¿Cuándo murió Jesús?
Robert Ambelain.
¡Buscando pruebas es cuando encontré dificultades!
...
DIDEROT, Pensées,
LXI
Para Lemaistre de Sacy, eminente traductor de
una Biblia católica a más no poder, Jesús murió en el año 33 de nuestra era,
decimonono año del reinado de Tiberio César. Para la mayoría de los exégetas
protestantes, eso sucedió en el año 31, decimoséptimo año de ese mismo reinado.
Para Daniel-Rops, historiador oficial de la Iglesia católica, fue en el año 30,
decimosexto del citado reinado. Nosotros sostuvimos en la obra precedente de
esta serie que Jesús había muerto en el año 35, al año veintiuno del reinado de
dicho emperador. Algunos retrocedieron mucho más y hablaron del año 27. Pero
nadie llegó más lejos que san Ireneo, discípulo de los “Padres apostólicos”,
quien hizo morir a Jesús a los cincuenta años de edad, “próximo a la vejez”,
bajo Claudio César.
Ya no se sabía cuándo había nacido Jesús,[1]
y resulta que tampoco se sabe mucho mejor cuándo murió. De modo que vamos a
intentar, a nuestra vez, aportar un poco de claridad a este problema.
Daniel-Rops, en Jésus en son temps, nos dice lo siguiente sobre el año de la
crucifixión:
“Si se sigue la indicación del cuarto
evangelio, cuyas anotaciones cronológicas son las más precisas, debe admitirse
que la muerte tuvo lugar el día mismo que debía comerse la Pascua (Juan, 18,
28), es decir, según el calendario litúrgico judío, el 14 de Nisán. Pues bien, la coincidencia entre
un viernes y la Pascua sólo se realizó, en la época de Cristo, el 11 de abril
del año 27, el 7 de abril del año 30 y el 4 de abril del 33. Si se compara esta
información con las indicaciones que tenemos ya sobre su nacimiento, y la
duración del ministerio público de Jesús, nos vemos inducidos a elegir la
segunda de estas tres fechas. La “semana santa” comenzó, por lo tanto, el
domingo 2 de abril del año 30, y fue el viernes 7 cuando Jesús fue elevado
sobre la cruz, en una colina desnuda, a las puertas de Jerusalén” (Cf.
Daniel-Rops, Jésus en son temps, cap.
IX, p. 439).
Y una vez más sorprendemos a este autor
cometiendo toda una serie de errores, por no decir que sosteniendo una tesis
sin preocuparse de las contradicciones que salen a su encuentro.
Cualquiera que, como el autor de las
presentes líneas, esté familiarizado con los cálculos cosmográficos, posee un
juego de efemérides planetarias que abarcan generalmente dos siglos, del 1800
al año 2000, lo que es más que suficiente para toda investigación de este
género. Porque es obvio que, para semejantes cálculos, no podemos utilizar el cómputo
eclesiástico habitual, demasiado primario, sino que debemos calcular de nuevo, muy matemáticamente, las neomenias y sus
épocas exactas.
Pues bien, en astronomía hay una ley, a la
que se ha denominado el Ciclo de oro
de Meton, por el nombre del astrónomo ateniense que la descubrió hacia el año
433 antes de nuestra era. Esta ley asegura que, cada diecinueve años, la Luna
vuelve a encontrarse, en el mismo grado y aproximadamente a la misma hora, en
conjunción con el Sol (luna nueva), y
en la misma posición zodiacal. Ese es el ciclo lunar de los astrónomos. Cuando,
dos semanas más tarde, llega al punto opuesto, es decir, ciento ochenta grados
más lejos en su curso, y al signo zodiacal opuesto,
es luna llena.
Observemos de paso (porque es bueno reírse un
poco) que los exégetas de los primeros siglos estaban todos, y por una vez, de
acuerdo en un punto, a saber, que cuando el Señor creó, repentinamente y a la
vez, a todas las constelaciones, la Luna fue creada y apareció en oposición al
Sol, toda redonda, y contando ya quince días de edad.[2]
Volviendo al Ciclo de Meton, constataremos que por lo tanto puede establecerse
por un momento dado la longitud lunar, y así se obtiene fácilmente la fecha del
calendario, es decir, la fecha de la luna
nueva y de la luna llena. El día
de la semana lo precisará cualquier calendario
perpetuo bien conocido, que se remonte hasta el siglo I.
Y si nos entregamos a las verificaciones
descritas arriba, nos vemos forzados a constatar que todo lo que Daniel-Rops
nos afirma sobre la fecha de la Pascua judía de los años 27, 30 y 33 de nuestra
era es falso:
1. Año 27 – Según
él, la Pascua judía de Nisán (mes
lunar que comienza en la luna nueva que sigue al equinoccio de primavera), cayó
en el 11 de abril, viernes. Y es un error; la neomenia de Nisán recayó, en realidad, en el 2 de abril, y como la Pascua judía
tenía lugar 14 días más tarde (Cf. Números, 28, 16), eso la hace caer el 16 de
abril, y ese día era un miércoles.
2. Año 27 – Según
él, la Pascua judía de Nisán cayó en
un 7 de abril y viernes. Y también eso es falso, porque fue un 12 y miércoles,
ya que la neomenia tuvo lugar el 29 de marzo.
3. Año 33
– Según él, la Pascua judía cayó en 4 de abril y viernes. Y sigue siendo
erróneo, porque la neomenia tuvo lugar el 27 de marzo, la Pascua fue el 10 de
abril, y viernes. Pero como el día no empezaba en realidad, según costumbre en
Israel, hasta la puesta del sol, y
Jesús murió mucho antes de que cayera la noche, según se nos dice a las quince
horas, eso hace que se encontraran todavía en la jornada del jueves.
Si, por el contrario, nos quedamos con la
fecha del año 35, como desarrollamos en nuestra primera obra, constatamos que
la luna nueva de Nisán tiene lugar el
2 de abril, y que la luna llena se sitúa el 16 de abril, es decir, un sábado;
pero en virtud de la regla judía recordada antes, como Jesús murió antes de la
puesta del sol, estamos todavía en la jornada del viernes. Como, por cierto,
anotaron con toda exactitud los discípulos y sus sucesores, inicialmente todos
judíos.
Jesús, por lo tanto, murió en el año 35 de
nuestra era, el 15 de abril, y no en el año 30, 31 o 33, según los
historiadores oficiales de la Iglesia.
Pero, ¿por qué toda esa serie de errores por
parte de los exégetas? ¿Y por qué esa elección preferencial, sin bases
matemáticas exactas, de Daniel-Rops?
Todo eso no es fortuito. Si algunos pueden
alegar, a modo de excusa, que quisieron respetar una tradición secular, no es
menos cierto que los que la establecieron lo hicieron intencionadamente. En los
orígenes, en la Iglesia de los primeros siglos, hubo historiadores y exégetas
que sabían perfectamente a qué atenerse sobre los verdaderos orígenes del
cristianismo. No ignoraban que el viejo sueño mesianista de los judíos
integristas que aspiraba a la dominación de las naciones paganas, sueño
aniquilado por la destrucción de Israel en el año 135 de nuestra era, y por la
dispersión de todo ese infortunado pueblo, ese viejo sueño había sido
transpuesto por unos astutos compadres venidos de la gentilidad en su mayor
parte.
El sueño desmesurado de Saulo-Pablo,[3]
su ambición de realizar una religión nueva que coronaría un verdadero imperio
oculto, ese sueño sorprendente empezaba a realizarse. Y había que alimentar el
mito, hacer desaparecer la realidad histórica. Para eso, el Jesús de la historia debía ceder su
lugar al Cristo de la leyenda cristiana.
Se pusieron manos a la obra. Y con este fin,
entre otras “modificaciones piadosas, cuidaron bien de establecer el máximo
tiempo de separación posible entre la muerte de Jesús y la caída en desgracia
de Pilato, a fin de hacer desaparecer todo rastro de esa asombrosa relación
entre la muerte del primero y la caída en desgracia del segundo. Porque la
evasión a Samaria que sucedió al “retiro” en Fenicia, que había seguido a la
“huída” a Egipto, el paso prudente de una tetrarquía a otra cuando se detuvo al
Bautista, los seis meses oculto en Jerusalén, sin poder salir de allí, el
perpetuo ir errante del norte al sur y del sur al norte, todos esos episodios
son demasiado reveladores como para no ver el verdadero rostro de aquel que no
había sido jamás otra cosa que el jefe de la resistencia judía contra Roma,
papel, por cierto, perfectamente honorable, pero que no podía asumir un dios
encarnado, venido a propósito para ofrecerse en sacrificio.
Todo eso confirma la existencia en el seno de
la Iglesia de ese misterioso “secreto” evocado por el juramento del obispo en
el curso de la ceremonia de la consagración, como ya demostramos en el primer
volumen de esta serie.[4]
Y ese “secreto” encubre simplemente el viejo sueño de dominación universal.
[1] Cf. Jesús o el secreto mortal de
los templarios, pp- 41-53.
[2] El examen de las rocas traídas por los cosmonautas ha demostrado que
la Luna era más antigua que la Tierra en
varios miles de millones de años. Ya
se ve el coeficiente de seriedad que puede dársele al Génesis.
[3] Cf. El hombre que creó a
Jesucristo, pp. 201-216.
[4] Cf. Jesús o el secreto mortal de
los templarios, pp. 16-17.
Tomado del libro: LOS SECRETOS DEL GOLGOTA de Robert Ambelain.
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