La magia en la vida de Jesús 1 de 1
Robert Ambelain.
«Que no se encuentre en tu pueblo a nadie
que pregunte a los muertos...» DEUTERONOMIO, 18, 11
No hay ni un solo exegeta que no haya
observado o reconocido que, en la vida de Jesús, hay un vacío oscuro, un
período del que no se sabe absolutamente nada. Para los docetas y todos los
gnósticos en general, y para Marción el primero. Jesús aparece de forma
repentina, sin que se sepa de dónde viene. Es asimismo en Cafarnaúm donde fijan
su primera aparición. Otros la sitúan en el vado del Jordán llamado Beta-Abara,
en el pueblo de Betania. (Hemos visto, en el capítulo 11, que esos «años
oscuros» cubren un período de actividad política, o incluso insurreccional.)
En ese período desconocido de la vida de
Jesús, el rumor público judío incluía su estancia en Egipto, con el fin de
estudiar allí la magia.
En efecto, en Israel existía una tradición
sólidamente establecida según la cual Egipto era la patria de dicha ciencia, y
que no se podía tener mejor maestro que un egipcio. Para todo talmudista
sincero, experimentado, poseedor de la tradición esotérica de las sagradas
Escrituras, uno de los tesoros robados a los egipcios cuando tuvo lugar su
salida de Egipto (cf. Éxodo, 12, 35-36) fue precisamente ese conocimiento,
y los famosos «vasos de oro y de plata» que los israelitas tomaron sutilmente
de las gentes de Egipto la víspera de su partida en masa hacia la Tierra
Prometida no eran otra cosa que las claves (los vasos, los secretos) del
doble poder mágico (el oro y la plata), todavía representado en
nuestros días esotéricamente mediante las dos llaves de oro y plata que figuran
en el blasón de los papas.
Esta creencia estaba tan sólidamente
arraigada en el espíritu del Israel antiguo, que todo viajero procedente de
Egipto que entrara en Palestina era sometido a un escrupuloso registro a su
paso por la frontera común. Y, en virtud de la palabra de las Escrituras, a
todo aquel que introdujera un tratado cualquiera de magia le esperaba como castigo
la pena de muerte a partir del momento en que franqueara los límites del país
nabateo o de la vetusta tierra de Menfis:
«Que no se encuentre junto a ti a ninguno
de aquellos que practique las adivinaciones, el sortilegio, el augurio, la
magia; que practique hechizos, que consulte a los espectros y a los espíritus
familiares, que interrogue a los muertos.» (Deuteronomio, 18,10-11.)
Por eso: «No dejarás vivir a la que
practica la magia...» (Éxodo, 22, 17.)
Y este ostracismo llegaba muy lejos. En el
siglo i de nuestra era, Rabbi Ismael ben Elischa, nieto del sumo sacerdote
ejecutado por los romanos, impide a su sobrino Ben Dama que se deje curar por
un cristiano de una mordedura de serpiente.
Basa su oposición en el tratado talmúdico Abhodah
Zarah (27 B), el cual enseña que:
«Vale más perecer que ser salvado por la
magia...»
Así pues, para los judíos Jesús operaba sus
prodigios sustentándose en sus conocimientos de magia, que había aprendido y
traído de Egipto, y cuyos elementos esenciales había conseguido disimular bajo
sus ropas al pasar la frontera. (Qiddouschim, 49 B; Schab., 75 A
y 104 B.) Todos sus discípulos eran como él, ya que él les había enseñado sus
secretos. Eso es lo que explica sus milagros y el éxito que éstos traían
aparejado para ellos, de cara a la multitud ignorante.
En la misma época se verá cómo Rabbi
Eliezer ben Hyrcanos, que había sido acusado de haberse hecho cristiano en
secreto, obtuvo finalmente la gracia, al haberse llegado a la conclusión de que
un hombre tan sabio, tan fiel observador de la ley, no había podido extraviarse
de tal modo de no haber caído en una especie de hechizo espiritual, practicado
por los discípulos de Jesús.
Reconozcamos que esta opinión era todavía
compartida por un porcentaje bastante elevado de cristianos en el siglo V. En
efecto, está demostrado que los Evangelios llamados «de la Infancia», que se
componen del Protoevangelio de Santiago, del Evangelio del pseudo
Mateo, de la Historia de José el carpintero, y del Evangelio de
Tomás, se reparten en fragmentos que pueden haber sido compuestos, unos a
finales del siglo II, y los otros en el siglo v.
Pues bien, en todos esos textos se nos
muestra al niño Jesús dotado de facultades mediúmnicas extraordinarias, y ya
apto para realizar prodigios, a merced de sus reacciones infantiles. Se le ve
penetrar en una caverna, donde una leona acaba de parir. Y ésta juega y retoza
con Jesús, junto con los leoncillos. Y una palmera se inclina ante una orden
suya, para ofrecer a María, su madre, los dátiles que desea. Una fuente brota
por orden suya, para apagar la sed de sus padres. En el templo de Hennópolis,
en Egipto, las trescientas sesenta y cinco estatuas de las divinidades
cotidianas de las parénesis caen al suelo. Cuando juega con la tierra y el
agua, de regreso a Judea, aquellos que estropean sus frágiles construcciones
caen muertos a sus pies. Modela una docena de pájaros en arcilla, y les da vida
con sólo una palmada.
Ante la indignación de la población,
consecutiva al abuso que hace de sus poderes, sus padres lo encierran en la
casa y no le dejan salir. Entonces, tanto para hacerse perdonar, como para
demostrar su poder. Jesús devuelve la vida a un niño al que acababa de lanzar
un hechizo mortal. Lo confían a un maestro de edad muy avanzada para que le
enseñe a leer. El maestro, al golpear a Jesús con una varilla de estoraque, cae
inmediatamente muerto. Un hecho confirma en los Evangelios canónicos ese
carácter rencoroso de Jesús: es el episodio de la higuera (Mateo, 21, 19
y Marcos, 11, 21), que debería haber dado higos a Jesús
instantáneamente, y fuera de temporada, y a quien él maldice por no
haberlo hecho. En todos esos apócrifos, el padre de Jesús se llama José,
evidentemente.
Pero han permanecido algunos fragmentos de
una veracidad que a continuación fue sabiamente sofocada. Entre ellos están,
por ejemplo, los siguientes del pseudo Mateo sobre sus hermanos:
«Cuando José iba a un banquete con sus
hijos Santiago, José, Judas y Simón, así como con sus dos hijas. Jesús y su
madre iban también, junto con la hermana de ésta, llamada María, hija de
Cleofás...» (Cf. Evangelio del pseudo Mateo, 42,1.)
«José envió entonces a su hijo Santiago
para recoger leña y llevarla a casa, y el niño Jesús le seguía. Pero mientras
Santiago reunía las ramas, una víbora le mordió en la mano. Y como sufría y se
moría. Jesús se le acercó y sopló en la herida. Inmediatamente el dolor cesó y
la víbora cayó muerta, y Santiago permaneció entonces sano y salvo.» (Op.
cit., 16,1.)
En los apócrifos etíopes encontramos lo
mismo. Vemos a Jesús, en su edad madura, comunicando a sus discípulos fórmulas
mágicas extrañas, algunas de las cuales las encontraremos en los formularios
que todo buen doblara abisinio debe inevitablemente poseer.16
Esas son las creencias supersticiosas que
compartían los judíos y los cristianos respecto a los «poderes» de Jesús. Lo
que es seguro es que los cristianos más cerrados al análisis racional de un
texto no podrán negar que Jesús utilizaba una técnica. Y ésta es la
prueba: En su ingenuidad los creyentes ordinarios se imaginan que a Jesús le
bastaba con dar una orden para que el milagro se produjera. Y nada de
eso. Hay matices, y los procedimientos difieren según la naturaleza del
resultado deseado. Los siguientes textos lo prueban:
«Cuando hubo partido de allí, Jesús fue
seguido por dos ciegos que daban voces y decían: "¡Hijo de David, ten
piedad de nosotros!" En cuanto hubo llegado a la casa, los ciegos se le
acercaron y Jesús les dijo: "¿Creéis que puedo yo hacer esto?"
Respondiéronle: "Sí, Señor". Entonces tocó sus ojos, diciendo:
"Hágase en vosotros según vuestra fe". Y se abrieron sus ojos...» (Mateo,
9, 27.)
«Llegaron a Betsaida, y le llevaron a Jesús
un ciego, rogándole que lo tocara. Tomando al ciego de la mano, lo
sacó fuera del pueblo, y, poniendo saliva en sus ojos e imponiéndole las manos,
le preguntó si veía algo. El ciego miró y le dijo: "Veo hombres, pero
algo así como árboles que andan". Jesús le puso de nuevo las manos
sobre los ojos, y cuando el ciego miró fijamente, fue curado, y vio con
toda nitidez.» (Marcos, 8,22-26.)
«Pasando, vio Jesús a un hombre ciego de
nacimiento [...]. Y después de haber dicho esto, escupió en el suelo e hizo
un poco de lodo con la saliva. Luego aplicó este lodo sobre los ojos del ciego y
le dijo: "Ve y lávate en la piscina de Siloé". Fue, pues, allí
y se lavó, y regresó viendo claro.» (Juan, 9,1 y 6-7.)
La piscina de Siloé estaba situada cerca de
una de las puertas de Jerusalén. Era allí donde los sacerdotes, revestidos con
sus atavíos festivos, sacaban el agua que iban a utilizar para las
purificaciones rituales del Templo. Desde que el profeta Isaías la había
alabado (Isaías, 8, 6) se la tenía por santa, y todavía en la Edad Media
tenía fama, entre los musulmanes, de dispensar un agua milagrosa. En efecto, en
estos tres milagros se ve que Jesús emplea tres técnicas diferentes:
a) en el primer caso,
la fe de los ciegos garantizaba el resultado, por lo que le basta con tocar sus
ojos;
b) en el segundo caso,
pone saliva suya sobre los párpados del ciego, y le impone las manos. Al ser
incompleto el resultado, empieza de nuevo la operación, y por fin el ciego ve;
c) en el tercer caso,
utiliza una vieja receta de la farmacopea antigua. Un código médico del siglo
III, atribuido a Serenus Sammonicus, recomienda la aplicación de una capa de
lodo para curar los tumores de los ojos.
Pero Jesús añade a ello, a modo de
complemento, la inmersión en la piscina milagrosa de Siloé, o por lo menos el
lavado de los ojos en esas célebres aguas.
Sobre el hecho de que Jesús utilizara la
saliva en la curación de las afecciones oculares, éste no hace sino emplear una
receta antiquísima que se basa en el valor terapéutico de la saliva. En los Anales
de cirugía plástica de abril de 1961, págs. 235-242, podemos leer en el
artículo «Las derivaciones salivales parotídeas en la xeroftalmia» los
siguientes pasajes:
«El síndrome xeroftálmico que se desarrolla
sobre un ojo con secreción lacrimal pobre o ausente, acarrea la queratinización
o la descamación de la conjuntiva desecada, con formación de adherencias... La
comea se opacifica... Las pestañas, al rozar, se convierten en un factor de ulceración...
El descenso de la agudeza visual desemboca a menudo en una ceguera completa.»
«La saliva y las lágrimas tienen una
composición muy parecida, y contienen ambas lisozima, sustancia bacteriostática
de protección.» El cirujano comunicará entonces, por vía mucosa intrabucal, el
canal secretor de las glándulas salivales con el fondo de saco conjuntivo. Y
«...de ello resultará para el enfermo una mejora espontánea de la agudeza
visual...» (Op. cit.)
De este conocimiento inconsciente es de
donde deriva el gesto de numerosos escolares que, afligidos por dolor de ojos,
humectan con su saliva, con ayuda de sus índices, los lagrimales doloridos,
mientras hacen sus deberes bajo la lámpara familiar.
En el caso del exorcismo que nos cuenta Mateo
(17, 21), también ahí se ha utilizado una técnica. Júzguese:
«Entonces se acercaron los discípulos a
Jesús y aparte le preguntaron: "¿Cómo es que nosotros no hemos
podido arrojar a ese demonio?" Jesús les respondió: "A causa de
vuestra incredulidad; porque en verdad os digo que, si tuviereis fe como un
grano de mostaza, diríais a esa montaña: Vete de aquí allá, y se iría, y nada
os sería imposible. Pero esta raza de demonios no se puede expulsar sino
mediante la oración y el ayuno..."» (Mateo, 17,19-21.)
En primer lugar, observaremos que existe
contradicción. El texto nos dice que nada es imposible para la/e absoluta y
sincera. Pero el mismo texto nos precisa los elementos de una técnica, ascética
y mística, para la obtención del resultado: la oración y el ayuno. Hay
ahí una indiscutible contradicción, ya que la frase final implica que, según la
naturaleza de los demonios, según su especie, debe utilizarse un procedimiento
u otro. Por lo tanto, la fe sola es insuficiente, y hay que añadirle un soporte
psíquico: ayuno, oración, sacramental (aceite, saliva, lodo, agua, etc.).17
Hay otros casos en los que el análisis debe
ser más sutil, más pru-dente. Así, por ejemplo, el caso del poseso de Gerasa.
Un hombre está poseído por numerosos demonios. Vive en los lugares desérticos y
en los sepulcros. Rompe las cadenas y los hierros con los que se le quiere
reducir. Jesús viene, ordena a los demonios que dejen a ese hombre. Ellos le
suplican:
«...y le rogaban encarecidamente que no les
mandase volver al abismo. Pues bien, había allí una piara de cerdos bastante
numerosa paciendo en el monte, y suplicaron a Jesús que les permitiese entrar
en ellos. Se lo permitió. Y saliendo los demonios del hombre, entraron en los
puercos, y se lanzó la piara por un precipicio abajo hasta el lago, y se ahogó.
Viendo los porquerizos lo sucedido, huyeron y lo anunciaron en la ciudad y en
los campos...» (Lucas, 8,31-35.)
Observaremos, en primer lugar, que no son
jabalíes, sino cerdos domésticos, dado que se trata de una piara con
porquerizos. La escena tiene lugar en «el país de los gerasenos, que está
frente a Galilea». Es, por lo tanto, la Galaadítide. Pero ¿qué
probabilidades hay de que allí se criaran cerdos, animales cuyo consumo estaba
formalmente prohibido por la ley, y cuya utilización, preparación y venta eran,
por consiguiente, más que aleatorias? Por otra parte, en Gerasa y en su región
no hay lago alguno. Para evitar este escollo se nos quiso transferir la escena
a Betsaida-Julias, en las orillas del lago Tiberíades, alias de
Genezaret, alias mar de Galilea. Pero entonces el suceso no se desarrolla ya en
el país de Gerasa, ni en Galaadítide, sino en la Gaulanítide, y a más de
ochenta kilómetros a vuelo de pájaro de Gerasa... Una vez más, los escribas
anónimos del siglo iv imaginaron cualquier cosa, sin pararse a reflexionar.
Por último, en el Voyage en Orient de
Gérard de Nerval leemos lo siguiente, y es Avicena el que habla: «Siempre he
dicho que el cáñamo con el que se hace la pasta de haschich era esa misma
hierba que, según decía Hipócrates, comunicaba a los animales una especie de
rabia que les inducía a precipitarse al mar.» De hecho, si hacemos una
selección entre los acontecimientos milagrosos cuyo origen es incontrolable,
que los judíos atribuyen a la magia y los cristianos a milagros, vemos que la
vida de Jesús está dominada por tres hechos importantes:
a) el encuentro con el
Príncipe de las Tinieblas, en la cima de la montaña de la Cuarentena, en el
desierto de Judá;
b) la evocación de
Moisés y de Elias, en la cima del Tabor;
c) el diálogo final,
poco antes de su detención, en el monte de los Olivos, con un «padre»
misterioso.
Tomado de: Jesús o el Secreto Mortal de los
Templarios – Robert Ambelain.
mil gracias doy por haber leido a tan noble ser humano como fue robert ambelain,
ResponderEliminarcomo siempre un prestigioso y erudito autor e investigador prudente, estoy de
acuerdo con lo vertido por el aqui, y palabra aparte la de gerad de nerval y avicena.
un gran abrazo y por favor continuen despertando al durmiente.