Herbert Oré Belsuzarri.
Numeros mayas.
SEIS (6)
Se necesitan cuatro términos para
explicar el principio o la idea de «sustancia». Se requieren cinco para dar
cuenta de la «creación», del acto de llegar a ser, del acontecimiento.
Pero cinco términos resultan
insuficientes para describir el marco en el que este acontecimiento tiene
lugar, la realización de la potencialidad.
Este marco es el tiempo y el espacio.
En este sentido, podemos decir que el
Seis es el número del mundo. El cinco, al hacerse seis, engendra o crea el
tiempo y el espacio.
Las funciones, procesos y principios
relativos al uno, el dos, el tres, el cuatro y el cinco se pueden calificar de
espirituales o metafísicos. En cualquier caso, son invisibles. No podemos ver
realmente, o siquiera visualizar, una polaridad, una relación, la sustancia
principal o el acto de creación. Pero vivimos en un mundo de tiempo y espacio,
y, por desgracia para nosotros, esta avasalladora interpretación sensorial del
tiempo y el espacio condicionan lo que denominamos «realidad», una realidad que
no es sino un aspecto de la verdad. Nuestra lengua, con sus tiempos verbales de
pasado, presente y futuro (no todas los tienen), refuerza el panorama ilusorio descrito
por los sentidos.
Desde tiempo inmemorial, eruditos,
filósofos y pensadores se han estrujado el cerebro con el problema del tiempo y
el espacio, y raramente se han dado cuenta de que el propio lenguaje en cuyo marco esperaban resolver el problema se
hallaba estructurado de forma tal que sustentaba la evidencia de los sentidos.
Probablemente en tiempos antiguos este
problema era menos acusado de lo que lo es hoy. La lengua es el principal
instrumento de expresión de las facultades intelectuales. Cuando los hombres
eran menos dependientes de sus intelectos y, con toda probabilidad, poseían
unas facultades intuitivas y emocionales más desarrolladas, eran también más
susceptibles a las experiencias que
trascienden el tiempo y el espacio, y eran capaces de aceptar las evidencias provisionales
de los sentidos como lo que realmente son.
Aparentemente experimentamos el tiempo
como un flujo, mientras que el espacio nos parece que es eso en donde están
contenidas las cosas. Pero si sometemos estas impresiones al análisis racional,
acabamos por llegar a aparentes disparates, o, en caso contrario, nos vemos obligados
a seguir a los positivistas y concluir que nuestras preguntas están formuladas
de manera incorrecta, y, en consecuencia, carecen de sentido. Seguimos
quedándonos con la avasalladora impresión del tiempo como flujo, lógicamente
sin principio ni fin, y —también lógicamente— sin un «presente», ya que el
pasado y el futuro se funden incesantemente uno con otro. Si consideramos el
espacio en función de lo que contiene, nos vemos limitados a postular una
extensión infinita, o bien, si el universo es finito, una infinidad que
comienza en sus límites.
Ninguna de las dos soluciones resulta
satisfactoria, y de nuevo nos quedamos con la indeleble impresión de que el
espacio contiene las cosas, pero el propio «espacio» sigue siendo un misterio.
No hay nada en la ciencia o en la filosofía que pueda resolver este problema.
Sin embargo, el estudio del simbolismo
de los números, y de las funciones y principios que éstos describen, nos
permite apoyarnos en una sólida base intelectual. No se trata de un sustituto
de la experiencia mística, que por sí sola lleva aparejada la inalterable
certeza emocional que denominamos «fe». Pero, al menos, nos permite ver
simultáneamente tanto la naturaleza «real» del tiempo y el espacio como su
aspecto condicional, que es el que nos transmite nuestro aparato sensorial. Nos
permite, asimismo, reconciliar los puntos de vista, aparentemente
irreconciliables, de la mística oriental —que sostiene que el mundo de los sentidos
(y, con él, el tiempo y el espacio) es una ilusión, que es íntegramente un
constructo mental— y el empirismo occidental —que toma los datos sensoriales al
pie de la letra, a pesar de los insolubles problemas filosóficos y científicos
que esto plantea—.
Ambas interpretaciones son correctas
según el punto de vista que se adopte. En términos del mundo material, el
tiempo es real. Es real en todo lo que se refiere a nuestros cuerpos, pues vivimos
y morimos. En los términos del mundo espiritual, no es que el tiempo sea una ilusión
en el sentido de realidad falsamente percibida; por el contrario, el tiempo no
existe. Para el absoluto, para la unidad trascendente, no hay tiempo. Y todas
las religiones iniciáticas enseñan que la meta del hombre es la unión con el
absoluto, con Dios, con el reino del «espíritu». En consecuencia, un importante
aspecto de dichas enseñanzas es la insistencia en la necesidad de trascender el
tiempo, puesto que es el tiempo el que nos hace esclavos del mundo material.
Sin embargo, dado que nuestro cuerpo se
halla ligado al tiempo, y nuestras necesidades, placeres, dolores y deseos
están tan estrechamente vinculados al cuerpo, se nos hace difícil imbuirnos de
la inquebrantable determinación de actuar según la necesidad de trascender el tiempo,
a pesar de que teóricamente defendamos esta idea. De ahí surgen las elaboradas disciplinas
y rituales del yoga, el zen, y otras formas de religiones de Oriente y
Occidente.
El estudio del simbolismo del número no
permitirá por sí solo a un hombre trascender el tiempo, pero, al clarificar el
asunto, al demostrar el modo en que el tiempo y el espacio desempeñan sus papeles
en el gran diseño universal, el simbolismo del número puede ayudarnos a verlos
bajo su auténtica luz, y, acaso, puede contribuir a que la necesidad de
trascendencia se nos haga mucho más urgente.
El marco en el que tiene lugar la
creación es el tiempo y el espacio, cuya definición requiere seis términos. La
creación no tiene lugar en el tiempo; lejos de ello, el tiempo es un efecto de
la creación. Las cosas no existen en el espacio: son el espacio. No hay más
tiempo que el definido por la creación; no hay más espacio que el definido por
el volumen. El universo material constituye una jerarquía interrelacionada de
energías de diferentes niveles u órdenes de densidad, a las que nuestros
sentidos sólo tienen un acceso limitado.
Una ciencia que trate de explicar el
orden universal en términos de la experiencia sensorial humana, o a través de
máquinas que no son sino extensiones cuantitativas de los sentidos humanos,
está condenada a alejarse cada vez más de una comprensión global.
Esta es la situación que podemos ver
actualmente, cuando la especialización prolifera cada vez más, y, aunque en
teoría se habla de las innegables interacciones entre los diversos campos, los especialistas
no tienen ninguna pista acerca de cómo y por qué tienen lugar dichas
interacciones.
Y la interminable disputa en torno a la
cuestión de si el universo es, en última instancia, material o espiritual, continúa.
En Egipto y otras civilizaciones
antiguas la situación era totalmente opuesta. En su filosofía vital no se hacía
distinción entre mente y materia: ambas se comprendían como aspectos de un
mismo diseño. Sólo la escisión primordial era incognoscible: todo lo demás se remitía
a este acontecimiento en términos de funciones, principios y procesos, los
cuales resultaban comprensibles mediante los números, y comunicables (en
Egipto) mediante los neters (los llamados «dioses»), cuyos atributos, gestos, tamaño y
situación se alteraban en función del papel desempeñado en una situación
determinada. (En la lengua moderna hacemos lo mismo de forma menos sistemática:
sabemos -aunque no podríamos «demostrarlo»- que el papel de «hombre» en una
polaridad no es el mismo que el de «amante» en una relación.)
La selección de 24 horas como
subdivisión del día resulta bastante arbitraria. Los chinos, por ejemplo, utilizaban
12 subunidades del día, y los hindúes llegaban hasta las 60 sub unidades ... no hay ningún acontecimiento natural que divida el
día ... en doceavos, veinticuatroavos,
sesentavos o cualquier otra fracción ... Los babilonios, en una primera época,
utilizaban doce fracciones iguales para dividir el día entre puesta de sol y
puesta de sol ... Los chinos dividían el día en doce períodos shih iguales.
Sin embargo, así como los babilonios dividían el beru en
sesentavos y cada una de estas fracciones en otros sesentavos, los chinos dividían
el shih en octavos ... Los chinos también dividían el día en
centavos.
El seis, el número del mundo material
y, en consecuencia, del tiempo y el espacio, es el número elegido por los
egipcios para simbolizar los fenómenos espaciales y temporales. El seis servía
a los egipcios, como nos sirve a nosotros, para establecer las divisiones
temporales básicas: el día en veinticuatro horas (doce de día y doce de noche);
el año en doce meses, de treinta días cada uno, más otros cinco días en los que
«nacieron los neters». Esto no es accidente ni casualidad, sino un corolario
natural del papel funcional del seis. (En la mecánica celeste, las
explicaciones del movimiento utilizan un espacio de seis dimensiones: tres para
la posición, y tres para la velocidad de cada partícula o planeta.)
El volumen requiere seis direcciones de
extensión para definirlo: arriba y abajo, delante y detrás, izquierda y
derecha. En Egipto, el cubo, la figura perfecta de seis caras, se utilizaba como
símbolo de la realización en el espacio; el cubo es, pues, el símbolo del
volumen. El faraón aparece sentado en su trono, que es un cubo (a veces se
esculpe surgiendo de un cubo); el hombre está situado inequívocamente en la
existencia material. Nada podría resultar más claro que este ejemplo de
reconocimiento consciente del papel y la función del Seis. Pero para reconocernos
a nosotros mismos, debemos ser capaces de pensar como lo hacía Pitágoras.
El seis se simboliza también por el
hexágono, por el sello de Salomón y por los dobles trigramas del i ching chino,
cada uno de los cuales representa un enfoque distinto e ilustra un aspecto
diferente del seis, aunque dichos aspectos son, en última instancia,
complementarios.
El cubo es el resultado del seis; el
sello de Salomón y los dobles trigramas constituyen el seis en acción.
En Egipto, se descubrió que las dimensiones
de ciertas salas concretas del templo de Luxor venían determinadas por la
generación geométrica del hexágono a partir del pentágono. Se trata de una
expresión simbólica de la materialización de la materia a partir del acto
creador espiritual. Al mismo tiempo, constituye una expresión real de materialización.
El templo simboliza, y -a la vez- es, el tiempo y el espacio, en estricta conformidad
con las leyes pertinentes.
SIETE
(7)
Se requieren cinco términos para dar
cuenta del principio de la vida, del acto creador, del «acontecimiento». Seis
términos describen el marco en el que los acontecimientos tienen lugar. Pero
seis términos resultan insuficientes para explicar el proceso de venir al ser,
de «hacerse».
En el mundo material, generalmente experimentamos
este proceso en términos de crecimiento. Pero cuando relacionamos el
significado funcional del siete con la experiencia cotidiana, esta analogía se
empieza a agotar. En el cinco, la correspondencia entre el escultor y el «acto»
cósmico era precisa. En el seis, rozábamos el borde de la metáfora. Nuestro
escultor, en el seis, no creaba tiempo y espacio: estaba ya en el tiempo y el
espacio, y esculpía de forma creadora. El «volumen» de su estatua preexistía en
el bloque de madera (aunque, desde la perspectiva de la estatua, podríamos
decir que el escultor representaba de nuevo el papel de Dios, y creaba el
tiempo y el espacio de la estatua en cuanto estatua, que previamente no
existía).
En el siete, sin embargo, nuestra
analogía se convierte en metáfora pura. El escultor no hace «crecer» a la
estatua en ningún sentido material ni biológico. Nosotros crecemos, al igual que
un mono. Pero el «crecimiento» de la estatua es puramente metafórico (aunque
puede que no se lo parezca del todo al propio escultor, quien, observando
detalladamente el progreso de su creación, desde la idea, o «germen», hasta su
finalización, puede hacerse una idea del principio de creación).
Se necesitan siete términos para dar
cuenta del fenómeno del crecimiento. El crecimiento es un principio universal
observable (y mensurable) en todos los ámbitos del mundo físico, excepto en los
más micro cósmicos (no podemos observar o medir el «crecimiento» de un átomo o
de una molécula).
Al igual que todos los principios y
funciones descritos hasta ahora, todos los cuales contribuyen a nuestra
experiencia del mundo tal como es, el «crecimiento» no se puede explicar científicamente.
No hay nada en el comportamiento del átomo de hidrógeno que haga predecible que
un gatito se convierta en un gato adulto. Pero, como ocurre con todas las demás
funciones y procesos, la ignorancia científica se enmascara tras una aparatosa
verborrea. Las cosas se desarrollan porque unos «mecanismos» que se iniciaron
de manera fortuita en el transcurso de la «evolución» han puesto de manifiesto
que el «crecimiento» es un factor que lleva a la «supervivencia». Y este fatuo
circunloquio se califica de «pensamiento racional».
Es interesante señalar que, hasta
ahora, al relacionar el número con la función, hemos podido mostrar por qué los
números dos, tres, cuatro, etc., y no otros, se aplican a la polaridad, la
relación y la sustancialidad; pero no podemos encontrar fácilmente ejemplos
físicos concretos que respalden estas correlaciones: no podemos hallar ninguna
prueba física de que un montón de sal, en cuanto realidad material, está
implícito en el significado del cuatro. Un escéptico podría considerar que la aplicación
universal del seis a los sistemas de medición del tiempo y el espacio es
arbitraria.
Sin embargo, cuando llegamos al siete,
nos encontramos con que ya no podemos relacionar este número directamente con
nuestra experiencia: no podemos iniciar nuestro propio «crecimiento».
Pero en el mundo físico encontramos
multitud de ejemplos en los que el siete se manifiesta en forma de sistemas que
crecen o de sistemas activos.
El crecimiento no es un proceso
continuo. Se da en pasos discretos, en saltos cuánticos.
Los niños parecen «estirarse» de golpe;
y realmente lo hacen. Los huesos no crecen continuamente: durante un tiempo
aumentan de longitud, y luego de grosor. En ciertos períodos (numéricamente
determinados) el crecimiento avanza deprisa; entre uno y otro apenas hay crecimiento.
Se requieren siete términos para dar
cuenta del principio de crecimiento, y es un hecho notable la frecuencia con la
que el siete, o sus múltiplos, rigen los pasos reales, o las etapas y secuencias,
del crecimiento (aún más notable si se tiene en cuenta que la ciencia ignora el
pensamiento pitagórico y, en consecuencia, no trata de buscar tales
correspondencias; pero los datos se acumulan de todos modos).
Los fenómenos tienden a completarse en
siete etapas, o son completos en esa fase concreta. En la escala armónica hay
siete tonos. Es la escala armónica, y la función humana de la audición, la que
nos proporciona acceso directo al proceso del crecimiento, de la creatividad manifestándose.
Fue esta razón -y no el azar o la superstición- la que llevó a los pitagóricos explícitamente,
y a los egipcios implícitamente, a emplear la escala armónica como el instrumento
perfecto para enseñar y mostrar el funcionamiento del cosmos.
Consideremos una cuerda de una longitud
dada como la unidad. Hagámosla vibrar: producirá un sonido. Sujetemos la cuerda
por su punto medio, y hagámosla vibrar de nuevo: ahora producirá un sonido una
octava más alto. La división en dos da como resultado una analogía de la unidad
original. (Dios creó a Adán a su imagen, y necesitó siete días -o etapas discretas-
para realizar su trabajo.) Esquemáticamente, la cuerda dividida que vibra
ilustra el principio de doble inversión, que impregna todo el simbolismo
egipcio, y que sólo ahora están investigando los físicos subatómicos como
característica fundamental de la materia.
Entre la nota original y su octava hay
siete intervalos, siete etapas desiguales que -pese a su desigualdad- el oído
interpreta como «armónicas».
No podemos describir o definir la
armonía en términos lógicos o racionales. Pero reaccionamos a ella -y a su
ausencia- de manera instintiva. Esta reacción se caracteriza por una inequívoca
sensación de «equilibrio».
Las notas de la escala musical remiten
a la división del uno en dos. Dichas notas representan momentos de reposo en el
descenso de la unidad hacia la multiplicidad. Se puede decir que el universo
creado «ocurre» entre el uno y el dos, y la armonía evoca en nosotros una conciencia
instintiva (e incluso un anhelo) de la unidad de la que aquélla se deriva. La
armonía es la remembranza de la unidad. Y el arte que se basa en principios
armónicos despierta en nosotros el sentimiento de unidad y del orden cósmico o
«divino».
En el mundo que experimentamos, todas
las unidades representan estados de equilibrio dinámico (aunque provisional);
son etapas del retorno a la unidad, oasis en el caos que implica la multiplicidad
desenfrenada.
Un átomo es un momento de equilibrio.
También un gato lo es. El equilibrio es un estado en el que las fuerzas
positivas y negativas se compensan. La ciencia moderna, con su doctrina de la
entropía y la entropía negativa,* expresa este mismo principio sin reconocer su
significado funcional. El zodíaco astrológico occidental (¡un producto de la
imaginación primitiva!) expresa este principio de forma precisa y completa:
Libra, la balanza, es el séptimo signo.
El Siete significa la unión del
espíritu y la materia, del tres y el cuatro. Una de las formas que expresan
tradicionalmente el significado del siete es la pirámide, tan característica de
la arquitectura egipcia: una combinación de una base cuadrada, que simboliza
los cuatro elementos, y unos lados triangulares, que simbolizan las tres
modalidades del espíritu. Las diferentes pirámides se han construido de manera
que expresen distintas funciones de la sección áurea.
La pirámide, construida de acuerdo con la
sección áurea, no sólo tiene una utilidad simbólica. En la práctica es la forma
que más útil resulta para toda una serie de funciones geográficas, geodésicas,
cronométricas, geométricas, matemáticas, numéricas, coreográficas y astronómicas,
funciones que diversos eruditos modernos han demostrado que se hallan innegablemente
incorporadas a la pirámide (especialmente en la denominada Gran Pirámide de Keops).
Hasta hace muy poco los egiptólogos habían preferido ignorar los datos más
relevantes, pero hay algunos indicios de que el cambio de actitud es inminente.
Tomado de:
No hay comentarios:
Publicar un comentario