EL ATARDECER EN QUE PACHACAMAC, EL SANTUARIO MÁS FAMOSO DE LA CIVILIZACIÓN ANDINA, INGRESÓ A LA HISTORIA UNIVERSAL 2 de 3
Guido Mendoza Fantinato
Las
primeras descripciones escritas sobre el mundo andino en el largo trayecto
desde Cajamarca hasta el santuario de Pachacamac
Las
descripciones de Estete, que luego serían transcritas por Francisco de Jerez en
su crónica de 1534, lamentablemente no fueron tan amplias y detalladas como se
pudiera desear. Sin embargo, son el testimonio más valioso para reconstruir con
detalles generales la ruta que siguió este grupo y las incidencias principales
que sortearon hasta llegar al Santuario de Pachacamac[1].
De Cajamarca el
grupo se enrumbó hacia Huamachuco, al que calificó Estete como pueblo grande
con “buena vista y aposentos”. Luego pasaron por Antamarca y el Callejón de
Huaylas, llegando a Corongo, en la actual parte norte del departamento de
Ancash, donde advirtieron gran “…cantidad de ganado con sus pastores que lo
guardan y tienen sus casas en las sierras de modo de España”. Resulta muy
interesante esta primera descripción del Callejón de Huaylas, donde se puede
resaltar que se trataba en aquel entonces de una zona de gran prosperidad,
llena de maizales y ganado.
Otro punto
importante en la descripción es que en Huaraz las tropas reciben abundante
comida y gente de apoyo para el resto del viaje de parte del Curaca Puma
Capillay. Estete destaca con asombro que “…solamente para dar de comer al
capitán (Hernando Pizarro) y a su gente que con él iba, tenían en un corral
doscientas cabezas de ganado”.
Siguiendo luego
por Pachacoto, el grupo emprendió el viaje de descenso hacia la costa, a la que
ingresaron en pleno verano suramericano por la actual zona de Pativilca,
descrita por Estete como “abundosa de mantenimientos y frutos”. Es en este
punto donde se obtiene la primera descripción escrita de las imponentes
construcciones piramidales de Paramonga ubicada en las inmediaciones del río
Fortaleza[2].
En aquel entonces Estete la observa como un “pueblo grande…que está junto al
mar; tiene una casa fuerte con cinco cercas ciegas, pintadas de muchas labores
por de dentro y por de fuera, con sus portadas muy bien labradas a la manera de
España, con dos tigres a la puerta principal”[3].
Dado el buen estado en que encontraron esta construcción puede deducirse que
estaba en pleno uso en esa época.
A partir de allí
la descripción que brinda Estete es muy valiosa para conocer de primera mano el
estado del Capac Ñan, o Camino Real, de esta parte de la costa central
suramericana en ese tiempo. “En este pueblo (Paramonga) tornó a tomar otro
camino más ancho que está hecho a mano por las poblaciones de la costa, tapiado
de paredes de una parte y de la otra”[4].
Sin embargo, los españoles no encontrarían en la costa los portentosos puentes
que habían utilizado en los caminos de la sierra y tuvieron que cruzar los ríos
costeños en canoas, entendiéndose que con gran dificultad debido a que
arribaron a esta zona a fines de enero, época de lluvias en la sierra y de
enorme crecida de los ríos durante el verano costeño.
Estete describe
con alguna precisión las viviendas de adobe o tapial que correspondían a los
curacas o líderes de los distintos pueblos costeños que visitaban en el camino,
mientras indica que el resto de la población vivía en chozas hechas de caña y
barro.
De Paramonga, y
siempre siguiendo la línea del camino costero, se dirigieron a Huaura, luego
ingresarían a la actual zona de la Reserva de Lachay o Tambo de las Perdices,
llegando finalmente Chancay o Suculachumba antes de ingresar a las
inmediaciones del actual valle del río Chillón, límite donde principiaba en ese
tiempo el Señorío o “provincia” de Pachacamac.
Llegada
a los valles de Lima y el primer sismo registrado por Estete.
Durante el
tiempo de la anexión de esta zona de la costa central suramericana al dominio
del Tawantinsuyo hacia el año 1470, se cambió el nombre original del Señorío de
Ischma (que comprendía los actuales valles de Rímac y Lurín y donde estaba
asentado el oráculo de Pachacamac) por la “provincia” o Curacazgo de Pachacamac
y se sumó a sus dominios también el valle del río Chillón.
Mientras la
tropa de Hernando Pizarro estaba en el trayecto de salida de Chancay y hacía su
ingreso al valle del río Chillón, Estete describe la ocurrencia de un violento
movimiento sísmico, el primero en ser registrado por la palabra escrita en el
mundo andino. Muchos de los pobladores que habían sido asignados para acompañar
y apoyar esta comitiva huyeron despavoridos, ante el temor que el oráculo de
Pachacamac hubiera comenzado a mostrar su ira frente a la intención de los
españoles de profanar y saquear su santuario.
Pasado los
efectos del susto producido por el temblor y recompuestos los cargadores del
temor inicial, la tropa siguió la trayectoria sur ingresando luego al valle del
río Rímac, lugar donde dos años después Francisco Pizarro fundaría la ciudad de
Lima. Aquí, la tropa encontró un hermoso valle lleno de verdor y extensos
campos de cultivo, donde destacaban nítidamente una gran cantidad de imponentes
construcciones piramidales y centros administrativos. Por esa razón el valle
del Rímac de esa época es denominado también por algunos historiadores y
arqueólogos como el “valle de las pirámides”[5].
Se sabe que esta
gran “provincia” de Pachacamac, cuya jefatura máxima era ostentada por las
autoridades del propio Santuario de Pachacamac, estaba subdividida en tres
Hunus o Sayas: Carabayllo, Maranga y Surco-Pachacamac. A su vez, cada Saya
tenía una ciudad principal, destacando la ciudad de Maranga con su gran palacio
(en el actual distrito limeño del Rímac), el imponente centro urbano de Mateo
Salado (en los límites de los actuales distritos limeños de Breña y Pueblo
Libre) y la de Armatambo (que comprendía los actuales distritos limeños de
Surco y Lurín, con su asiento principal en las laderas del Morro Solar).[6]
Junto a la
impresionante arquitectura pública y civil de élite del valle del río Rímac[7],
el resto de la población habitaba en construcciones más modestas hechas en
quincha con cimientos de piedra.
Luego de todo
este recorrido, la tropa se instaló en la ciudadela de Armatambo, en el actual
distrito limeño de Chorrillos, antes de emprender la parte final del viaje
hacia el santuario. Según el informe dirigido a la Audiencia de Santo Domingo,
Hernando Pizarro que por entonces tenía 30 años, declaró haber tardado quince
días en las rutas serranas y siete días en las rutas de la costa, aproximándose
finalmente a la ciudadela de Pachacamac durante la tarde del 30 de enero de
1533. Es también la primera vez que la historia escrita empezará a describirnos
cómo era este famoso santuario.
Mientras tanto,
miles de vecinos de los curacazgos aledaños, alertados de la inminente llegada
de los españoles y sus intenciones de ingresar al santuario de Pachacamac, se
habían apostado en los alrededores de la entrada principal de la ciudadela,
desafiando el ardiente sol de ese día de verano, para contemplar de cerca cómo
eran los caballos así como las brillantes armaduras de guerra que llevaban
puestas los extranjeros. Al mismo tiempo, era una oportunidad excepcional de
presenciar cómo Pachacamac haría prevalecer su superioridad y poderío frente a
las osadas intenciones de los forasteros de profanar el lugar.
El
ingreso a Pachacamac.
En la medida que
la tropa cruzaba el desierto costeño y se acercaba a la zona del santuario en
el valle del río Lurín, pudieron divisar al fin una extensa y majestuosa ciudad
amurallada, con una vista impresionante al Océano Pacífico, cuyo gran poder y
esplendor se reflejaba en sus templos imponentes, profusamente decorados y
enlucidos, así como los infinitos tesoros acumulados en sus rebosantes
depósitos provenientes de los lugares más distantes del mundo andino. Además de
ser un lugar de culto y adoración ancestral, también desempeñaba el papel de
depósito y de gran mercado regional, favorecido por su ubicación central en la
costa y ser sede espiritual de la deidad más venerada y temida en el mundo
andino.
No hay que
olvidar que el sacerdocio de Pachacamac, que se dedicaba frecuentemente a los
negocios mercantiles acaparando grandes tesoros gracias a ello, había alcanzado
la más grande influencia a lo largo de toda la vasta geografía andina[8].
Durante siglos había logrado que su idioma, el quechua, así como el
conocimiento del dios Pachacamac se extendiera por todo el Tawantinsuyo. Como
anotan varios autores, es prácticamente un hecho que la integridad de la costa
y sierra, hasta el Collao, estuviese controlada espiritual y económicamente por
este hábil sacerdocio[9].
Mientras tanto,
al interior de esta imponente ciudadela, con sus 16 enormes edificios
piramidales y grandes plazas públicas, aguardaban cientos de sacerdotes,
peregrinos y comerciantes de diferentes partes del Tawantinsuyo, a la espera de
los formidables acontecimientos que sucederían esa tarde en su interior.
Reinaba una tensa calma ante los próximos sucesos que indudablemente
desencadenarían la ira implacable de Pachacamac contra los invasores.
Hernando Pizarro
y su tropa llegó finalmente a los muros exteriores e ingresó a la ciudadela
través de la calle norte – sur (y que conjuntamente con la otra calle
esteoeste, dividía la gran urbe sagrada en cuatro segmentos)[10].
Ambas calles estaban formadas por inmensos muros de piedra y adobe debidamente
enlucidos que las delimitaban sin ofrecer ninguna entrada a los edificios
piramidales construidos a ambos lados, pintados en color mate, mientras que sus
principales paredes lucían adornos con frisos de diferentes figuras. Hacia el
fondo destacaba el gran Templo del Sol en el promontorio más alto del santuario
construido durante la anexión de esas tierras al Tawantinsuyo, así como, un
poco más abajo, el llamado Templo Pintado, sede del oráculo de Pachacamac[11].
Mientras los
caballos de la tropa sorteaban las portadas y los pocos pasos estrechos de la
amplia calle, los forasteros observaron algunas paredes caídas correspondientes
a antiguas pirámides. No hay que olvidar que dichas pirámides pertenecían
principalmente a grupos particulares de poblaciones de diversas partes del
mundo andino, que allí se reunían antes de pasar a ceremonias en el Templo de
Pachacamac. Los peregrinos que llegaban permanentemente desde diversas partes
del Tawantinsuyo se agrupaban y alojaban en una u otra de estas estructuras.
Eran en realidad grandes aposentos para los que venían en romería. Estas
pirámides eran atendidas por personal permanente, que se encargaba de recoger y
almacenar tributos recibidos bajo forma de ofrendas[12].
La tropa
atravesó decididamente la calle con dirección a la parte central de la
ciudadela, constatando que en varios lugares había réplicas de madera del ídolo
de Pachacamac, a los que la gente del lugar parecían guardarles especial
devoción. Finalmente, bajo el intenso calor de esa tarde veraniega y en medio
de gran expectativa, los españoles llegaron hasta la puerta principal del
Templo Pintado, en cuya parte más alta estaba ubicado el ídolo de Pachacamac.
El perfil de este Templo
resaltaba nítidamente, incluso desde el mismo camino de ingreso a la ciudadela,
debido a que estaba enlucido de barro y profusamente decorado con figuras
antropomorfas, peces, aves y plantas, todas ellas pintadas con colores rojo y
amarillo y delineadas con color negro. Tal despliegue de colorido capturaba
poderosamente la atención de cualquiera que llegara hasta la urbe sagrada,
acentuando el contraste con el color ocre del desierto circundante así como con
el azul del mar en el fondo.
[1] Para
abordar esta parte de nuestro trabajo, hemos seguido la descripción general que
presenta Luis G. Lumbreras basándose en las crónicas de Miguel de Estete.
LUMBRERAS, Luis Guillermo. Una nueva visión del antiguo Perú. Lima,
Municipalidad de Lima Metropolitana, Secretaría de Educación y Cultura,
Munilibros 11, diciembre de 1986. Hemos complementado las referencias con las
descripciones realizadas por otros historiadores, como las de Juan Antonio del
Busto, Juan Luis Orrego Penagos, entre otros. Igualmente hemos tomado en cuenta
los detalles proporcionados por los trabajos de Arturo Jiménez Borja y sus investigaciones
publicadas sobre Pachacamac.
[2] La
estructura de esta edificación aún puede ser visitada al lado de la carretera
Panamericana Norte, en el distrito de Paramonga, Provincia de Barranca, al
norte del actual Departamento de Lima. Las investigaciones realizadas han
determinado que su construcción pertenecía a la época del esplendor del Reino
del Chimor. Probablemente el máximo esplendor de esta edificación fue durante
los años l200 al 1400 d.c.
[3] Según
lo señalado por Xerez, 1534:246 y recogido por Luis G. Lumbreras. LUMBRERAS,
Luis Guillermo. Ibid. Páginas 24 y siguientes.
[5] ORREGO
PENAGOS, Juan Luis. Pachacamac y Lurín: apuntes históricos y visión de futuro.
Lima, Blog del autor,
http://blog.pucp.edu.pe/item/23646/pachacamac-y-lurin-apuntes-historicos-y-vision-de-futuro,
2008.
[6] Según
anota Orrego Penagos, existían varias huacas o centros administrativos menores
y palacios curacales en esta zona, tales como Mateo Salado, Limatambo,
Mangomarca y Huaycán. También destacaban otros centros tales como Puruchuco,
Mayorazgo, Santa Felicia, San Borja, Santa Cruz, Palomino, Panteón Chino,
Corpus, Pando, La Luz, Culebras, Huantille, Huantinamarca, Huaca Rosada y
otras. ORREGO PENAGOS, Juan Luis. Las Huacas y la Lima Prehipánica. Lima, Blog
del autor,
http://blog.pucp.edu.pe/item/39804/las-huacas-y-la-lima-prehispanica, 2008. Por
ese tiempo, la conocida Huaca Pucllana en el actual distrito limeño de
Miraflores ya no estaba en uso desde hacía varios siglos atrás, y se le usaba
más bien como un lugar sagrado para ritos, ofrendas y como cementerio.
[7] Como
resalta Juan Luis Orrego Penagos, “las pirámides con rampa se caracterizan por
tener una plataforma cuadrangular baja con un patio rectangular cercado en su
frente Norte, ambas se articulan mediante una rampa central. La plataforma
posee en la cúspide una suerte de atrio o audiencia abierto en forma de U, con
recintos techados en los laterales. En la parte posterior se solían ubicar
espaciosos depósitos y en áreas anexas amplios patios, secaderos y zonas de
laboreo. Este tipo de arquitectura se evidencia en Pachacamac, Santa Cruz y
Armatambo, entre otros restos”. ORREGO PENAGOS, Juan Luis. Ibid.
[8] Según
anota Waldemar Espinoza, “…los sacerdotes extendían sus operaciones desde la
percepción de ofrendas hasta el control de tráfico de mercaderías,
constituyendo la amenaza, el terror y el castigo del excelso Pachacamac los
principales instrumentos de los que echaban mano para vigilar y obligar. En
virtud de tal estrategia tenían palacios decorados y santuarios soberbios…Una
portentosa ciudad sacrosanta, capital de un Estado territorial defendido por un
dios temible que amenazaba con destruir el mundo en caso de desacato. …Entre
tanto las inmensas colcas del referido santuario acaparaban las ofrendas que
generaciones de devotos entregaban siglo tras siglo, conformando una riqueza
extraordinaria, que los sacerdotes se preocupaban por mantener siempre
repletas, lo que hacía de ellos un grupo colosalmente pudiente y
todopoderoso…El mencionado templo de Pachacamac, al igual que otros de su misma
categoría, funcionaba pues como mercado y almacén. En cuanto al contenido de
estos últimos se les reputaba bienes sagrados, y quien introducía las manos en
ellos cometía sacrilegio. Custodiaban numerosísimos tesoros, fruto de miles de
donantes y de la actividad mercantil del clero: idéntico que en Babilonia,
Egipto y Grecia antiguas…” ESPINOZA SORIANO, Waldermar. Op. Cit., págs. 49-53.
[10] Esta
calle aún puede ser recorrida en la actualidad y tiene una extensión de 330
metros de longitud con un ancho promedio de casi 5 metros; sin embargo se va
angostando hasta alcanzar los dos metros en los tramos finales. En algunas
secciones más bajas lleva gradas y aceras a ambos lados. ROSTWOROSKI, María y
ZAPATA, Antonio. Op. Cit., página 60.
[11] Lo
primero que escribe Estete de Pachacamac es que “el pueblo de Pachacamac es una
gran casa, tiene junto a esta mezquita una casa del sol, puesta en un cerro,
bien labrada, con cinco cercas; hay casas con terrados, como en España; el
pueblo parece ser antiguo, por los edificios caidos que en él hay; lo más de la
cerca está caída”, recogido por Xerez 1534:248. LUMBRERAS, Luis Guillermo. Op.
Cit., páginas 24 y siguientes
[12] Como
anota María Rostworoski, “Un aspecto importante de las relaciones sociales y
económicas en los Andes se manifestaba en las peregrinaciones religiosas. Se
trataba de un medio para mantener relaciones de complementariedad entre grupos
situados en zonas distintas, en el contexto de una sociedad sin mercado. Las
peregrinaciones ayudaban a la circulación e intercambio de los bienes. Todos
los peregrinos llevaban ofrendas y seguramente diversos productos para el
intercambio. Cuando regresaban a sus aldeas, aquellos que no habían participado
del viaje, los esperaban con ansiedad para escuchar noticias y bailaban con
regocijo durante cinco días”. ROSTWOROSKI, María y ZAPATA, Antonio. Op. Cit.,
pág.40).
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