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miércoles, 3 de abril de 2013

LA MISTICA DEL NUMERO ( III )


Herbert Oré Belsuzarri.


CUATRO (4)

Material, sustancia, cosas; el mundo físico es la matriz de toda experiencia sensual.

Pero no se puede explicar lo material o la sustancia con dos términos, ni con tres. El dos es una tensión abstracta o «espiritual» (Día-Noche). El tres es una relación abstracta o «espiritual» (Padre-Madre-Hijo). El dos y el tres resultan insuficientes para explicar la idea de «sustancia», y podemos ilustrar esto con una analogía: Amante/amado(a)/deseo, pero ello no es una «familia», ni siquiera una relación amorosa.

Escultor/bloque/inspiración, no es todavía una estatua. Sodio/cloro/afinidad todavía no es sal.

Explicar la materia requiere, en principio, cuatro términos: escultor /bloque /inspiración /estatua; amante /amado(a) /deseo /relación amorosa; sodio/cloro/afinidad/sal.

Así, la materia es un principio que está más allá y por encima de la polaridad y la relación. Incluye necesariamente tanto al dos como al tres, pero es algo más que la suma de sus elementos constitutivos, como sabe cualquier escultor o amante. La materia, o sustancia, constituye tanto una combinación como una nueva unidad; es una analogía de la unidad absoluta, que es de naturaleza trina.

Los cuatro términos necesarios para dar cuenta de la materia son los famosos cuatro elementos, que no constituyen, como cree la ciencia moderna, un primitivo intento de explicar los misterios del universo material, sino, más bien, un modo —preciso y sofisticado— de describir la naturaleza inherente de la materia. Los antiguos no creían que la materia estuviera hecha realmente de las realidades físicas del fuego, la tierra, el aire y el agua. Utilizaban estos cuatro fenómenos comunes para describir los papeles funcionales de los cuatro términos necesarios de la materia, o, mejor dicho, del principio de sustancialidad (en el cuatro no hemos llegado todavía a la realidad física con la que topamos). El fuego es el principio activo y coagulante; la tierra es el principio receptivo y formador; el aire es el principio sutil y mediador, el que realiza el intercambio de fuerzas, y el agua es el principio compuesto, producto del fuego, la tierra y el aire —y, sin embargo, una «sustancia» que está más allá y por encima de ellos.

Fuego, aire, tierra, agua. Los antiguos elegían con cuidado. Decir lo mismo en lenguaje moderno requiere más términos, ninguno de los cuales se recuerda con tanta facilidad. Principio activo, principio receptivo, principio mediador y principio material: ¿para qué molestarse con tales abstracciones cuando fuego, tierra, aire y agua dicen lo mismo, y lo dicen mejor?

En Egipto, la conexión íntima entre el cuatro y el mundo material o sustancial se aplicó al simbolismo. Así, encontramos las cuatro orientaciones; las cuatro regiones del cielo; los cuatro pilares del cielo (soporte material del reino del espíritu); los cuatro hijos de Horus; los cuatro órganos; los cuatro canopes, donde se guardaban los cuatro órganos después de la muerte; los cuatro hijos de Geb, la Tierra.

La unidad es la conciencia perfecta, eterna e indiferenciada.

La unidad, al hacerse consciente de sí, crea la diferenciación, que es polaridad. La polaridad, o dualidad, es una expresión dual de la unidad. Así, cada aspecto participa de la naturaleza de la unidad y de la naturaleza de la dualidad: de lo «uno» y de lo «otro», como señala Platón.

Así pues, cada aspecto de la dualidad espiritual, primordial, es en sí mismo dual. La escisión primordial crea un doble antagonismo, que se reconcilia mediante la conciencia.

Esta doble reacción, o doble inversión, constituye la base del mundo material. Si no entendemos nada de este cuádruple proceso, apenas comprenderemos el mundo de los fenómenos, que es nuestro mundo. Estudiados de la forma correcta, los símbolos clarifican estos procesos mejor que las palabras. El cuadrado inscrito en un círculo representa la materia potencial, pasiva, contenida en la unidad. Este mismo proceso se muestra en acción —por decirlo así— en la cruz (que es algo más que dos trozos de madera sobre los que se clavó a un judío advenedizo). Es la cruz de la materia, en la que estamos prendidos todos nosotros. En esta cruz se crucifica al Cristo, al hombre cósmico, quien, al reconciliar sus polaridades a través de su propia conciencia, alcanza la unidad.

Es este mismo principio de doble inversión y de reconciliación el que subyace en todo el arte y la arquitectura religiosos de Egipto. Los brazos cruzados del faraón momificado — quien (cualesquiera que hubieran sido sus rasgos personales) representa los sucesivos estadios del hombre cósmico— sostienen, también cruzados, el cetro y el flagelo que representan su autoridad. Esquemáticamente, el punto de intersección de los dos brazos de la cruz cristiana representa el acto de la reconciliación, el punto místico de la creación, el «germen». En un esquema parecido, el faraón exaltado y momificado representa el mismo punto abstracto.

Así, tanto la cruz como el faraón momificado representan el cuatro y el cinco.

CINCO (5).

Para los pitagóricos, el cinco era el número del «amor», ya que representaba la unión del primer número masculino, el tres, con el primer número femenino, el dos.

También se puede denominar al cinco el primer número «universal». El uno -es decir, la unidad-, al contenerlo todo, resulta, estrictamente hablando, incomprensible. El cinco, que incorpora los principios de polaridad y reconciliación, es la clave para comprender el universo manifiesto, ya que el universo, al igual que todos los fenómenos sin excepción, es de naturaleza polar, en principio triple.

De las raíces del dos, el tres y el cinco se pueden derivar todas las proporciones y relaciones armónicas. La interrelación de dichas proporciones y relaciones gobierna las formas de toda materia, orgánica e inorgánica, y todos los procesos y secuencias de crecimiento. Es posible que en un futuro no muy lejano, la ciencia, con la ayuda de los ordenadores, llegue a alcanzar un conocimiento preciso de estas complejas interacciones. Pero no lo logrará hasta que acepte los principios subyacentes que los antiguos conocían.

Puede parecer extraño atribuir sexo a los números. Pero la reflexión sobre el papel funcional de éstos justifica inmediatamente esta manera de proceder. El dos, la polaridad, representa un estado de tensión; el tres, la relación, representa un acto de reconciliación. Los números femeninos, los pares, representan estados o condiciones; lo femenino es aquello sobre lo que se actúa. Lo masculino es lo iniciativo, lo activo, lo «creador», lo positivo (lo agresivo, lo racional); lo femenino, a su vez, es lo receptivo, lo pasivo, lo «creado» (lo sensitivo, lo nutriente). No se debe interpretar esto como un panfleto en defensa de un machismo universal: el universo es polar, masculino/femenino, por naturaleza. Y probablemente no es un hecho accidental que en incontables fenómenos del mundo natural encontremos esta relación entre los números impares y la masculinidad, y entre los números pares y la feminidad. Los órganos genitales sueles ser triples. Las hembras de todas las especies de mamíferos tiene dos mamas (o un número superior de ellas, múltiplo de dos). En un universo accidental no hay razón alguna por la que debería prevalecer tal uniformidad.

Así pues, para los pitagóricos el cinco era el número del amor; pero, dadas las innumerables connotaciones de este término, tan mal utilizado, probablemente sea preferible referirnos al cinco como el número de la vida.

Cuando querían representar al dios del universo, o el destino, o el número cinco, dibujaban una estrella.

Se necesitan cuatro términos para explicar la idea de materia o sustancia. Pero estos cuatro términos resultan insuficientes para explicar su creación. Es el cinco -la unión de lo masculino y lo femenino- el que permite que aquélla «suceda».

Es la comprensión del cinco desde esta perspectiva la responsable de la peculiar reverencia de la que ha sido objeto en numerosas culturas; de ahí que la estrella de cinco puntas, o pentagrama, y el pentágono hayan sido símbolos sagrados en las organizaciones esotéricas (y de ahí, también, que resulte tan irónico ver que este último forma hoy el plano arquitectónico del mayor cuartel militar del mundo). En el antiguo Egipto, el símbolo de la estrella se dibujaba con cinco puntas. El ideal del hombre realizado era convertirse en una estrella, y «pasar a estar en compañía de Ra».

Si aplicamos los papeles funcionales del número a las situaciones familiares de la vida cotidiana, podemos percibir mejor su modo de funcionar que con una descripción técnica. En el marco de las funciones, los papeles cambian y se hacen más complejos. Hombre/mujer es una polaridad. Pero el mismo hombre y la misma mujer, vinculados por el deseo en una relación, ya no son los mismos; y cuando la relación -de tres términos- se convierte en la tétrada de la relación amorosa, o de la familia, las partes que en ella participan cambian de nuevo funcionalmente (como saben muy bien todos los amantes, maridos y mujeres). Estas partes implicadas desempeñan simultáneamente tanto papeles activos, masculinos e iniciativos, como pasivos, femeninos y receptivos. El amante es activo con respecto a su amada, y receptivo al deseo; ella es receptiva ante sus tentativas, pero provoca el deseo. El escultor es activo con respecto al bloque de madera, y receptivo a la inspiración; el bloque de madera es receptivo ante su cincel, pero provoca la inspiración.

Es este tipo de pensamiento el que subyace a la filosofía vital de Egipto. En términos generales, la filosofía contemporánea falla en dos importantes ámbitos. Uno, caracterizado por el positivismo lógico y sus descendientes, bastante más sofisticados, se centra en la metodología lógica y científica. El otro, tipificado por el existencialismo en sus diversas formas, se centra en la experiencia humana en un contexto personal o social. Ninguna de estas dos escuelas incorpora el pensamiento pitagórico, con el resultado de que los positivistas han elaborado una herramienta analítica rigurosamente consistente, pero sin relación con la experiencia humana, mientras que los existencialistas han hecho útiles observaciones sobre la experiencia, pero no pueden encajarlas es una estructura consistente o convincente. El enfoque pitagórico revela una estructura y un sistema que subyacen a la experiencia.

La filosofía del antiguo Egipto no es filosofía en el sentido actual: no tiene textos explicativos. Sin embargo, es auténtica filosofía en tanto es sistemática, consecuente y coherente, y se organiza en torno a unos principios que se pueden expresar de manera filosófica.

Egipto expresaba estas ideas en la mitología, y su coherencia sólo se revela cuando se estudia la mitología como dramatización e interacción del número.

A partir de su estudio de la cábala hebrea, la filosofía china del yin y el yang, la mística cristiana, la alquimia, los textos sagrados hindúes y los últimos trabajos de la física moderna, se reconoció un vínculo pitagórico común en todos ellos. Por mucho que difieran los medios o los modos de expresión, cada una de estas filosofías o disciplinas se ocupa de la creación del mundo, o de la materia, del vacío; cada una de ellas reconoce que el mundo físico no es sino un aspecto de la energía; cada una de ellas -excepto la física moderna, la cual, al centrarse en el aspecto material del problema, elude sus implicaciones filosóficas- reconoce que la «vida» constituye un principio fundamental del universo, y no una ocurrencia tardía o un accidente.

El número del «amor», el número sagrado para Pitágoras, el número simbolizado por el pentágono y el pentagrama, y que gobernó las proporciones de las catedrales góticas, desempeñó en Egipto un papel fundamental, aunque más sutil. Aparte del carácter jeroglífico de la estrella de cinco puntas, no encontramos ningún ejemplo patente de figuras de cinco lados.
  
En lugar de ello, se descubrió que la raíz cuadrada de cinco regía las proporciones del «sanctasanctórum», el santuario más interior del templo de Luxor. En otros casos, descubrió que las proporciones de determinadas cámaras estaban regidas por el hexágono generado por el pentágono. En otras, diversos rectángulos cruzados de 8 X 11 —figuras de cuatro lados que generan el pentágono a partir del cuadrado— regían las proporciones de los murales de las paredes, que se relacionaban simbólicamente con las funciones representadas por el cinco.

Egipto utilizó también ampliamente la sección áurea, que, desde la escisión primordial, rige el flujo de los números hasta el cinco. La estrella de cinco puntas, formada por segmentos basados en la sección áurea, es el símbolo de la actividad incesante; el cinco es la clave de la vitalidad del universo, su naturaleza creadora. En términos mundanos, el cuatro explica el hecho de la estatua del escultor, pero no da cuenta de su «hacerse». Se necesitan cinco términos para explicar el principio de la «creación»; en consecuencia, el cinco es el número de la «potencialidad ». La potencialidad existe fuera del tiempo. El cinco es, pues, el número de la eternidad y del principio de la eterna creación, de la unión de lo masculino y lo femenino (y es por esta razón, y de acuerdo con esta línea de pensamiento, por lo que los antiguos hicieron al cinco objeto de lo que a nosotros nos parece una especial reverencia).

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