LA
MISTICA DEL NÚMERO.
Autor: Herbert Oré Belsuzarri (*)
Lo que hoy se denomina «mística del
número» pitagórica tiene un origen egipcio (Pero su estudio es más antiguo y se
remonta hasta sumeria), y corresponde a la filosofía que subyace a todas las
artes y ciencias de Egipto. En realidad, lo que hizo Pitágoras fue
desdramatizar el mito, una estrategia que tenía la ventaja de hablar
directamente a quienes eran capaces de pensar en aquellos términos.
Y aunque la razón
por sí misma no pone a los hombres en la senda de una tradición iniciática (esa
es la función de la conciencia), sí resulta suficiente para invalidar el
escepticismo. Son los sentidos los que nos hacen escépticos. Cuando los
científicos y los intelectuales afirman que su ateísmo o su agnosticismo se
basan en la «razón», mienten. Lo que ocurre es simplemente que no han logrado
aplicar su razón a los datos relativos y provisionales que les envían sus
sentidos.
Más allá de cierto
nivel, en todas y cada una de las artes y las ciencias de Egipto el conocimiento
era secreto. Las reglas, axiomas, teoremas y fórmulas —la propia materia de la ciencia
y la erudición modernas— nunca se hacían públicos, y es posible que nunca se
llegaran a escribir.
Pero actualmente la
cuestión del secreto se interpreta de manera equivocada. Los eruditos suelen
coincidir en la idea de que la mayoría de las sociedades antiguas (y muchas sociedades
primitivas modernas) reservaban cierto tipo de conocimiento a un selecto grupo
de iniciados. Esta práctica se considera, cuando menos, absurda y
antidemocrática, y en el peor de los casos se interpreta como una forma de
tiranía intelectual, mediante la cual una clase sacerdotal mantenía a las masas
en un estado de temor reverencial e inactivo.
Pero la mente de
los antiguos era bastante más perspicaz que la nuestra. Había (y hay) buenas razones
para mantener ciertos tipos de conocimiento en secreto, incluyendo los secretos
del número y la geometría, una práctica pitagórica que suele despertar
especialmente la ira de los matemáticos.
El cinco era el
número sagrado de los pitagóricos, y los miembros de la hermandad habían de jurar
que mantendrían su secreto bajo pena de muerte. Pero sabemos que hubo secretos
porque éstos fueron revelados.
Que Egipto poseía y
desarrollo estos conocimientos resulta un hecho incontestable ante las proporciones
armónicas de su arte y su arquitectura.
Pero, quizás Egipto
sabía guardar sus secretos mucho mejor que los griegos, no olvidemos que en
Egipto habían muchas escuelas iniciáticas, lo que explica que los egiptólogos
se nieguen a creer que los poseían. Aunque, por definición, no dejan de ser
circunstanciales, las evidencias de que fue así resultan abrumadoras, y sólo falta
comprender qué motivos justificaban el hecho de mantener este tipo (o cualquier
tipo) de conocimiento en secreto.
Una obra de arte,
buena o mala, constituye un complejo sistema vibratorio. Nuestros cinco
sentidos están constituidos para captar estos datos en forma de longitudes de
onda visuales, auditivas, táctiles y, probablemente, olfativas y gustativas.
Los datos son interpretados por el cerebro, y provocan una respuesta que
—aunque se dan amplias variaciones entre unos individuos y otros— resulta más o
menos universal.
Los artistas
consumados saben instintivamente que sus creaciones se ajustan a unas leyes:
considérese por ejemplo la famosa afirmación de Beethoven, realizada mientras
trabajaba en su último cuarteto, de que «la música constituye una revelación de
índole superior a la filosofía ». Sin embargo, no comprenden la exacta naturaleza
de dichas leyes. Alcanzan la maestría sólo a través de una intensa disciplina,
de una sensibilidad innata y de un largo período de ensayo y error. Poco de
ello pueden transmitir a sus pupilos o discípulos: sólo se puede transmitir la
técnica, pero nunca el «genio». Sin embargo, en las civilizaciones antiguas
había una clase de iniciados que poseían un conocimiento preciso de las leyes
armónicas. Sabían cómo manipularlas para crear el efecto preciso que deseaban.
Y plasmaron dicho conocimiento en la arquitectura, el arte, la música, la
pintura y los rituales, produciendo las catedrales góticas, los inmensos
templos hindúes, todas las maravillas de Egipto y muchas otras obras sagradas antiguas
que aún hoy, en ruinas, producen en nosotros un poderoso efecto. Este efecto se
debe a que aquellos hombres sabían exactamente qué hacían y por qué lo hacían:
se llevaba a cabo íntegramente a través de un conjunto de manipulaciones
sensoriales.
Hoy es un hecho
bien conocido —y los trabajos en este ámbito revelan continuamente efectos aún
más sutiles e insidiosos— que las tensiones y fatigas de la vida moderna tienen
consecuencias, reales e, incluso, calculables, en nuestras facultades psíquicas
y emocionales. La gente que vive cerca de un aeropuerto o trabaja con el ruido
incesante de una fábrica vive en un continuo estado de nerviosismo. En los
edificios de oficinas donde el aire se recicla o se hace un amplio uso de
materiales sintéticos se crea una atmósfera donde los iones negativos son
escasos.
Aunque los sentidos
no lo detectan de manera directa, en última instancia se trata de un fenómeno
vibratorio de nivel molecular, y tiene poderosos efectos, mensurablemente perjudiciales:
la gente se vuelve depresiva a irritable, se cansa con facilidad y su
resistencia a las infecciones disminuye. Las frecuencias subsónicas y
ultrasónicas producidas por una amplia gama de máquinas ejercen también una
poderosa y peligrosa influencia. Actualmente los diseñadores poseen un cierto
conocimiento de los efectos de los colores y de las combinaciones de éstos;
saben qué efectos pueden ser beneficiosos, y cuáles nocivos, aunque no saben
por qué.
Así, la vida
cotidiana de los habitantes de las actuales ciudades es técnicamente una forma
de tortura, suave pero constante, en la que las víctimas y los verdugos se ven
afectados por igual. Y todos llaman a eso «progreso». El resultado es parecido
al que produce la tortura deliberada. Las personas espiritualmente fuertes
reconocen el desafío, lo afrontan y lo superan; el resto sucumben, se
embrutecen, se vuelven apáticas y fácilmente dominables: se adhieren
servilmente a cualquier cosa o persona que prometa aliviar su intolerable
situación, y los hombres se ven arrastrados con facilidad a la violencia, o a
excusar la violencia en nombre de lo que imaginan que son sus intereses. Y todo
esto se lleva a cabo por hombres que profesan elevados ideales, pero que
ignoran las fuerzas que manipulan.
Es un hecho incontestable que todos estos fenómenos
ejercen sus efectos ya sea a través de los sentidos directamente, ya sea (como
en el caso del aire desionizado, o en el de las ondas subsónicas y
ultrasónicas) a través de otros receptores fisiológicos más sutiles. Es
evidente, pues, que todos ellos se pueden reducir a términos matemáticos, al
menos en principio.
(*) Herbert Oré es un conocido autor y escritor masón de la República del Perú, con una importante producción de temas masónicos y otros. Su producción completa se puede hallar en SCRIBD.
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