no desanimaron las advertencias de algunos de sus colegas académicos, previniéndole de las malas condiciones y el calor insoportable que le aguardaban en aquel remoto lugar, una región donde, supuestamente y según los más pesimistas, «ya estaba todo descubierto».

Afortunadamente, Matthiae desoyó aquellos consejos suponemos que bienintencionados. Sabía perfectamente dónde se metía. De hecho, hacía años que estaba convencido de que, en contra del criterio general, el norte de Siria ocultaba una civilización tan importante como las surgidas en Mesopotamia y de la que muy pocos habían oído hablar: Ebla, la fabulosa metrópoli que herederó el poderío de los sumerios, los misteriosos «extranjeros de cabezas negras»…

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