Numeros japoneses.
Herbert Oré Belsuzarri
OCHO
(8)
Antes de tratar de las funciones y
principios inherentes al ocho, vale la pena hacer una advertencia respecto al
simbolismo del número. A medida que vamos pasando de un número a otro, cada uno
de ellos no sólo simboliza y define la función concreta a él asignada, sino que
incorpora todas las combinaciones y funciones que han llevado hasta él. Así,
por ejemplo, la polaridad, la tensión entre los opuestos, es una función
sencilla. Pero el cinco no sólo representa el acto de creación; incorpora
también al dos y al tres, los principios masculino y femenino, y dos conjuntos
de opuestos -el principio de doble inversión- unidos por el invisible punto de
intersección. El cinco es también el uno, o unidad, actuando sobre el cuatro, o
materia original: por tanto, la creación.
Cuando llegamos al siete, las cosas se
hacen aún más complejas. Cada aspecto de la combinación se manifiesta de forma
distinta. Siete es cuatro y tres: la unión de materia y espíritu; es cinco y
dos: oposición fundamental unida por el acto, por el «amor»; y es también seis
y uno: la nota fundamental, el do, materializada por el seis, es decir, que en
el tiempo y el espacio produce su octavo tono, que es una nueva unidad.
Esta nueva unidad no es idéntica, sino análoga,
a la unidad primera. Es una renovación o «autorreplicación». Y para explicar el
principio de autorreplicación se necesitan ocho términos.
La antigua unidad ya no existe, y una
unidad nueva ha ocupado su lugar: «¡El rey ha muerto! ¡Viva el rey!».
En el zodíaco, es el octavo signo,
Escorpión, el que tradicionalmente simboliza la muerte, el sexo y la
renovación.
En Egipto, un texto muy conocido
declara: «Yo soy uno, que se convierte en dos, que se convierte en cuatro, que
se convierte en ocho, y luego vuelvo a ser uno».
Thot (Hermes para los griegos, Mercurio
para los romanos) es el «Maestro de la Ciudad del Ocho». Thot, mensajero de los
dioses, es el neter de la escritura, del lenguaje, del conocimiento, de la
magia; Thot da al hombre acceso a los misterios del mundo manifiesto,
simbolizado por el ocho.
Esta breve digresión sobre la relación
entre el número y la función no pretende ser completa o exhaustiva. Lejos de
ello, aspira únicamente a servir como preparación para la formulación de varias
preguntas, a las que se puede responder simplemente «sí» o «no».
¿Experimentamos el mundo físico o
natural en términos de polaridad, relación, sustancialidad, actividad, tiempo y
espacio, crecimiento y sexo, muerte y renovación? Dado que, aparte de la
polaridad, ninguno de estos términos admite una estricta definición lógica,
¿tenemos derecho a desecharlos calificándolos de «arbitrarios»?
El simbolismo del número, así
relacionado con la función, proporciona el marco que hace comprensible el mundo
de nuestra experiencia.
En esta introducción nos hemos limitado
necesariamente a aproximarnos al modo en que el número se relaciona con el
mundo físico, o la experiencia física: el mundo del ser. Pero el número
constituye también la clave del mundo de los valores (que son aspectos de la
voluntad) y del mundo de la conciencia, que, junto con el de la experiencia
física, configuran la totalidad de la experiencia humana.
El ocho, pues, corresponde al mundo
físico tal como lo experimentamos. Pero el mundo físico que comprendemos
resulta aún más complejo. La interacción de las funciones presentes hasta el Ocho
no permite una pauta o plan, el ordenamiento de los fenómenos. Tampoco un
sistema de ocho términos da cuenta de la fuente del orden o de la pauta: su
«artífice», por decirlo así. No explica la necesidad (el principio que
reconcilia el orden y el desorden). Para que haya «creación», primero debe ser
necesaria. Finalmente, está la matriz en la que todas estas funciones operan
simultáneamente, a la que podríamos denominar «el mundo de las posibilidades».
Estas elevadas funciones numéricas
corresponden al nueve, al diez, al once y al doce. Las funciones
correspondientes a estos números no forman parte de nuestra experiencia
directa, pero filosóficamente podemos reconocer su necesidad. Hay que admitir
que estos conceptos resultan difíciles de entender, debido especialmente a que
nuestra educación nos enseña a analizar, no a sintetizar. Sin embargo, estas
funciones no son abstracciones -al menos no en el mismo sentido en que lo es la
raíz cuadrada de menos uno-, ya que resultan esenciales para completar el marco
de nuestra experiencia, aun cuando no podamos experimentarlas de manera
directa.
Así, estos espíritus, llamados Nummo,
eran dos espíritus de dios homogéneos (mitad hombre, mitad serpiente) ... la
pareja nació perfecta y completa; tenían ocho miembros, y su número era el ocho,
que es el símbolo del habla ... son el agua [en el zodíaco occidental, los
signos 4.°, 8.° y 12.° son signos de agua] ...
La fuerza vital de la tierra es el
agua. Dios modeló la tierra con agua. También la sangre la hizo de agua. Incluso
en una piedra existe esta fuerza.
También son necesarias desde un punto
de vista teórico. Como ya hemos mencionado, en la escisión primordial el uno se
convierte simultáneamente en dos y en tres. Los fenómenos son duales por
naturaleza, pero triples en principio. La cuerda que vibra representa una
polaridad fundamental: una fuerza impulsora, masculina (la que la mueve), y una
fuerza resistente, femenina (la cuerda). Al vibrar, la cuerda representa una
relación: una fuerza impulsora, una fuerza resistente y una fuerza mediadora o
reconciliadora (la frecuencia de vibración, que es la «interacción» entre los
dos polos, pero no es ni el uno ni el otro).
La escisión primordial, al crear la
dualidad, crea dos unidades, cada una de las cuales participa de la naturaleza
de la unidad y de la dualidad: dos, en este sentido, es igual a cuatro.
La creación simultánea del dos, el tres
y el cuatro postula una interacción entre estas funciones, un ciclo, que para
su plena realización requiere de doce términos. Difícil de expresar verbalmente,
este ciclo de doce partes se expresa de manera sencilla, esquemática y completa
en el zodíaco tradicional.
Aunque en el antiguo Egipto no se han
encontrado zodíacos propiamente dichos, proporciona amplias evidencias que
demuestran que el conocimiento de los signos del zodíaco existió desde tiempos
muy remotos, y que rige e impregna el simbolismo egipcio, cuando uno sabe dónde
y cómo buscarlo (Zodiaco de Dendera).
En el zodíaco, cada signo participa de
la dualidad, la triplicidad y la cuadruplicidad.
Naturalmente, en la astrología que
aparece en los periódicos y revistas (y que los científicos y eruditos creen
que es la única que existe) este aspecto fundamental del zodíaco pasa
desapercibido.
Por desgracia, otros astrólogos
modernos más serios, aunque utilizan los signos zodiacales de manera intuitiva,
apenas reconocen el simbolismo numérico en el que se fundamentan.
Como veremos enseguida, la sección
áurea forma parte del núcleo de la escisión primordial, creando un universo
asimétrico y cíclico. Este aspecto cíclico significa que los múltiplos de los
números son, por así decirlo, registros superiores de los números inferiores.
El universo físico se completa, en
principio, con cuatro términos: unidad, polaridad, relación y sustancialidad.
Pero la materialización plena de todas las posibilidades requiere el funcionamiento
de todas las combinaciones de dos, tres y cuatro. Y esto se realiza en los doce
signos del zodíaco. Éste se divide en seis grupos de polaridades, cuatro grupos
de triplicidades (los modos) y tres grupos de cuadruplicidades (los elementos).
Cada signo es, a la vez, polar (activo o pasivo), modal (cardinal es el
iniciador; fijo es aquel sobre el que se actúa; mutable es el que media o
efectúa el intercambio de fuerzas) y elemental (fuego, tierra, aire, agua). La polaridad
se realiza en el tiempo y el espacio (seis veces dos), el espíritu
materializado (tres veces cuatro) y la materia espiritualizada (cuatro veces
tres).
Así, con cuatro términos tenemos el
mundo en principio. Con ocho términos tenemos el mundo materializado en el
tiempo y el espacio. Con doce términos tenemos el mundo de las potencialidades
y las posibilidades.
Aunque este breve resumen no se
aproxima más que a un aspecto del zodíaco astrológico, debería ser suficiente
para sugerir que este antiguo diseño no se basaba en absoluto en los ensueños
de arcaicos visionarios, sino que se construyó rigurosamente de acuerdo con los
principios pitagóricos. Si esperamos comprender el mundo físico en el que
vivimos (por no hablar del mundo espiritual), debemos examinar los principios y
funciones que subyacen a la experiencia común. Y el simbolismo del número nos
permite hacerlo.
En la comprensión de este hecho se
basaba el funcionamiento del antiguo Egipto y de otras civilizaciones antiguas.
Sobre esta base, y partiendo de esta comprensión, es posible idear un sistema
interrelacionado global y coherente en el que la ciencia, la religión, el arte
y la filosofía definan y exploren aspectos concretos del todo, aunque sin
perderse nunca de vista mutuamente.
Los egiptólogos reconocen que fue un
sistema así el que predominó en Egipto, pero, al juzgar dicho sistema desde su
propio punto de vista, son incapaces de comprenderlo, y lamentan el hecho de
que en Egipto la «teología» impregne todos los aspectos de la civilización.
Aunque puede parecer que de ahí sólo
falta un paso para reconocer que, si la teología egipcia lo impregnaba todo,
era porque se basaba en la verdad, dar ese paso requiere un auténtico giro
psicológico, y esto no resulta en absoluto fácil de realizar. Así, las
evidencias que presenta de forma tan meticulosa son ignoradas. Sin embargo, en
otros ámbitos especializados de la egiptología, las concienzudas, y a menudo
brillantes, obras de astronomía, matemáticas, geografía, geodesia y medicina
estudiadas atestiguan el refinamiento y la sofisticación de los conocimientos
egipcios. En cualquier caso, los progresos de los métodos modernos revelan las
deficiencias y defectos anteriores, y alteran invariablemente las opiniones relativas
a los conocimientos del antiguo Egipto.
NUEVE (9)
Egipto evocaba, mas nunca explicaba.
Como ya hemos visto, las correlaciones establecidas entre número y función no
son arbitrarias, y en cada caso ha sido posible mostrar cómo dichas correlaciones
se empleaban en los símbolos y los mitos egipcios. Sin embargo, por regla
general hemos tenido que buscarlas, y, por tanto, es necesario que primero
comprendamos el significado funcional del número antes de saber cómo o dónde
hay que buscar. Ni siquiera las tríadas de
neters (como las trinidades en las mitologías de otras
civilizaciones) son declaraciones manifiestas de un interés en el número, o de
una concepción del tres como principio de relación.
El escéptico podría argumentar
fácilmente que el fenómeno del macho y la hembra engendrando una nueva vida
resulta tan evidente que fácilmente podría servir como símbolo sin necesidad de
conocer sus connotaciones filosóficas o pitagóricas.
Pero la elección del nueve no resulta
ya tan evidente, y aquí no es posible una interpretación errónea de la
importancia atribuida al número nueve por los egipcios.
El nueve resulta extremadamente
complejo, y prácticamente inabordable mediante una expresión verbal precisa. La
Gran Enéada (una enéada es un grupo de nueve) no es una secuencia, sino los
nueve aspectos de Tum, que se interpenetran, interactúan y se entrelazan.
Esquemáticamente, se puede ilustrar la
Gran Enéada con el más fascinante de los símbolos, el tetractys, que
la hermandad pitagórica consideraba sagrado.
La Gran Enéada emana del absoluto, o
«fuego central» (en la terminología de Pitágoras).
Los nueve neters (principios)
rodeando al uno (el absoluto), que se convierte tanto en uno como en diez. Ésta
es la analogía simbólica de la unidad original; es repetición, retorno a la
fuente. En la mitología egipcia, este proceso es simbolizado por Horus, el Hijo
divino que venga el asesinato y desmembración (por parte de Set) de su padre,
Osiris.
El tetractys
es un símbolo rico y polifacético que
responde a la meditación con un flujo de significados, relaciones y
correspondencias casi inagotable. Es una expresión de la realidad metafísica,
el «mundo ideal» de Platón. Sus relaciones numéricas expresan las bases de la armonía:
1:2 (octava); 2:3 (quinta); 3:4 (cuarta); 1:4 (doble octava); 1:8 (tono).
Se puede ver el tetractys como
la Gran Enéada egipcia puesta de manifiesto y desmitificada. Esto no constituye
necesariamente una mejora, pero es un medio para vislumbrar los numerosos
significados que sub-yacen a la enéada. (Otro medio es el extraordinario
símbolo del enea-grama, o estrella de nueve puntas, que Gurdjieff afirmaba
haber redescubierto a partir de una fuente antigua. Mientras que el tetractys muestra
la Gran Enéada puesta de manifiesto, el eneagrama la muestra en acción: el
siete, la octava, número de crecimiento y proceso, interpenetrando al tres, la
naturaleza trina básica de la unidad. Las co rrespondencias entre la obra de Gurdjieff
y la de Schwaller de Lubicz son notables, aunque ninguno de ellos conocía el
trabajo del otro.)
A pesar de que esta introducción al
pitagorismo ha sido necesariamente superficial, debería bastar para dar una
idea tanto de la extrema complejidad como de la extrema importancia del nueve.
Y dada su importancia en la metafísica de las estructuras y las pautas, no es
sorprendente descubrirla en la estructura de la célula viviente, cuya mitosis -según
afirman algunos biólogos- se inicia en el centriolo, formado por nueve pequeños
túbulos.
Hace tiempo que los naturalistas, los
botánicos y los biólogos han señalado la importancia y reiteración de
determinados números, combinaciones y formas numéricas. A medida que la ciencia
profundiza cada vez más en los ámbitos molecular, atómico y subatómico, el
mundo físico sigue revelando su inherente carácter armónico y proporcionado de
manera cada vez más notoria y precisa. Los científicos observan estos datos,
pero, dado que nunca los someten a un examen pitagórico, siguen aprendiendo más
y más acerca de cómo está construido el mundo, pero no acerca de por qué lo
está. Y, sin embargo, estas respuestas parecen a punto de hacerse evidentes
sólo con que se plantearan las preguntas correctas. La forma de la doble hélice
y las secuencias de aminoácidos y proteínas en las estructuras básicas de las
células siguen unas pautas precisas y claramente definidas, cuyas proporciones
y relaciones numéricas encubren la razón por la que tales cosas son como son.
Así, por ejemplo, el agua (H2O) exhibe dos atributos armónicos básicos: dos
hidrógenos en relación a un oxígeno forman una octava; y, por volumen, ocho
oxígenos en relación a un hidrógeno da 8:9, el tono.
Tomado de:
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