La huida a Fenicia de Jesús.
Robert Ambelain
«Aquel que ejerce la misericordia para
con todos los hombres, gana la misericordia del Cielo.» RABBAN GAMALIEL III,
siglo III
Los desplazamientos de Jesús durante los
cuatro años de su vida pública no son debidos al azar. Fueron necesariamente
motivados por exigencias de seguridad. Al pretender restaurar un reino de
carácter religioso, como heredero del trono de David, y al estar rodeado de pelotas,
algunos de los cuales tenían muy mala reputación, si se tiene en cuenta su
sobrenombre, forzosamente tuvo que estar vigilado por la policía romana,
doblada por la de los tetrarcas idumeos. Por eso, cuando vemos que los
historiadores cristianos califican de «retiro» su viaje a Fenicia, no podemos
evitar sorprendernos, a menos que demos a esa palabra su sentido militar de
«retirada».
Porque, puesto que se encuentra en
Jerusalén, la Ciudad Santa, donde, como ya hemos visto, todo judío de
raza tenía derecho a entrar en la penúltima nave, la de los hombres, cada día
(y Jesús no se privaba de ello), en ese Templo que era el único lugar de culto
regular, excluyendo cualquier otro, ¿cómo justificar que se fuera a «retirar» a
Fenicia, estado cuya población había sido, desde siempre, hostil al pueblo
hebreo, cuyos cultos eran esencialmente paganos, y donde, como inevitable
consecuencia, la impureza ritual le estaba rodeando a cada momento? De hecho,
se trataba efectivamente de una retirada «militar», es 184 decir, de una huida,
y precisamente a una región en la que no se les ocurriría ni por un instante
suponer que Jesús podría haberse refugiado. De Jerusalén, donde se encontraba
entonces, hasta Sidón, a través de Judea, la Samaría hostil, y Galilea, hay, en
total, unos ciento noventa kilómetros a vuelo de pájaro. Nunca sabremos
el camino exacto que tomó Jesús, pero podemos suponer que se mezclaría, en
unión de los discípulos que le acompaña-ron (que indudablemente serían los
mismos de siempre: Simón, Santiago y Juan), con una caravana de peregrinos que
se dirigirían a Fenicia para las ceremonias conmemorativas de la muerte y
resurrección de Adonis.
Porque, si damos crédito a los trabajos
de los exegetas e historiado-res católicos, fue justamente en junio del año 29
cuando Jesús se refugió en Fenicia. Y llega allí exactamente para las
ceremonias anuales, que tienen lugar, como veremos, en el solsticio de verano,
cuando florece precisamente la «rosa de Damas», esa anémona consagrada a
Adonis. De todos modos, va a permanecer allí poco tiempo, unos diez días
todo lo más, porque le reconocen: «Saliendo de allí [de Jerusalén], Jesús se
retiró a los términos de Tiro y de Sidón. Y he ahí que una mujer cananea de
aquellos contornos comenzó a gritar, diciendo: "¡Ten piedad de mí. Señor, hijo
de David\ Mi hija es cruelmente atormentada por el demonio". Pero
él no le contestaba palabra, y sus discípulos se le acercaron y le dijeron
con insistencia: "Despídela, pues viene gritando detrás de
nosotros..."» (Mateo, 15, 21-24.) En Marcos encontramos
precisiones sobre su deseo de permanecer oculto: «Partiendo de allí (de
Jerusalén), Jesús se fue al territorio de Tiro y Sidón. Entró en una casa, no
queriendo ser de nadie conocido, pero no le fue posible ocultarse, porque,
en oyendo hablar de él, una mujer cuya hija estaba poseída por un espíritu
impuro entró y se postró a sus pies...» (Marcos, 7, 24-25.)
Asi pues, deseaba que nadie supiera
quién era, deseaba permanecer oculto. Extraña actitud para un dios encarnado,
venido a proclamar la verdad a las multitudes, ésa de huir e introducirse «en
una casa», y «ocultarse» allí. Esa casa era probablemente la del
misterioso hermano cuyo nombre se ignora y que vivía en Sidón, con el
sobrenombre de Sidonios, el sidonio. ¿Sería ése el misterioso hijo
oculto^! Sabemos la continuación. Jesús no pudo permanecer más tiempo en
Fenicia, porque había sido reconocido, y huyó de nuevo. «Saliendo de
nuevo de los confines de Tiro, se fue por Sidón hacia el mar de Galilea,
atravesando los confines de la Decápolis...» (Marcos, 7,31.) Pues bien,
si examinamos el mapa de esas regiones (página 4), constataremos que Jesús
intentó engañar a las gentes de Tiro. En efecto, desde esa ciudad se fue hacia
el norte, bordeando el litoral del Mediterráneo, hasta Sidón, ciudad situada a
unos cincuenta kilómetros por encima de Tiro. Así, los tirios pudieron
suponer que se iba definitivamente de Palestina. Y si proporcionaron
información sobre él a la gendarmería romana, esa información fue errónea,
porque de Sidón, siguiendo una línea oblicua hacia el este, regresó entonces a
Galilea, pero atravesando la Decápolis. Todo eso es perfectamente normal
por parte de un hombre a cuya cabeza se ha puesto precio, y que tiene a las
legiones romanas en perpetua operación policial contra sus propias tropas.
Pero ¿por qué ocultárnoslo, La
«retirada» a Fenicia, interrumpida por la intervención de la ca-nanea y su
indiscreción, se produjo, como hemos visto, en el momento de las ceremonias
celebradas en honor a Adonis. Ese dios, que no es otra cosa que el principio
del trigo y de la vegetación en general, poseía un culto muy antiguo. Los
especialistas en historia de las religiones lo identificaron con el Osiris
egipcio, y era también él quien, bajo los nombres de Eshmoun, o Aphiad, se
veneraba en algunas regiones, mientras que en otros lugares se encontraba de
forma idéntica, sólo que bajo el nombre de Dummuzi, Tammuz, Sandon y, por
último, Adonis. Israel, en los tiempos de esas tentativas de sincretismo
religioso, que los profetas consideraban, horrorizados, como adulterios espirituales
hacia Yavé, a veces había venerado a Tammuz:
«Luego me llevó a la entrada de la
puerta del Templo de Yavé que mira al norte. Y he aquí que allí se encontraban
sentadas mujeres que lloraban a Tammuz...» (Ezequiel, 8, 14.) Este lleva
el nombre de «Pastor del Cielo» o de «Pastor Celeste», así como el de
«Verdadero Hijo». Cuando desciende a la morada de los muertos, se convierte en
el señor de ella, y entonces adopta el nombre de «Pastor de la Tierra». Y
cuando tiene lugar su resurrección, cuando remonta de la fúnebre morada hacia
la luz, los muertos remontan con él. Antes, cuando tuvo lugar su muerte
(simbólica), su estatua fue lavada, embalsamada con aromas, envuelta en un
lienzo carmesí. Por eso los especialistas en las religiones antiguas de
Babilonia y de Asiría, en especial Edouard Dhorme, han podido sacar la
conclusión de que: «Muerte, resurrección, ascensión, nada falta en los
misterios de Dumuzi...» (Cf. Edouard Dhorme, Les religions de Babylone et
d'Assyrie.) Y A. Moret, con otros numerosos autores, no vaciló en escribir:
«Podemos dar por seguro que los fenicios depositaban en los Adonis la
esperanza de una nueva existencia del hombre después de la muer-te». (Cf. A.
Moret, Histoire ancienne de 1'Orient.) Hay que admitir que los escribas
anónimos que redactaron los Evangelios actuales, en el siglo IV y siguientes,
nos ponen en presencia de dos conclusiones posibles: a) o bien fue el
propio Jesús quien, impresionado por las ceremonias de Adonis durante su corta
estancia en Fenicia, orientó su fin de una manera semejante, provocando los
acontecimientos y dando las instrucciones necesarias a aquellos que se
ocuparían de su cadáver después de su muerte; b) o bien ignoramos cómo
sucedió en realidad, y fueron los escribas del siglo IV los que, al componer
los Evangelios, tomaron los de-talles de la religión de Adonis y de la de
Mithra, que también encontraremos dentro de poco, a fin de rellenar el vacío de
su documentación. Porque Jesús también se compara a un Pastor Celestial, y
se dice Hijo único de Dios; cuando desciende al Shéol rompe el imperio
del Príncipe del Abismo, y libera a los muertos que estaban a la espera; la
leyenda pretende que, en el instante de su muerte, se vio salir a éstos de sus
tumbas y errar por Jerusalén. Por otra parte, se envuelve con aromas su
cadáver. Resucita al tercer día y ocupa su lugar en el Cielo, cerca de Dios.
Todo eso igual que Tammuz y Adonis, no falta nada, y el plagio es
evidente.
Pues bien, de esa estancia de tres días
y tres noches, con la consiguiente resurrección, sólo se nos habla en tres
pasajes de los Evangelios. Él lo saca, por analogía, de la de Jonás en
el vientre de un enorme pez marino, aunque sin conocer su imposibilidad
absoluta. Y sor-prende bastante, de parte del «hijo de Dios», que éste
creyera y divulgara semejante estupidez: ¡un hombre viviendo tres días y tres
noches en el estómago de un cachalote, y que saliera de allí fresco y despierto!
Veamos dichos textos de los Evangelios:
«La generación mala y adúltera pide una
señal, pero no le será dada más señal que la de Jonás el profeta. Porque, como
estuvo Jonás en el vientre de un gran pez tres días y tres noches, así estará
el Hijo del Hombre tres días y tres noches en el seno de la tierra.» (Mateo,
12, 39-40.)24 b) «Esta generación mala y adúltera busca una señal,
mas no se le dará sino la señal de Jonás...» (Mateo, 16, 4.) c) «Esta
generación es una generación mala; pide una señal, y no le será dada otra señal
que la de Jonás. Porque como fue Jonás señal para las gentes de Nínive, así
también lo será el Hijo del Hombre para esta generación...» (Lucas, 11,
29-30.) Cronológicamente, la permanencia de Jesús en Fenicia se sitúa entre a)
y b). O bien a) es una interpolación posterior (y en Mateo son
frecuentes), o bien es que ya pensaba en montar algo parecido a los
misterios de Tammuz y de Adonis cuando fue a Fenicia. Si se hubiera tratado
de una interpolación, la de a), lo que ésta habría pretendido era evitar
que el lector estableciera ninguna relación entre su encuentro con las
ceremonias de Adonis y su ulterior afirmación en cuanto a su resurrección. Porque
de ésta no se había hablado nunca antes. La idea no se le ocurre ni
empieza a afirmarse hasta después de su viaje a Fenicia. Por otra parte,
por encima de Sidón, a la altura de la isla de Chipre, en la región de Aradus,
Hamah, Emesis, las legiones romanas acantonadas en Fenicia habían establecido desde
hacía mucho tiempo el culto a Mithra. Estaba ausente de Palestina (y con razón)
pero reaparecía en Alejandría y cubría el mundo antiguo.
Se ha acordado situar en el siglo xiv antes
de nuestra era la más antigua manifestación conocida de éste. Y el último
documento que trata sobre el Mithra occidental data del siglo v después de
Cristo. Por lo tanto, ese dios reinó en el corazón de sus fieles durante
mil nove-cientos años. Su desaparición coincidió con las medidas adoptadas por
los emperadores cristianos a instigación de los padres de la Iglesia contra
todo lo que no era cristiano, y cristiano ortodoxo. Pitagóricos, platónicos,
gnósticos, seguidores de las diversas ramas cristianas in-dependientes trabaron
entonces conocimiento con la tolerancia mesianista y cristiana. Mithra era, en
efecto, el dios de las legiones. Esta religión, importada ya en el año 181
antes de nuestra era al corazón mismo de Roma, obtuvo el favor imperial.
Cómodo, Diocleciano, Galerio, Licino, Juliano, Aureliano, fueron fervientes
seguidores de Mithra. Es posible que Nerón, nacido el 25 de diciembre, el mismo
día que se festejaba el nacimiento de Mithra, fuera uno de los primeros emperadores
que le rindieron culto. Pues bien, Mithra nace en una gruta, unos pastores
asisten a su nacimiento, es el arquero divino, que traspasa con sus flechas
á las entidades del Mal. En la Cena de los seguidores de Mithra se descubre
esta sorprendente frase: «El que no coma de mi cuerpo y beba de mi sangre de
modo que se confunda conmigo y yo con él, no obtendrá la Salvación...» (Citado
por Martín Vermaseren: Mithra, pág. 86.) Y se dice que Jesús declaró,
durante la suya: «El que no coma de mi cuerpo y beba de mi sangre, no tendrá la
vida eterna...» (Juan, 6,53-54.) Cuando los cristianos descubrieron el
texto de la liturgia de Mithra, se enfurecieron. Tertuliano, fuera de sí,
afirmaría que eso era obra del Demonio, que, mil años antes, había parodiado la
Cena para desvalorizar las palabras de Jesús. Exactamente igual que en el caso
de este último, a Mithra también le adoran inicialmente los Magos, en
Oriente. Éstos lo hacen en su función de sacerdotes de la religión de
Zoroastro, uno de cuyos aspectos es precisamente el culto a Mithra. Cuando
Mithra asciende al Cielo, ocupa su lugar al lado de su padre. Aura Mazda, y éste
declarará que «orar a Mithra es orar a Aura Mazda». Que el lector
compare esas palabras con: «Que todos honren al Hijo como honran al Padre...» (Juan,
5, 23), y con: «El Padre ha entregado al Hijo todo el poder de juzgar...» (Juan,
5, 22). La analogía es evidente.
Es imposible no admitir las
interferencias del culto a Mithra en el cristianismo. Pero mientras el de
Adonis pudo, stricto sensu, impresionar a Jesús, el procedente de Mithra
fue introducido (consciente o inconscientemente) más adelante, en el curso de
los primeros siglos, por los redactores anónimos de los Evangelios. Otros
episodios demuestran, sin discusión posible, que Jesús, al no poder ser rey
en vida, tanto por la presencia de las legiones romanas como a causa de la
hostilidad de una parte de la nación judía, así como por la propia doctrina de
su padre Judas de Gamala (que era la de todos los zelotas: «¡Dios es el
único rey!...»). Jesús, que había rechazado el ofrecimiento de Tiberio de
ser tetrarca cuando tuvo lugar la deposición de Filipo, Jesús, como decíamos, ideó
convertirse en rey después de muerto, y eso fue después de encontrarse en
Fenicia con las ceremonias de la muerte y resurrección de Adonis. Así lo hacen
pensar, primero, el hecho de reunir un cierto número de datos relativos al
Mesías esperado (omitiendo otros, completamente imposibles de realizar), y
también el hecho de esforzarse en hacer encajar algunos episodios de su vida
pública con esos anuncios profe-tices. Y también el hecho de adoptar usos y
ritos esotéricos de cultos ya existentes. La materia y la forma eucarísticas,
en primer lugar, del culto de Mithra. El bautismo por inmersión en las aguas
(no obstante impuras) del Jordán, en segundo lugar, del induismo. Y es
que, efectivamente, hace por lo menos veinte o treinta siglos que en la India y
el Nepal las aguas de riachuelos o de ríos sagrados, como el Ganges, la «gran
madre Ganga», sirven a los indios para purificarse de sus pecados, gracias a
una inmersión en el curso de la existencia. Así pues, cuando Jesús envió, en el
año 27 de nuestra era, sus instrucciones a Juan, su primo, el futuro Bautista,
sobre las relaciones entre el agua viva y la vida futura
(Apocalipsis, 22, 17), no hizo sino parodiar la religión védica. Y también
en la Apocalipsis, cuando evoca las relaciones entre el Mal (la Bestia)
y el número 666 (Apocalipsis, 13, 18), está copiando al taoísmo. El
lector no tiene más que remitirse a La Peesée chinoise, de Marcel
Granel, y a su sabio estudio sobre el cuadrado mágico de nueve casillas, el «Lo
chu», perfectamente conocido por los geománticos que practican el / Ching.
Constatará entonces que el 50 es el número del Logos (cf. las «cincuenta
puertas de la Inteligencia», en la Cabala), y que el 666 es el número del
Demonio, del Mal. Una vez más, Jesús no inventa nada. No obstante, todo eso
implica que, efectivamente, poseyó y, por lo tanto, recibió una
instrucción mágica, cosa que el mundo bien pensante siempre se ha negado con
indignación a admitir, a pesar de la afirmación de los adversarios
contemporáneos del citado Jesús.
24 Este pasaje fue visiblemente
interpolado ulteriormente, ya que rompe el texto y el discurso de Jesús. Basta con
pasar del versículo 37 al 42 para constatar que el discurso sigue
perfecta-mente y que la interpolación, del 38 al 41 inclusive, es evidente. En
cambio, en 16, 4, el pasa-je sobre Jonás está en su lugar.
TOMADO DEL LIBRO: JESUS O EL SECRETO MORTAL DE LOS TEMPLARIOS DE ROBERT AMBELAIN.
una contundencia feroz contra toda tergiversacion de un hecho historico de tamaña
ResponderEliminarenvergadura,un articulo excepcional.Gracias por despertar al durmiente, que sigue
costandole el despertar en su centro.