El maestro francmasón
MANLY HALL
En las más altas gradas simbólicas del desarrollo espiritual se yergue el Maestro Francmasón, lo que equivale a un doctorado en la escuela del saber esotérico. En los antiguos símbolos, el Maestro Francmasón está representado por un anciano, apoyado en su báculo, con una larga barba blanca sobre el pecho, y los ojos profundos y penetrantes velados por sus cejas de filósofo. En verdad, él es un anciano, pero no en edad, sino en sabiduría y comprensión, que son las únicas medidas verdaderas de la edad. A través de años y vidas de trabajo ha hallado al fin el báculo de la vida y la verdad sobre el cual se apoya. Ya no depende de las palabras de los demás, sino de la tranquila voz que brota del fondo de su propio ser. No hay posición más gloriosa para un hombre que la de Maestro Constructor, que se ha levantado por medio del trabajo, a través de los diversos grados de la conciencia humana. El tiempo es la diferencia de la eternidad, que el hombre ha inventado para medir el acontecimiento de los sucesos humanos. En los planos espirituales de la Naturaleza, él es el espacio o distancia entre las etapas de crecimiento espiritual, y por tanto, no puede ser medido por medios materiales. A menudo un joven alcanza a penetrar en el alto mundo de Gran Maestro de una Escuela Masónica, en tanto que, muchas veces, un hermano respetado y honorable pasa en silencio al eterno descanso sin haber conseguido ser admitido en tal umbral. La vida del Maestro Francmasón está saturada, pujante y desbordante de la experiencia obtenida en su lento peregrinaje hacia los máximos peldaños de la escala del conocimiento.
El Maestro Francmasón encarna el poder de la inteligencia humana, ese vínculo que ata al cielo y a la tierra juntos en una cadena infinita. Su vida espiritual es mayor porque ha logrado desarrollar un medio más elevado de expresión. Inclusive, sobre la acción constructiva y de la emoción, se cierne el poder del pensamiento, tendiendo raudamente las alas hacia la fuente de la Luz. La inteligencia es la más alta forma de su expresión humana, y así, pasa a las profundas tinieblas del aposento interior iluminado nada más que por los frutos de la razón. Los gloriosos privilegios de un Maestro Francmasón se hallan en proporción con su mayor conocimiento y su sabiduría. De estudiante ha florecido hasta convertirse en maestro; del reino de los que siguen (o discípulos), ha pasado al pequeño grupo de los que deben señalar el camino. Para él, los Cielos se han abierto y la Gran Luz lo baña con sus esplendores. El Hijo Pródigo, tanto tiempo vagabundo por la región de las sombras, ha vuelto de nuevo a la mansión del padre. La voz habla desde los cielos; su poder, que hace estremecer al Maestro hasta lo más hondo de su ser, parece que lo satura con su propia divinidad, y dice: “Éste es mi Hijo bienamado en quien he puesto todas mis complacencias”. Los antiguos enseñaban que el sol no es una fuente de luz, vida o poder, sino un medio por el cual la vida y la luz se reflejan en la sustancia física. El Maestro Francmasón debe ser, en verdad, un sol, un gran reflector de luz que proyecta a través de su organismo, purificado por periodos de preparación, ese glorioso poder que es la luz de la Logia. En verdad, se ha convertido en un vocero del Altísimo. Su puesto se halla entre la refulgente y ardiente luz y el mundo. A través de él pasa Hidra, la gran serpiente símbolo de la sabiduría, y su boca vierte sobre el hombre la luz del Señor. Su símbolo es el sol naciente, porque en el Maestro Francmasón el astro del día se levanta en todo su esplendor, emergiendo de la oscuridad de la noche, iluminando el Oriente inmortal con el primer anuncio del día cercano.
Dando un suspiro, el Maestro deja a un lado sus herramientas. Para él, el templo está a punto de terminarse; las últimas piedras han sido colocadas ya en su sitio, y apaga la cal, con una vaga tristeza, al ver surgir la cúpula y el minarete como obra de su mano. El verdadero Maestro no se permite un largo descanso, y en la medida que comprueba que sus días de trabajo han terminado, siente que la melancolía abate su corazón. Suavemente, los hermanos de su Gremio lo acompañan, cada uno según su modo; y subiendo vacilante, peldaño por peldaño, el Maestro permanece solo en la cúspide del templo. Todavía falta una piedra por ajustar, pero no puede encontrarla. Se halla oculta en algún lado. Entonces, cae de hinojos, en oración, pidiendo el poder suficiente para que lo asista en su busca. La luz del sol destella sobre él bañándolo en celestial esplendor. De pronto, una voz interior dice desde el infinito: “El templo está terminado, la piedra que faltaba es mi leal Maestro”.
Ambas puntas del compás se encuentran ahora sobre la escuadra. Lo divino ha sido liberado de su cárcel: mente y corazón, al par libres del símbolo de mortalidad, como el pensamiento y la emoción, se unen para glorificar lo Grandísimo y lo Supremo. Entonces Sol y Luna se unen, y así queda consumado el Hermético Grado.
Al Maestro Francmasón se le otorgan oportunidades mucho más allá de las que tiene el hombre ordinario, pero no debe dejar de darse cuenta de que cada oportunidad trae también una responsabilidad mayor. Es tremendamente peor saber y no hacer, que no haber sabido nunca nada. El Maestro Francmasón se da cuenta de que ya no puede evitar responsabilidades, sino que todo problema que ante él se presenta debe ser afrontado y resuelto. La única alegría para el corazón del Maestro consiste en ver los frutos de su propia obra. Realmente, puede decirse del Maestro que ha aprendido la alegría a través del sufrimiento, la sonrisa a través del dolor, la vida a través de la muerte. Las purificaciones y las pruebas de sus grados anteriores han espiritualizado hasta tal punto su ser, que él es un glorioso ejemplo del Plan de la creación respecto de sus hijos. El más grande sermón que él puede predicar, la más grande lección que puede dictar es la de ser una prueba viviente de la Voluntad Eterna. El Maestro Francmasón no ha sido ordenado: es un producto natural de causa y efecto, y sólo los que viven la causa pueden vivir el efecto. El Maestro Francmasón, si verdaderamente es un Maestro, forma parte de los poderes invisibles que dirigen los destinos de la vida. Como el Más Antiguo Hermano de la Logia, es el vocero de las jerarquías espirituales de la Orden. Ya no sigue más la dirección de otros, sino que es él quien traza los planes que deben seguir sus hermanos. Él se da cuenta de esto, y vive sintiendo que cada trazo, cada plano que confecciona es fruto de inspiración divina. Por encima de todo, está su gloriosa oportunidad de ser un elemento para la mejora de los demás. Se halla de hinojos en el puesto propiciatorio, como un leal servidor del Altísimo, dentro de sí mismo y capaz de regular la vida de los otros, después de haber regulado primero la suya propia.
Mucho se ha dicho respecto a la perdida Palabra de Maestro, y los buscadores van en pos de ella y vuelven sólo con remedos. El verdadero Maestro Francmasón sabe que el que parte en esa búsqueda, nunca encontrará la secreta verdad lejos de sí. Sólo podrá hallarla quien la busque dentro de sí mismo. El verdadero Maestro Francmasón nunca ha perdido la palabra, sino que la ha guardado, acariciándola, en el espiritual secreto de su propio ser. Para quienes tienen ojos para ver, nada hay oculto; para aquellos que tienen derecho a saber, las cosas son como libros abiertos. La verdadera Palabra de los tres Grandes Maestros nunca se escondió a aquellos que tienen derecho a saber, ni ha sido revelada a quienes no prepararon un relicario capaz de contenerla. El Maestro sabe por qué él es el Constructor del Templo. La Piedra Filosofal va consigo mismo porque, en verdad, ella es el corazón del Fénix, esa ave extraordinaria que resucita con renovado vigor de las cenizas de su cuerpo putrefacto. Cuando el corazón del Maestro es tan puro y blanco como el diamante que usa, entonces se convierte en una piedra viviente la Joya Real de la diadema de su Fraternidad.
La Palabra ha sido hallada cuando el Maestro mismo es ordenado por la viviente mano del Creador, lavado en aguas vivas, bautizado con vivo fuego como sacerdote, según la orden de Melquisedec, el que está por encima de la ley.
La gran tarea del Maestro Francmasón puede ser denominada el arte de la ecuanimidad. A él ha sido dada la tarea de equilibrar el triángulo, que él puede encender con la gloria del Sublime Grado. Las triples energías de pensamiento, deseo y acción deben unirse en un armonioso templo de expresión. Él tiene en sus manos las triples llaves; él lleva ceñida a sus sienes la triple corona de los antiguos Magos, porque, en verdad, él es el magister del cielo, de la tierra y del infierno. Sal, azufre y mercurio son los ingredientes de su trabajo; con el mercurio filosófico trata de combinar todos los poderes para glorificar un solo fin.
Tras el grado de Maestro hay otro, no conocido del mundo. Muy por encima de él, se alzan otras gradas, ocultas por el velo de azul que divide lo visible de lo invisible. El verdadero Hermano sabe esto; por lo tanto, él trabaja teniendo en cuenta un fin mucho más allá del alcance de la inteligencia humana. Trata de hacerse merecedor de traspasar ese velo, y unirse a la legión de los elegidos. Lejos de todos los honores y loas, tiene sobre sí la responsabilidad del progreso humano. Sus ojos se hallan para siempre fijos en las Siete Estrellas que alumbran desde algún punto, en lo más eminente del más alto peldaño de la escalinata siempre ascendente. Con esperanza, fe y caridad, sube las gradas, y, murmurando la Palabra de Maestro al Guardián del Umbral, pasa al otro lado del velo. Es entonces, y sólo entonces, cuando nace el verdadero Iniciado. Sólo más allá de ese velo el místico estudiante llega a sí mismo. Las cosas que vemos en torno nuestro no son más que formas, promesas de algo innominado, símbolos de una verdad desconocida. Es en el templo espiritual edificado silenciosamente, sin que se oiga la voz de los obreros ni el ruido del mazo, en donde se otorga la verdadera iniciación, y allí, con el cuerpo purificado, el estudiante se convierte en un Maestro Francmasón, escogido entre los demás mortales para ser un obrero activo y consciente en nombre del Gran Arquitecto. Es sólo allí, a cubierto de los ojos mortales, donde los Más Altos Grados son logrados, y es ahí donde el alma radiante, con la luz del Espíritu, se transforma en una estrella viviente bajo el dosel azul de la auténtica Logia Masónica.
No hay comentarios:
Publicar un comentario