El sacerdote de Ra
MANLY HALL
¿Con qué palabras se podría describir, en lenguas modernas, el gran templo de Amón Ra? Hoy se yergue entre las arenas de Egipto un montón de ruinas; pero en el apogeo de su gloria se levantaba allí una selva de columnas empenachadas, sosteniendo techos de sólida estructura esculpidos amorosamente por la mano del hombre, que los convirtió en frisos de flores de loto y de papiro, revestidos de collares vistosísimos, con tintes cuyo secreto se ha perdido aun para civilizaciones que los han descubierto.
Un piso dispuesto como tablero de damas, hecho de bloques blancos y negros, se extendía hasta perderse en el bosque de columnas. De los macizos muros, los impasibles rostros de dioses desconocidos contemplaban las silenciosas hileras de sacerdotes que mantenían encendido el fuego del altar, cuyo débil fulgor era lo único que alumbraba las majestuosas cámaras en medio de las tinieblas transparentes de la noche egipcia. Era una fantástica e impresionante escena: las vacilantes luces proyectaban extrañas y fantasmales sombras provenientes de las masas de granito, que surgían cual grandiosos altares de las tinieblas inferiores para perderse entre las sombras azuladas de lo alto.
Súbitamente, de entre la oscuridad surgía una forma portadora de una lamparita de aceite que horadaba las tinieblas a manera de una lejana estrella, imprimiendo extraño relieve al rostro de su portador. Parecía ser un anciano, por sus largas barbas y sus trenzados cabellos grises, aunque sus grandes ojos negros resplandecían con brillo difícil de hallar incluso en gente joven. Vestía de pies a cabeza de azul y oro, y, en torno de su frente, lucía enrollada una serpiente de metal precioso, con dos gemas por ojos que despedían potente luminosidad. Nunca la luz de la cámara de Ra brilló sobre una cabeza más augusta ni una forma más imponente que la del gran sacerdote del templo. Él era el vocero de los dioses; la sagrada sabiduría del antiguo Egipto estaba impresa con ígneos caracteres en su alma. A medida que cruzaba el recinto - teniendo en una mano el cetro del sacerdocio, y en la otra la frágil lámpara -, parecía más bien un espíritu visitante venido de la lejanía, quizás del umbral de la muerte, más que un ser material, porque sus enjoyadas sandalias no producían ruido alguno, y el brillo de sus vestiduras formaba un halo de luz en derredor de su majestuosa figura.
A través de los mudos corredores, bordeados por las enormes columnas, pasaba la fantástica figura. Entre hileras de arrodilladas esfinges y en medio de avenidas de leones yacentes, el sacerdote iba abriéndose camino hasta que, al fin, llegaba a la abovedada cámara, cuyo piso de mármol ostentaba extraños signos trazados en idiomas largo tiempo olvidados. Cada ángulo de la poliédrica y penumbrosa cámara estaba ocupado por una figura sentada, esculpida en piedra, tan inmensa que su cabeza y sus hombros se perdían entre sombras que ningún ojo humano podía atravesar por lo densas.
En el centro de la mística cámara había un gran arcón de piedra negra, esculpido con serpientes y extraños dragones alados. La tapa era una sólida losa de incalculable peso y sin asas que indicaran medio alguno de poder ser abierta si no se tenía un hercúleo vigor para hacerlo.
El gran sacerdote hacía una reverencia, y con la lámpara de la que era portador, encendía el fuego de un altar cercano, proyectando las sombras de la fantástica cámara hasta los más distantes rincones. A medida que la llama se avivaba, cobraban vida las grandes caras de las figuras angulares que parecían asaetear el negro cofre del centro de la estancia con sus extraños y ciegos ojos.
Levantando su báculo con la esculpida serpiente, y enfrentándose al cofre de oscuro mármol, el sacerdote exclamaba con voz que era repetida sucesivamente por el eco de cada rincón y cada grieta del antiguo templo:
“Aradamas, ven aquí”.
Ocurría entonces algo insólito. La pesada losa que constituía la cubierta del gran cofre cobraba movimiento lentamente como si la levantaran invisibles manos; y aparecía entonces en la oscura cavidad una delgada figura yacente vestida de blanco, con los antebrazos cruzados sobre el pecho. Era la figura de un hombre de unos treinta años, con largos y negros cabellos flotando sobre sus hombros y formando un singular contraste con su inconsútil y blanca vestidura. Su cara, inexpresiva, era hermosa y serena como el mismo enorme y pétreo rostro de Amón Ra que contemplaba la escena. Silenciosamente, Aradamas se levantaba de la tumba, y avanzaba lentamente hacia el gran sacerdote. Cuando llegaba cerca del representante de los dioses sobre la Tierra, se detenía y extendía sus brazos hacia adelante en señal de salutación. En una mano llevaba una cruz con una anilla en la parte superior, que ofrecía al sacerdote.
Aradamas se mantenía en silencio, mientras el gran sacerdote, levantando su cetro hacia una de las grandes figuras de piedra, profería una invocación al Dios-Sol del universo. Acabado esto, se dirigía a la juvenil figura de la manera siguiente:
“Aradamas, tú pretendes conocer el misterio de la creación; tú pretendes que la divina luz de la Triple-Grandeza y la sabiduría que, durante milenios, ha sido el único don que los dioses desparramaron sobre la humanidad, te sea acordado. Poco sabes de las cosas que deseas, pero los que las conocen han dicho que todo aquel que demuestre tener méritos, puede recibir la verdad. Por consiguiente, quédate aquí hoy para demostrar tu divino y congénito derecho para el aprendizaje que pretendes”.
El sacerdote pronunciaba estas palabras solemne y lentamente, y entonces dirigía su cetro a un gran arco oscuro, sobre el cual brillaba en la penumbra un sol alado de radiante oro.
“Ante tí, encima de esas gradas y a través de esos pasadizos, se halla el camino que conduce hacia el ojo del juicio y a los pies de Amón-Ra. Anda, y si tu corazón es puro, tan puro como la vestidura que llevas, y si el motivo es desinteresado, tus pies no tropezarán y tu ser recibirá la luz. Pero recuerda que Tifón y sus huestes mortíferas acechan en cada sombra, y que la muerte es la consecuencia del fracaso”.
Aradamas se volvía y nuevamente cruzaba sus brazos sobre el pecho con la señal de la cruz. A medida que avanzaba lentamente a través del oscuro arco, las sombras de lo Gran Desconocido se cerraban sobre él, que había consagrado su vida a la busca de lo Eterno. El sacerdote se le quedó mirando hasta que lo perdió de vista entre las enormes columnas, tras el sombrío arco que dividía la vida de la muerte. Entonces, lentamente, cayendo de rodillas ante la gigantesca estatua de Ra, elevó sus ojos hacia las sombras que, en medio de la gran noche, ocultaban la cara del Dios-Sol, rezando para que la juventud pudiera pasar de la oscuridad de las columnas del templo a la luz que tanto anhelaba.
Parecía que, durante un segundo, un destello recorriera la cara de la enorme estatua, y una extraña y serena paz silenciosa llenara el viejo templo. El gran sacerdote, incorporándose, volvía a encender su lámpara y emprendía el retorno lentamente. Su lucecita brillaba cada vez más débilmente a la distancia, hasta que se perdió entre las flores de papiro y las columnas del templo. Lo único que quedaba eran las llamas moribundas del altar, proyectando extraños y cambiantes destellos sobre el gran cofre abierto y las pétreas imágenes de los doce jueces de aquel recinto.
Mientras tanto, Aradamas, con las manos aún cruzadas sobre el pecho, seguía lentamente adelante, hacia arriba, mientras el último rayo del ardiente fuego que alumbró el altar se perdía entre las sombras que dejaba atrás. A través de años de purificación se había preparado para la gran ordenación; con el cuerpo purificado y la mente equilibrada, proseguía su camino dentro y fuera de las columnas que se cernían sobre él. Mientras seguía adelante parecía que una débil y áurea luz irradiaba de su ser, alumbrando las columnas a medida que pasaba frente a días. Parecía una forma fantasmal en medio de un bosque de árboles antiguos.
De pronto, las columnas se ampliaban hasta formar otro abovedado recinto, confusamente alumbrado por una niebla rojiza. A medida que Aradamas proseguía, aparecían en torno suyos arremolinados reflejos de una luminosidad escarlata. Primero aparecían como veloces y cambiantes nubes, pero, poco a poco, adquirían forma, y extrañas y nebulosas figuras de flotantes ropajes llenaban el aire y tendían sus largos y retorcidos brazos para detener su marcha. Fantasmas de rojiza bruma se cernían sobre él musitándole suaves palabras al oído, mientras una música fantástica, semejante a la voz de la tempestad y al graznar de los pájaros nocturnos, resonaba a través de las altísimas bóvedas. Aradamas, sin embargo, seguía adelante, lleno de calma y majestad; entre sus negros bucles, el relieve de su hermoso y delicado rostro formaba extraño contraste con las sinuosas formas que danzaban en su derredor, tratando de seducirlo y apartarlo de su propósito. Indiferente a las extrañas formas que le hacían señas desde las fantásticas arquerías, así como a los ruegos de sus voces suaves, pasaba firmemente en su camino, sólo con una idea en su mente:
“¡Fiat Lux!” (¡Hágase la luz!).
Una horrible y discordante música se iba haciendo más y más fuerte, hasta terminar en un estruendo deforme. Los mismos muros se estremecían y las danzantes formas escapaban como temblorosas sombras de un luminar, insistiendo aún en llamar y tentar a Aradamas, desvaneciéndose al fin entre las columnas de aquel templo.
Como sea que los muros del templo vacilaran, Aradamas se detenía; luego, con mesurado paso continuaba su busca en pos de un rayo de luz, aunque encontrando cada vez más profundas tinieblas. De repente, ante él se abrió otra puerta, flanqueada por obeliscos de mármol esculpido, uno de ellos negro, el otro blanco. A través del umbral brillaba una lucecita, velada por un finísimo cendal de seda azul.
A medida que Aradamas, con paso firme y lento, ascendía la escalinata que conducía a aquella puerta, se materializaba, a sus pies, un torbellino de fantástica bruma. El suave calor que aquello despedía se hallaba mezclado con cierto gas oleaginoso, que llenaba la cámara con un olor nauseabundo. Entonces, de la nube surgió una forma gigantesca, mitad humana, mitad reptil. En sus inyectados ojos ardían rojizas llamaradas de diabólico fulgor al par que unas manazas como garras avanzaban para retorcer y anonadar la frágil figura que tenían enfrente. Aradamas vaciló por un solo instante al ver que la horrible aparición avanzaba, doblemente temible porque la ígnea niebla duplicaba su tamaño.
Entonces, el neófito, con su grácil túnica blanca, avanzó de nuevo lentamente, con los brazos siempre cruzados sobre el pecho. Levantaba su hermoso rostro, iluminado por divina luz, y valerosamente se encaró con el temible monstruo. Al enfrentar a la amenazante forma, por un instante se cernía sobre él algo como un atronador demonio. De repente, Aradamas levantó la cruz que llevaba y la enfrentó al monstruo. Al hacerlo, aquella Cruz Ansata brilló con áureos resplandores, deslumbradoramente, y entonces, golpeando al oleaginoso y horrendo monstruo, pareció como que éste se disolviera en partículas de brillantes chispas. Una vez que la última partícula del guardián del umbral se desvaneció ante los rayos de la cruz, un dardo de brillante luz irrumpió a través de los antiquísimos pasillos y, dando en el velo que colgaba entre los obeliscos, lo rasgó por el medio, revelando una abovedada cámara con una cúpula circular, tenuemente alumbrada por invisibles lámparas.
Llevando enhiesta su ya flameante cruz, Aradamas atravesó el recinto e instintivamente dirigió una mirada hacia lo alto, hacia la altísima cúpula. Allí, flotando en el espacio, muy por encima de su cabeza, divisó un gran ojo cerrado circuido por densas nubes con los colores del arco iris. Largamente estúvose Aradamas contemplando el maravilloso signo, comprendiendo que ese era el Ojo de Horus, el Omnividente Ojo de los dioses.
Inmediatamente cayó en oración para impetrar que la voluntad de los dioses se hiciera evidente a través de él, y que, de algún modo, pudiera ser merecedor del honor de entreabrir el cerrado ojo del templo del Dios vivo.
Mientras estaba así, en estática oración, contemplando hacia lo alto, los párpados se estremecieron. A medida que la gran órbita suavemente se abría, la cámara se llenaba de deslumbrante luz de potencia cegadora, que parecía consumir con su fuego hasta las mismas piedras. Aradamas quedó perplejo. Parecía como si cada átomo de su ser ardiera bajo los fulgores de aquel destello. Instintivamente cerraba los ojos con miedo de volverlos a abrir, porque era tanto el terrible fulgor de aquellos infinitos rayos, que parecía como que, después de verlos, sólo era posible temer una absoluta ceguera. Poco a poco, una extraña sensación de paz y calma descendió hacia él, y, al arriesgarse al fin a abrir de nuevo los ojos, se encontró con que el fulgor había desaparecido, y que toda la cámara se hallaba bañada por una suave y maravillosa luz emanada de aquel poderoso Ojo vislumbrado en lo alto. La blanca veste que llevaba había sido sustituida por otra de vivo fuego, que irradiaba como bajo el reflejo de millares de ojos más pequeños nacidos de la divina órbita de arriba. Cuando su vista se acostumbró a la luz, se dio cuenta de que ya no estaba solo. Lo rodeaban doce figuras ataviadas también con blanca veste que, inclinadas ante él, sostenían una extraña insignia de refulgente metal áureo.
Bajo la mirada de Aradamas, todas las figuras le señalaron algo, y él, siguiendo la dirección de aquellas manos, descubría una escala de luminosa vibración que conducía más allá de la cúpula, a través de aquel Ojo de lo alto.
Al unísono los doce le decían: “Ese es el camino de la liberación”.
Sin un instante de titubeo, Aradamas subió la escala, y, con pasos que parecían casi no tocar las gradas, ascendió hacia la aurora de lo Gran Desconocido. Al fin, después de haber subido muchas de las gradas, llegó a un portal que se entreabrió a medida que él se acercaba. Un hálito de aire matinal acariciaba sus mejillas y un rayo de dorada luz jugueteaba con los rizos de sus ensortijados cabellos. Se encontraba en la cima de una enorme pirámide; ante él había un resplandeciente altar. En la lejanía, mucho más allá del horizonte, las arrolladoras arenas del desierto egipcio reflejaban los primeros rayos del sol de la mañana que, como un globo de ígnea vibración, surgía de nuevo del eterno Oriente. Estando así Aradamas, una voz que parecía surgir de los mismos cielos, entonaba un extraño canto, y una mano, asomando como del mismo globo solar, colocaba una serpiente de oro coronando la cabeza del nuevo iniciado.
“¡Este es Khepera, el sol naciente! Por el hecho de que has sido capaz de arrebatar el resplandor del día de entre las garras de las tinieblas, ha nacido en ti de las sombras el Sol del Espíritu y en el nombre del Dios vivo te saludamos como Sacerdote de Ra. Bienvenido”.
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