Tronco de la Viuda
Abrir nuestra personalidad al universo simbólico es una experiencia más exigente de lo que a primera vista pueda parecer.
Aunque no queramos reconocerlo, una vez se han pasado los primeros años de actividad masónica, es relativamente fácil alcanzar un cierto acomodo y acostumbrarnos a enhebrar los días de nuestra vida en el hilo del destino huyendo de incertidumbres y quebrantos. Una estructura colectiva como nuestra Orden tiene el peligro de la acomodación a un discurso dominante y de reproducir, tenida tras tenida, la satisfacción por la pertenencia al grupo de los “elegidos”.
Planteándolo con cierto sentido del humor, que siempre es una salida airosa, podemos llegar a representar varios papeles: “la extricta observancia,…. el enfant terrible….., el frasco de las esencias…….” y con esta caracterización acudimos a los trabajos de nuestro taller, a los seminarios, a los conventos de la obediencia, etc. Llegado este caso corremos el peligro de que el personaje se apodere de la persona y que la investigación de nuestra naturaleza se estanque.
Cuando se llevan muchos años de pertenencia a la Orden es fácil y, comprensible, ¿porqué no?, identificarnos con un grupo u otro de hermanos y considerarnos como una especie de “compañeros de promoción”. Lo no tan deseable y adecuado es que representar uno de estos papeles, de acuerdo al rol dominante en el subgrupo de nuestra confianza, se convierta en la solidificación de nuestras primeras intenciones. La identificación con un subgrupo nos convierte, sino en rivales, sí en antagonistas en un diálogo no explicito en donde, con el barniz del Bien General de la Orden y de nuestra Logia en Particular, disimulamos las imperfecciones de una piedra escasamente labrada que enmascaramos con palabras.
Si este barrunto llega,….. es el momento de sacudirse la modorra que genera la combustión de las velas y plantarse ante cada símbolo desde la sinceridad con uno mismo y la confianza en los hermanos y hermanas.
De todos los símbolos hemos vertido ríos de tinta,… pero es la hora de la exigencia. Es la hora de destilar el pensamiento y percibir el chispazo de nuestras neuronas antes de que empiecen a pensar, antes de se empiecen a encontrar explicaciones,… antes de que empiecen a acomodarnos en el discurso dominante.
Cada símbolo tiene que volver a brillar como si estuviera recién pulido. Olvidemos lo que sabemos (o creemos saber) y dejémonos interpelar por los símbolos con toda la crudeza de la naturaleza en libertad. Con todo el vigor del torrente que se deshiela en el glaciar. Recuperar el aire limpio nos obliga a ascender a las cumbres, nos obliga al esfuerzo y a la confianza en quien nos acompaña. Ni la ascensión a las cimas, ni el trabajo simbólico se pueden hacer en soledad. La soledad multiplica el riesgo en uno y otro caso. En ambas ascensiones necesitamos del otro que nos asegura con su propio cuerpo, que lleva en su mochila nuestro sustento y que en los momentos en que el ánimo flaquea sabe convencernos para continuar la ascensión y sabe convertir la repisa rocosa en un vivac de esperanza. Con los fríos del amanecer y el sudor del esfuerzo nos desprendemos del “TENER” y vamos encontrando un poco más de “SER”.
Si hablamos “del otro” y de “tener y de ser”,… parece que el primer símbolo para repasar en este camino de reencuentro, debe ser el TRONCO DE LA VIUDA. Es un símbolo quizá, de puro repetido, poco percibido en el desarrollo ritual cotidiano y no será porque en la propia ceremonia de iniciación no se le de fuerza. La ceremonia de la generosidad sometida a medida,… es una enseñanza importante y al mismo tiempo un patrón de conducta tanto para la vida profana como para el tiempo sagrado que compartimos y que da forma a nuestra vida.
El tronco es una especie de regulador de excedentes y, como el resto de los símbolos, tiene una cara simbólica y una cara material. La cara simbólica nos dice que debemos depositar en el saco la plusvalía de nuestro esfuerzo ritual del día. El arte real de la Masonería no admite excedentes, todo lo que se produce se consume y el tronco vehiculiza el sobrante. Igual que el trabajo que hemos podido aportar se deposita en el saco de proposiciones y ya ha dejado de pertenecernos, el excedente de nuestro trabajo tampoco nos pertenece. Ambos pertenecen a la Logia y esta metaboliza las aportaciones de cada uno y las convierte en carne, en palabra y en experiencia.
El tronco de solidaridad además, en su cara material, nos pregunta sobre “LO QUE TENEMOS” y sobre “LO QUE TENEMOS QUE CEDER “al saco para que la L.·. sea un sistema en equilibrio. En ese equilibrio,… yo no puedo comer si alguien a mi lado no lo puede hacer. Es una interpelación intensa de la que no nos podemos esconder. Es el momento (igual que cuando nos dijeron que la L.·. tenía a su cargo “una pobre viuda necesitada), de la sinceridad. Esa viuda es tan real como la escuadra y el compás que hay sobre el ara, es una parte de nuestra iniciación y es, en suma, la necesidad de nuestros hermanos. Por ello la respuesta no puede ser la de dejar las últimas monedas de los bolsillos, compete un balance automático de nuestra riqueza y otro igualmente intuitivo de lo que creemos que nuestros hermanos precisan en su adversidad. La fraternidad no es solo una bella palabra. Como símbolo se debe encarnar, y se debe encarnar en primera instancia en los hermanos y hermanas de nuestros talleres.
La fraternidad es la forma de entender la relación entre los miembros de una Logia, por tanto ello nos obliga a ser cuidadosos con las palabras y las opiniones que pueden dañar a los HH.·. y nos obliga igualmente a comprometer nuestra riqueza material y espiritual en el bien de los HH.·..
Cuando las vicisitudes de la vida enturbian el desarrollo del ritual, el reencuentro exigente con los símbolos nos devuelve de forma inmediata a la esencia del sendero iniciático que es cualquier cosa menos la acomodación a un pensamiento.
J.S.
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