EL LIBERTADOR DON JOSÉ DE SAN MARTIN (8 de 8)
HERBERT ORE BELSUZARRI
El 10 de enero de 1822 el General San Martín, y su Ministro de Estado Bernardo de Monteagudo, firmaron el decreto que dio vida a la Sociedad Patriótica de Lima, institución que se creaba, al menos oficialmente, con la finalidad de promover el desarrollo de las luces en el Perú.
Según sus creadores, este establecimiento se creaba considerando la importancia de la ilustración pública, cuya propagación era una obligación ineludible de los gobiernos. Se marcaba así una profunda diferencia con el régimen monarquista que acababa de ser expulsado, el que al actuar en un sentido contrario había observado una conducta criminal hacia la humanidad. El mismo decreto fundacional decía: “La ignorancia general en que el gobierno español ha mantenido a la América ha sido un tremendo acto de tiranía, que exige todo el poder actual que tiene la filosofía del mundo, para obligar a los americanos a no ver con ojos de furor a los que han sido autores y cómplices de un delito, que ataca los intereses de toda la familia humana”. Interesante es destacar que este argumento de la ignorancia política también aparece en la presa chilena de la Patria Vieja, e incluso en la Gaceta del Gobierno, publicada durante la restauración de la monarquía. En la primera se destacaba la idea de que se había mantenido al pueblo en la ignorancia para facilitar su dominación, y en la segunda que era esa falta de conocimientos lo que había facilitado la propagación de las ideas de revolución.
El objetivo declarado de la Sociedad era “discutir todas las cuestiones que tengan un influjo directo o indirecto sobre el bien público, sea en materias políticas, económicas o científicas, sin otra restricción que la de no atacar las leyes fundamentales del país, o el honor de algún ciudadano”. En otras palabras, vendría a ser una suerte de cenáculo donde se discutiría sobre determinadas materias que “puedan influir en la mejora de nuestras instituciones”, y que se reuniría bajo “la especial protección del gobierno”. ¿Significaba esto último que el gobierno influiría en las discusiones de la Sociedad? Los mismos artículos del decreto dan una respuesta afirmativa. Así, el tercero de ellos determina que “El Presidente nato de la Sociedad Patriótica de Lima será el Ministro de Estado”, mientras que el siguiente disponía que, además, la Sociedad contaría con un vicepresidente, cuatro censores, un secretario, un contador y un tesorero, los que serían elegidos “a pluralidad de votos por la misma sociedad, y estarán aprobados por el Presidente de ella”, agregando que sus funciones serían determinadas en un Reglamento que sería redactado por el Presidente, el vicepresidente, los censores y el Secretario.
Entre los miembros fundadores destacan los tres ministros de San Martín, es decir, Bernardo de Monteagudo (Estado), Tomás Guido (Guerra) e Hipólito Unanue (Hacienda), a quienes se unían el conde de Valle-Oselle, el de Casa Saavedra, Pedro Manuel Escobar, Antonio Álvarez del Villar, José Gregorio Palacios, el conde del Villar de Fuente, Diego Altaga, el Conde de Torre-Velarde, José Boqui, Dionsio Vizcarra, José de la Riva Agüero, Matías Maestro, José Morales y Ugalde, José Cavero y Salazar, Manuel Pérez de Tudela, Mariano Saravia, Mariano Alejo de Álvarez, Francisco Valdivieso, Fernando López Aldana, Toribio Rodríguez Mendoza, Javier de Luna Pizarro, José Salía, José Ignacio Moreno, José Gregorio Paredes, Miguel Tafur, Mariano Arce, Pedro José Méndez Lachica, Joaquín Paredes, Mariano Aguirre, Ignacio Antonio de Alcázar, José Arriz, Salvador Castro, Juan Berindoaga, Francisco Moreira Matute, Félix Devoti, Francisco Mariátegui y Eduardo Carrasco.
El 22 de febrero se realizó la primera reunión en la que se decidió editar un periódico, El Sol del Perú, y se fijaron las materias sobre las que versarían las lucubraciones y discusiones de los miembros, las que a propuesta de Monteagudo serían tres: “Cuál es la forma de gobierno más adaptado al estado peruano, según su extensión, población, costumbres y grado que ocupa en la escala de la civilización”, “Ensayo sobre las causas que han retardado en Lima la revolución, comprobadas por los sucesos posteriores” y “Ensayo sobre la necesidad de mantener el orden público para terminar la guerra y perpetuar la paz”.
La elección de esos temas por la Sociedad, o más bien dicho por Monteagudo, no parece hecha al azar, pues desde su permanencia en Buenos Aires, primero, y en Santiago, después, éste venía insistiendo en la necesidad de observar un procedimiento cauteloso para la instalación de nuevos gobiernos y para el reconocimiento de las libertades de los ciudadanos, lo que de no observarse podría derivar en una situación caracterizada por la anarquía. Por ello urgía a lograr la consolidación de la independencia y luego dar forma más o menos definitiva a los nuevos gobiernos.
La Sociedad Patriótica de Buenos Aires tenía, entonces, las mismas finalidades que la que posteriormente crearía en Lima, al menos en el plano formal.
Para Monteagudo las reglas a seguir debían acomodarse a las circunstancias, y estas eran claras: el voto de los pueblos ya se había pronunciado por la independencia, la que se debía declarar y publicar. En cuanto al gobierno, éste debía recaer en “un dictador que responda de nuestra libertad, obrando con la plenitud del poder que exijan las circunstancias y sin más restricción que la que convenga al principal interés”.
A su juicio era altamente conveniente distinguir dos situaciones. Una cosa era proclamar la independencia, otra distinta dictar una Constitución que la sostuviera. Para lo primero ya existía y constaba el voto favorable de los pueblos, pero no para lo segundo. Por lo tanto no se podía establecer aún una carta fundamental: “para eso es necesaria la concurrencia de todos por delegados suficientemente instruidos de la voluntad particular de cada uno [de los pueblos] y el solo conato de usurparles esta prerrogativa sería un crimen”. La concentración del poder en un solo ciudadano era necesaria para lograr definitivamente la independencia y, por lo tanto, el dictador que fuese nombrado no tendría “otro término a sus facultades que la independencia de la patria”. Agregaba Monteagudo que bien sabía que este tipo de gobierno podría acercarse al despotismo, pero manifestaba su creencia en la natural bondad del ser humano: “a nadie se le ocultará que las más de las veces el hombre es bueno, porque no puede ser malo aunque podría suceder que pusiésemos nuestro destino en manos de un ambicioso”, pero esto sería evitado por el pueblo por su temor a verse oprimido por la tiranía.
Para Monteagudo existía un objetivo fundamental: concluir la guerra contra los realistas. A él debían consagrarse todos los esfuerzos, y el establecimiento prematuro de la libertad política, según la experiencia lo había demostrado, sólo había redundado en beneficio del enemigo.
En la edición de Los Andes Libres del 3 de noviembre siguiente, Monteagudo insistió en la necesidad de vencer en la guerra para luego definir la forma de gobierno. Esto último había sido “la manzana de oro, arrojada por la discordia para animar las disensiones: ¡ojalá que la decisión inoportuna de este negocio no nos traiga tan malos efectos, como los que experimentaron los troyanos, cuando el pastor del monte Ida decidió la contienda entre las diosas […] Habría bastado conocer a fondo lo que importa esta idea solemne de Constitución Política, para no pensar en su forma, mientras no exista el sujeto que debe recibirla”.
Los gobiernos que se habían conformado no podían, a su juicio, tener más obligaciones que las que se derivaban del objetivo de su institución: “salvar al país, dirigir la guerra contra los españoles, y ponernos en aptitud de constituir un estado monárquico o republicano, según dicte la experiencia”.
Las ideas de Monteagudo ya habían sido comprendidas por el recién organizado gobierno del Perú, del cual él formaba parte. El general San Martín no dictó una Constitución, sino que un Reglamento (12 de febrero 1821) y luego promulgaría un Estatuto Provisional (8 de octubre). En el preámbulo de ambos textos se insistía en la idea de la provisionalidad de ellos, mientras se creaban las bases sólidas sobre las que en el futuro se asentaría una constitución definitiva, lo que las circunstancias actuales obligaban a diferir hasta tanto no se consolidara la independencia completa del territorio peruano.
La influencia de Monteagudo en la Sociedad Patriótica fue total. Para comprobar esto basta con señalar que el periódico de ella, es decir, El Sol del Perú, se publicó hasta el día 27 de junio de 1822, es decir, 2 días después de su alejamiento –involuntario, por cierto— de su cargo ministerial. Otra prueba de ello es factible hallarla en la existencia de dos ediciones que están signadas con el número 4, una del 4 de abril de 1822 y la segunda del día 12 siguiente. ¿Qué ocurrió? Nada más simple que la censura de la primera de ellas por parte del influyente ministro del Protector, pues contrariamente a las ideas que él sostenía, en sus páginas se había dado cabida a la Memoria que a la Sociedad había presentado Manuel Pérez de Tudela el 8 de marzo pasado, en la que propiciaba el establecimiento de un gobierno republicano en el Perú.
Durante el periódo que duró el Protectorado de José de San Martín en Lima, hubo un sistemático esfuerzo por instalar un gobierno monárquico en el Perú, bajo la figura de un príncipe europeo. Frente a tal despliegue, se formó un frente liberal-republicano, encabezado por José Faustino Sánchez Carrión, distinguido masón, conocido como el “Solitario de Sayán”, quien, desde unas cartas firmadas con ese seudónimo, se opuso firmemente a los planes del Libertador argentino y sus más cercanos colaboradores. Para Sánchez Carrión, la monarquía era contraria a la dignidad del hombre: no formaba ciudadanos sino súbditos, es decir, personas cuyo destino está a merced de la voluntad de un solo hombre, el Rey. Sólo el sistema republicano podía garantizar el imperio de la ley y la libertad del individuo. Reconocía que la república era un riesgo, pero había que asumirlo.
José Faustino Sánchez Carrión.
Faustino se encontraba en Sayan cuando San Martín proclamó la independencia y fundó la Sociedad Patriótica, que tenía como objetivo promover la monarquía como la salida más eficaz a las condiciones de la población del país. Fue en ese contexto que escribió una serie de cartas en las que argumentó su rechazo a tal proyecto. En una de sus misivas afirmó: “Un trono en el Perú sería acaso más despótico que en Asia, y asentada la paz se disputarían los mandatarios la palma de la tiranía”. Su diferencia con los monárquicos es que mientras éstos pensaban que el tipo de gobierno debía adaptarse a las circunstancias, el “Solitario de Sayán” sostenía que debía orientarse en cambio a neutralizarlas y combatirlas. En otras palabras, el viejo debate entre la concepción de la política como “resultado” de una sociedad o como “instrumento” de transformación de la misma. Asimismo, ironizaba del principio que los países de gran territorio se gobernaban mejor con reyes: “¿tan grandes son los reyes que necesitan tanto espacio?” Según este tribuno republicano, en un territorio extenso el monarca apenas se enteraba de los que pasaba en el interior y el poder efectivo, en realidad, lo tenía un enjambre de burócratas intermedios. También rebatió el criterio de los monárquicos en el sentido de que la mayoría de peruanos carecía de ilustración para un gobierno liberal-republicano: “Qué desgraciados somos los peruanos! Después de pocos, malos y tontos”. Respondió diciendo que “nadie se engaña en negocio propio” y que la religión y la cultura de la ilustración atemperaban la ignorancia. Finalmente, su radical alegato colocaba como referencia lo que ocurría, en esos años, en la América meridional: si ya la Gran Colombia, el Río de la Plata o Chile parecían encaminarse al sistema republicano, ¿para qué desatar recelos en los vecinos? "No infundamos desconfianza, y vaya a creerse, que procuramos atentar con el tiempo su independencia; antes sí, manifestemos, que en todo somos perfectamente iguales, y que habiendo levantado el grito contra un rey, aún la memoria de este nombre nos autoriza. Verdaderamente, que con sólo pensarlo, ya oyen de nuevo los peruanos el ronco son de las cadenas que acaban de romper".
Su férrea oposición le valió un odio profundo de Bernardo de Monteagudo, el ministro monárquico de San Martín. Pero el “Solitario de Sayán”, en realidad, no estaba solo. Sus ideas eran también compartidas por Toribio Rodríguez de Mendoza, Francisco Javier de Luna Pizarro, Manuel Pérez de Tudela y Mariano José de Arce, entre otros. Ellos también desplegaron toda una retórica en favor de la república y sus ideas quedaron expuestas en el periódico La Abeja Republicana; también fue colaborador de El Correo Mercantil y El Tribuno de la República Peruana.
Sánchez Carrión formó parte, como diputado por Trujillo, del primer congreso peruano y fue uno de los inspiradores de la Constitución liberal de 1823. Como constituyente, se opuso a la designación de la Junta Gubernativa porque confundía los poderes públicos y propuso que se comprometiera a Bolívar la continuación de la guerra contra los realistas, en vista de los reveses militares y el caos político. Por ello, en junio de 1823, viajó con el poeta José Joaquín Olmedo a Guayaquil a invitar a Bolívar a venir al Perú. Bolívar le confió, en marzo de 1824, la Secretaría General de los Negocios de la República Peruana y, en tal virtud, fue su acompañante en la triunfal marcha hacia Lima. En ese contexto, tuvo el privilegio de cursar las invitaciones a los países americanos para la celebración del Congreso de Panamá. En una carta a Sucre, Bolívar lo describió así: “El señor Carrión tiene talento, probidad y un patriotismo sin límites”. Por todo ello, se ganó su confianza y lo nombró en el consejo de gobierno, junto a Hipólito Unanue y José de la Mar, y ministro de Gobierno y Relaciones Exteriores, en 1825, cuando se retiró del Perú.
En su defensa se ha dicho que no se equivocó, pues tras su partida y especialmente, tras la partida de Bolívar unos años después, los caudillos militares desataron un gran caos político en casi toda Hispanoamérica, para satisfacer sus ansias de poder. Caos que en el caso peruano duró todo el siglo XIX, con ciertas repercusiones en el siglo XX.
Como fuera, los hombres grandes son siempre materia de ataques y defensas, pero lo que nadie puede negar es la importancia que tuvieron.
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