Herbert Oré Belsuzarri
LOS NUMEROS: FUNCION, PROCESO Y
PRINCIPIOS.
Números Sumerios.
UNO (1)
Uno, el absoluto o unidad, creó la
multiplicidad a partir de sí mismo. Uno se convirtió en dos. Esto es lo que se
denomina «escisión (división, separación) primordial».
La unidad, es el absoluto o energía no
polarizada, al hacerse consciente de sí, crea la energía polarizada. El uno se
convierte simultáneamente en el dos y el tres.
El dos, es divisible por naturaleza. El
dos representa el principio de multiplicidad; cuando se desboca, el dos es la
llamada del caos. El dos es la caída.
Pero el dos se reconcilia con la
unidad, se incluye en la unidad, por la creación simultánea del tres. El tres
representa el principio de reconciliación, de relación (este «tres en uno» es,
obviamente, la trinidad cristiana, la misma trinidad que se describe en
innumerables mitologías de todo el mundo).
Sólo podemos medir los resultados que
nos proporcionan los datos cuantitativos, pero no la comprensión o
entendimiento. Experimentamos el mundo en términos de nacimiento, crecimiento,
fertilización, maduración, senescencia, muerte y renovación; en términos de
tiempo y espacio, distancia, dirección y velocidad.
DOS
(2)
El absoluto, la unidad al hacerse
consciente de sí, crea la multiplicidad o polaridad. El uno se hace dos.
Dos no es uno más uno. Metafísicamente,
el dos nunca puede ser la suma de uno más uno, ya que sólo hay un uno, que es
el todo.
El dos expresa la oposición
fundamental, la contrariedad fundamental de la naturaleza: la polarización. Y
la polaridad es fundamental para todos los fenómenos sin excepción. En el mito
egipcio, esta oposición fundamental se describe vívidamente en el interminable
conflicto entre Set y Horus (finalmente reconciliados tras la muerte del rey).
La escisión primordial provoca,
postula, la reacción. La ciencia moderna es consciente de la polaridad
fundamental de los fenómenos, aunque sin reconocer sus implicaciones o su naturaleza
necesariamente trascendente. La energía es la expresión mensurable de la
rebelión del espíritu contra su confinamiento en la materia. No hay modo alguno
de expresar esta verdad fundamental en un lenguaje científico aceptable. Pero
el lenguaje del mito lo expresa de forma elocuente: en Egipto se representa a
Ptah, el creador de las formas, aprisionado, envuelto en ropas ajustadas.
La polaridad es fundamental para todos
los fenómenos sin excepción, pero cambia de aspecto según la situación. Este
hecho se refleja en el lenguaje común. Aplicamos nombres distintos en función
de la situación o de la categoría de los fenómenos: negativo, positivo; activo,
pasivo; masculino, femenino; favorecedor, entorpecedor; afirmativo, negativo;
sí, no; verdadero, falso; cada par representa un aspecto distinto del mismo
principio fundamental de polaridad.
En busca de la claridad y la precisión,
distinguimos cuidadosamente entre estos conjuntos de polaridades según su
función específica en una situación dada. Y es cierto que, al hacerlo, podemos
ganar claridad y precisión; pero, al mismo tiempo, podemos perder de vista —y,
en la ciencia, sucede inevitablemente— la naturaleza cósmica y omnímoda de la
polaridad. En el mito se evita este peligro. Aquí, la naturaleza cósmica se
intensifica, y el erudito, filósofo o artista individual utiliza el aspecto
concreto del principio que se aplica a su tarea o a su investigación, sea ésta
la que fuere. Así, no hay que sacrificar la precisión y la claridad en aras de
la difusión.
El dos, considerado en sí mismo,
representa un estado de tensión primordial o principal.
Es una situación hipotética de opuestos
eternamente irreconciliables (en la naturaleza no existe tal estado). El dos es
estático. En el mundo del dos nada puede ocurrir.
TRES
(3)
Entre las fuerzas opuestas se debe
establecer una relación. Y el establecimiento de esta relación constituye, en
sí mismo, la tercera fuerza. El uno, al hacerse dos, simultáneamente se hace
tres. Y este «hacerse» es la tercera fuerza, que proporciona automáticamente el
principio, inherente y necesario (y misterioso), de reconciliación.
Aquí nos enfrentamos a un problema
irresoluble tanto en el lenguaje como en la
Lógica.
La mente lógica es polar por
naturaleza, y no puede aceptar o comprender el principio de relación. A lo
largo de toda la historia, los eruditos, los teólogos y los místicos se han
enfrentado al problema de explicar la trinidad en un lenguaje discursivo
(Platón luchó resueltamente con él en su descripción del «alma del mundo», que
a todos le parece galimatías, salvo a los pitagóricos). Sin embargo, el
principio del tres se aplica fácilmente a la vida cotidiana, donde — de nuevo—
en función de la naturaleza de la situación le damos cada vez un nombre
distinto.
Masculino/femenino no es una relación,
ya que, para que haya relación, debe haber «amor» o, al menos, «deseo». Un
escultor y un bloque de madera no producirán una estatua: el escultor debe tener
«inspiración». Sodio/cloro no es en sí mismo suficiente para producir una
reacción química: debe haber «afinidad». Incluso el racionalista, el
determinista, rinde homenaje inconscientemente a este principio: incapaz de dar
cuenta del mundo físico a través de la genética y el entorno, apela a la
«interacción», que no es sino un calificativo aplicado a un misterio.
La lógica y la razón son facultades
para discernir, distinguir, discriminar (obsérvese la presencia del prefijo
griego dis, que significa «dos»). Pero la lógica y la razón no pueden explicar
la experiencia cotidiana: incluso los lógicos se enamoran.
La tercera fuerza no puede ser
«conocida» mediante las facultades racionales; de ahí el aura de misterio que
planea sobre todos y cada uno de sus innumerables aspectos: «amor», «deseo»,
«afinidad», «atracción», «inspiración».
¿Qué «sabe» el genetista de la
«interacción»? No puede medirla. La infiere, la extrapola de su propia
experiencia, y, al utilizar un término al que se ha despojado de toda emoción,
supone que está siendo «racional». No puede definir la «interacción» con una
precisión mayor de la que puede emplear el escultor para definir la
«inspiración », o el amante para definir el «deseo».
Es el corazón, y no la cabeza, el que
comprende el tres (con el término corazón nos referimos al conjunto de las
facultades emocionales humanas). La «comprensión» es una función emocional,
antes que intelectual, y es prácticamente sinónimo de reconciliación, de
relación.
Cuanto más se comprende, más capaz se
es de reconciliar y de relacionar. Cuanto más se comprende, más se reconcilian
aparentes incongruencias e incoherencias. Es posible que uno sepa mucho y, en
cambio, comprenda muy poco.
Así, aunque no se pueda medir o conocer
el tres directamente, podemos experimentarlo en todas partes. A partir de la
experiencia cotidiana común, podemos proyectar y reconocer el papel metafísico
del tres: podemos ver por qué la trinidad constituye un fenómeno universal en las
mitologías del mundo. Tres es la «Palabra», el «Espíritu Santo», el absoluto
consciente de sí mismo.
Pero la famosa experiencia mística, la
unión con Dios, es —así lo pienso— la experiencia directa de ese aspecto del
absoluto que es la conciencia.
Reconocer la tercera fuerza equivale a
consentir el misterio fundamental de la creación; al mismo tiempo, constituye
un reconocimiento de la necesidad fundamental de reconciliar a los opuestos. El
hombre que comprende el tres no será seducido fácilmente por el dogmatismo.
Sabe que, en nuestro mundo, los conceptos de verdadero y falso son relativos;
o, si parecen absolutos, como en los sistemas lógicos, entonces el propio
sistema es relativo, una abstracción de una realidad mayor y más compleja. No
comprender esto da como resultado el curioso razonamiento moderno que declara
válida la parte, pero afirma que el todo es una ilusión.
Aunque la tercera fuerza no se puede
medir o conocer directamente, la ciencia
egipcia lo abordo con arte (todo tipo de creación) y precisión. Toda
manifestación del mundo físico representa un momento de equilibrio entre las fuerzas
positivas y negativas. La ciencia que comprenda esto, comprenderá en si mismo por
inferencia, la inefable tercera fuerza, que es igual a las fuerzas en oposición
y produce ese momento de equilibrio. La capacidad de utilizar este conocimiento
constituye desde tiempos inmemoriales un aspecto de la «magia».
En la vida cotidiana, reconocer el
papel del tres es un paso hacia la más difícil de las hazañas: aceptar la oposición.
Una obra maestra sólo se puede dar frente a una oposición equilibrada. El
bloque de madera constituye la oposición del escultor en un sentido real. Si su
inspiración resulta suficiente surgirá una obra maestra, pero si es
insuficiente para tratar con su bloque de madera, producirá un fracaso. Si el
bloque de madera resulta insuficiente para su inspiración, acabará en un
sentimiento de ambición frustrada.
Es fácil reconocer este principio, la
capacidad para dar a la oposición el lugar que se merece es una de las más
difíciles de poner en práctica.
De ahí que el principio se expreso de mil maneras distintas en la literatura
sacra de todo el mundo. Es esto, y no un sentimiento servil, lo que pretende el
dicho cristiano: “Ama a tu prójimo”. ¡Trata de amar a tu enemigo! Y seguro que
sería de mucha utilidad en política y en relaciones humanas, si toleran a los
que piensan de manera distinta.
Tomado de: http://es.scribd.com/doc/85618094/Herbert-Ore-La-Mistica-Del-Numero
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