La libertad como piedra angular en la construcción de una teleología masónica
Rafael Luna Rosales
Introducción
Este trabajo se propone reflexionar acerca de cómo puede definirse, desde una perspectiva filosófica, los fines últimos de la francmasonería; y qué papel corresponde a la libertad en esta definición. A manera de justificación, debemos decir que una frecuente confusión en los estudios masónicos, y su posterior concreción en la vida profana, consiste en confundir los medios con los fines; y es que la pregunta de ¿cuál es el fin de la francmasonería? no tiene una respuesta fácil ni inmediata; sin embargo, la inmensa mayoría de nosotros compartimos esos fines y nos hemos comprometido en su consecución. El problema nace cuando cada uno de nosotros confronta el proyecto individual de vida con los objetivos de la Orden. Pero vayamos por partes:
Los requisitos para ingresar a la Orden se definen en algo tan simple y tan complicado como ser hombre libre y de buenas costumbres; ¿cuánta libertad pierde el iniciado al hacer sus juramentos? Posteriormente encontramos a este concepto dentro de consignas masónicas, acompañada de la igualdad y de la fraternidad; y después como objeto de estudio de algunos grados. Entonces nos encontramos que si la libertad es condición inherente a cualquier individuo que desee ingresar en nuestra institución, una vez dentro ¿para qué le va a servir? ¿Qué función desempeñaría? ¿Es la libertad el fin último de la masonería? Muchas desviaciones doctrinarias provienen de la confusión de conceptos como éstos, que sólo podremos aclarar si los revisamos por separado a la luz de la filosofía, que es el objetivo de este trabajo.
Para comenzar, es necesario acercarnos a algunas definiciones, y en concreto preguntarnos si existe la manera en que se puede articular una filosofía masónica, en términos de cosmovisión, como una forma coherente, articulada y ordenada de leer el mundo; es decir, la pregunta de la que partimos es si existe una forma particularmente masónica de ver el mundo. Sin embargo, desde el primer grado definimos a la masonería como “el estudio de la filosofía y en particular de la moral para conocer y practicar la virtud”; de ahí deducimos que, efectivamente, la masonería, como corpus estructurado de conocimientos, se coloca por fuera de la filosofía; es decir, no hay una completa filosofía masónica; por tanto, no hay una lógica masónica, ni una estética masónica, (dejando como tema para una discusión posterior si hay una metafísica y una epistemología masónicas); en la segunda parte de esta definición, queda implícito el esbozo de una teleología masónica; es decir, de un fin último: “conocer y practicar la virtud”.
Queda pues claro que la masonería en tanto disciplina de pensamiento dirige su atención hacia la ética y sus ramas principales: existe desde luego una axiología masónica, ya que hay valores que sólo funcionan en los asuntos estrictamente masónicos, o sea, hay un referente masónico para distinguir lo bueno de lo malo. También podemos hablar de una deontología masónica, porque de igual forma hay una noción masónica del deber, que funciona sólo en el actuar del masón; y finalmente una teleología masónica constituye la manera en que la masonería define sus propios fines.
Una teleología masónica
Dice el diccionario de filosofía acerca de la palabra teleología: “Es la doctrina de la finalidad, de las causas finales y, particularmente, la explicación de la realidad natural a partir de estas causas”. Telos: Fin;logos: estudio. Si un masón es, por definición litúrgica, un hombre libre y de buenas costumbres comprometido al estudio de la filosofía y en particular de la moral para conocer y practicar la virtud, queda claro que la práctica de ese esfuerzo que domina las pasiones es uno de los fines de nuestra institución. No obstante el problema no es tan simple; si la parte de la filosofía que estudia la moral se llama ética y su objeto material son los actos humanos (desde el punto de vista del bien), libres y deliberados, debido a que determinan el carácter, en tanto modo de ser adquirido por hábito. Santo Tomás distingue los actos de voluntad respecto del fin —que tienden al fin en cuanto tal— y los respecto al medio —aquéllos que son por decisión de los medios—; estos actos, sin embargo serán válidos cuando la voluntad proceda reflexivamente.
Como podemos ver la libertad es una concepto que está implícito en los conceptos que definen a un masón y a la masonería como institución y como corpus de pensamiento. En ejercicio de su libertad un individuo se compromete al estudio de los actos que en ese mismo ejercicio de libertad se dominan a las pasiones. Sin embargo, el concepto y la práctica de la libertad tampoco son fáciles de entender; pasemos a ello.
El problema de la libertad
Podemos empezar definiendo a la libertad, concepto nodal de varios grados del Rito Escocés, como la facultad natural que tiene el hombre de obrar o no de una manera u otra; o como la facultad de hacer y decir cuanto no se oponga a las leyes ni a las buenas costumbres. Desde esta definición queda evidente la ambigüedad esencial del concepto: ¿libertad de qué? o ¿libertad para qué?; si además agregamos a nuestra perspectiva de reflexión el derecho natural a ella, lo que presupone un orden natural previo a las leyes que los abogados llaman positivas, no queda otra que circunscribir el concepto en un marco teleológico jusnaturalista.
Es decir, la libertad, como una de las facultades intrínsecas al hombre es, desde las visiones más originarias como la del jusnaturalismo, no un derecho adquirido, sino ontológicamente dado y que, como lo habíamos anotado en la definición del comienzo, no puede desligarse de otra de las características ontológicamente dadas, que es el ser social; es decir, no se puede hablar de libertad sin hacer alusión a esa condición natural en favor del bien social y moral.
Y voy a citar aquí a dos filósofos que han abordado el tema de la libertad desde las posturas extremas: Spinoza y Sartre. Spinoza es el prototipo del pensador panteísta y como tal defiende una rígida y absoluta determinación. Desarrolló la idea cartesiana que consideraba a Dios como sustancia infinita; así, Dios es la única sustancia que abarca todo cuanto es; es el sumo ser; es una sustancia absolutamente infinita. Al tratar el tema de la libertad, Spinoza señala: “se dice libre la cosa que existe por la sola necesidad de su naturaleza y que se determina a obrar por sí misma”; y en lo que se refiere a la libertad humana, Spinoza concluyó de modo determinante que el hombre no es libre porque “no se puede considerar un imperio dentro de otro imperio”, considera que la libertad es exclusiva de Dios; sólo Dios es libre. De esta tesis puede deducirse que, mientras Dios exista, el hombre nunca podría ser libre. Es decir, en el plano de la libertad la afirmación divina es la negación humana. Dos siglos más tarde, Nietzsche afirmó que la libertad humana solamente puede alcanzarse con la “destrucción de Dios”.
Según Spinoza, el hombre, pues, no es libre, ni el mundo tiene por qué tener una finalidad que cumplir; cree que la vida es necesaria y que está causalmente determinada; señala que el hombre es una paradoja: un esclavo porque se cree libre y está dominado y condicionado por la necesidad. Sin embargo, no cerró completamente las puertas de la esperanza y dejó el resquicio de la libertad humana para conocer, tesis que explica del siguiente modo: “En este plano sólo es libre el hombre que se conoce a sí mismo, pues tiene conciencia de que no es libre y, por lo tanto, no se siente obligado o coaccionado, sino que acepta el determinismo que le condiciona. Por tanto, la libertad humana es sólo relativa, y un hombre será tanto más libre cuanta mayor conciencia posea de esa relatividad”. Según Spinoza, este planteamiento no disminuye la dignidad humana, pues la no-libertad es un precio muy bajo, ya que la compensación es el privilegio ontológico de ser considerado como una parte de Dios.
En cambio, en el existencialismo sartreano se analiza la libertad conceptualmente como uno de los principales problemas que se le plantean al hombre durante su existencia concreta. Así, rechaza los mecanismos del pensamiento abstracto, metafísico, físico, tomando como preocupación básica la existencia humana, el Yo humano. La existencia humana es la actualidad, el momento presente; de esta manera, laexistencia precede a la esencia; el hombre cuando nace, no es nada; y que solamente existe cuando va decidiendo libremente lo que es y lo queserá. Para Sartre no hay determinismo el hombre es libre, el hombre es libertad.
Sartre parte de la premisa dostoievskyana: “Si Dios no existe, todo estaría permitido”; por lo tanto, el hombre es libre de elegir a cada momento; el existencialismo considera la existencia como una forma de ser específicamentehumana: sólo el hombre existe; las demás cosas son. La existencia es una forma de ser consciente, libre y activa, que se define más por su realidad, que por su posibilidad (“el hombre está condenado a ser libre”, decía Sartre). En otras palabras, la libertad, para Sartre no es un valor absoluto, posibilita la creación o elección de valores, pero ella misma no es un valor.
Con estas reflexiones llegamos a que la experiencia ética del hombre está estrechamente ligada a la experiencia y alcance de su libertad. Esta experiencia, desde esta perspectiva teleológica del derecho natural, enfrenta al hombre con diversos modos de realizarse o de cumplirse, de los cuales unos son experimentados como cumplimiento verdadero y otros, como frustración. Pero ante estas alternativas el hombre no se encuentra indiferente: no le da lo mismo realizarse que frustrarse. El hombre, todo hombre, quiere ser feliz. La cuestión es en qué consiste ese ser feliz. La experiencia, tan frecuente, del desengaño nos muestra que la felicidad no es ningún objetivo de contenido evidente. La gran cuestión de la Etica es justamente determinar qué es eso que queremos y cómo se alcanza. El tema primero y fundamental de la reflexión ética no fue qué actos debemos realizar y cuáles evitar, sino qué es eso que todos queremos. A ese objeto llamaron los griegos el Bien, que justamente fue definido como “lo que todos quieren”. Pero no lo que todos quieren con sus quereres inmediatos y empíricos, en todos sus actos de voluntad, sino “lo que todos quieren en el fondo”, es decir, lo que hace que todos queramos cosas o actos como medio para otra cosa, querida en sí misma y definitiva.
Si nosotros, al decidir libremente, lo hacemos en el fondo sobre nosotros mismos, la referencia que nos advierte sobre el acierto o desacierto de nuestra decisión libre será la verdad sobre nosotros mismos. Si acertamos a decidir de acuerdo con nuestra verdad y nos cumplimos, nuestro ejercicio de la libertad habrá acertado. Pero si decidimos por un curso de acción que nos lleva a la experiencia de la frustración, entonces nuestra libertad ha fallado. Es decir, el hombre advierte de modo inmediato que en su acción se encuentran en juego unos valores o bienes de una naturaleza especial que le interpelan de un modo absoluto en su condición de persona dotada de libertad. Resulta así que el hombre se encuentra entre la “necesidad” con la que se le imponen esos valores —la lealtad, la sinceridad, la justicia—, y la “libertad” de su decisión.
La experiencia ética se nos presenta como una síntesis de libertad y necesidad; de libertad, porque nuestra voluntad no está físicamente determinada hacia ningún modo de acción; de necesidad, porque el deseo de felicidad, de realización, nos interpela de un modo absoluto e inevitable. La necesidad no es de tipo físico, pues el hombre no está forzado físicamente a realizar o a actuar de acuerdo con sus valores, pero advierte que lo que se compromete con su acción no es una mera realidad externa, sino su propia persona en cuanto tal.
Cuando actúa el hombre no tiene sólo una conciencia psicológica, un cierto conocimiento de la acción en su realizarse, sino que tiene además conciencia moral, es decir, tiene conocimiento de la adecuación del acto con la dignidad de su propia condición de persona humana. Un ejemplo claro de este problema está representado en la acostumbrada definición negativa de Libertad, que como muchos otros, el filósofo inglés, D.D. Raphael, sostiene como “la ausencia de restricción para hacer aquello que elegimos o aquello que elegiríamos hacer si supiésemos que podríamos hacerlo”.
Ya Ortega y Gasset ha dejado en claro que si el individuo es lo concreto, la realidad concreta es ese individuo en comunidad vital con los demás, y que la sociedad a partir de la tensión de preceptos entre lo permitido y lo no permitido, entre reglas y costumbres, aunque a veces parece asfixiar al hombre, más bien le ayudan a ejercer su libertad, respetando la de los otros. La ausencia de restricción para que un individuo realice lo que desee, es un concepto ideal de libertad en el sentido ontológico para un hombre que, como dice Heidegger, es “en el mundo”; pero en el sentido político para poder mantenerlo tal cual, se requiere de una confianza y una fe dogmática en la razón humana, pues presupone una derivación de las relaciones justas con los otros, a partir de la propia naturaleza del hombre (una naturaleza racional). Sin embargo, recordemos que ya el mismo Platón nos despierta de esta utopía cuando refiere que dentro del ámbito de la justicia también las pasiones irracionales tienen su cuota de dominio.
Finalmente desde la perspectiva jusnaturalista, que otorga al hombre, en el orden natural de las cosas, la libertad como un derecho, ésta no puede ser una capacidad abstracta, ni suficiente en sí misma; sólo puede ejercerse dentro de un marco jurídico o ético dado, en el cual, como señala la liturgia de algún grado, a todo derecho corresponda un deber, para la consecución de ese fin supremo, desde una teleología ahora masónica, que podría ser la práctica de la virtud, la felicidad de los hombres o el bien común.
Conclusión: libertad, fin y medio de una teleología masónica
Partamos de que la masonería, en términos doctrinarios, es jusnaturalista, es decir, asume que hay un orden preestablecido a las leyes humanas, y que este orden está dado por el Gran Arquitecto del Universo —de acuerdo con la idea que cada cual tenga de él—. Dicho de otro modo, desde la doctrina masónica existe la certeza de que el cosmos no funciona aleatoriamente (Dios no juega a los dados con el Universo, diría el hermano Einstein), sino que tiene un orden, un sentido y una dirección; en todos sus niveles se mueve de acuerdo con los mismos principios (porque como es arriba es abajo). Buena parte de la historia de la masonería y de su influencia en el mundo tiene que ver con llevar al derecho positivo esos principios que gobiernan el universo.
Dentro de estos principios, la libertad tiene un doble carácter: como medio y como fin. Para el masón en lo individual, la libertad funciona como un medio, ya que es necesario que todos los masones deben ser hombres libres y de buenas costumbres; sólo así, se puede enajenar esa libertad en la obtención de una obligación, que en este marco deberá ser la obtención de la libertad para toda la humanidad. En otras palabras, la libertad del masón en lo individual —como medio— es una libertad de; mientras que hacia el mundo profano se convierte en una libertad como fin, una libertad para. Esto implica un doble esfuerzo; el masón debe trabajar en la construcción de su propia libertad, luchando contra sus pasiones, contra los sofismas que extravían su razón, para dedicar su vida, entonces, a la liberación de todos los hombres, para que entonces cada hombre en particular pueda encontrar la felicidad en la práctica de la virtud y en la búsqueda del bien común.
Así, en la construcción de una teleología masónica, es necesario distinguir que los masones, al tiempo que trabajan para verse liberarse de las pasiones, ejercen su libertad para intercambiarla por compromisos, deberes y obligaciones, que pueden variar según el grado, pero que están dirigidos hacia un fin supremo: la libertad de todos los hombres.
http://columnasdeltercermilenio.es.tl/LA-LIBERTAD-COMO-PIEDRA-ANGULAR-EN-LA-CONSTRUCCI%D3N-DE-UNA-TELEOLOG%CDA-MAS%D3NICA.htm
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