Nerón 1 de 2
Robert Ambelain.
Alimentada por treinta generaciones de
dramaturgos y de poetas, la visión de Nerón tañendo la cítara sobre las ruinas
de su propia ciudad (cuyo incendio había sido ordenado por él), me movió a
investigar.
J.-C. pichón,
Saint-Néron[1]
Los historiadores oficiales nos
presentan a un Nerón que fue una mina para los novelistas baratos, los
cineastas que sabían aliar el erotismo popular y la imaginería cristiana, y los
dramaturgos deseosos de producir secuencias inflamadas. Ernest Renán, en su
afán de hacerse perdonar un Jesús poco
conformista, preocupado quizá por no cortar del todo los puentes con un
universo católico, todavía muy poderoso en su época, nos ofrece un Antéchrist que es la antítesis perfecta
de su Jesús ingenuo y dulce, algo así como el contraste del jarrón de la
izquierda con el de la derecha sobre la repisa de una chimenea. Pero la
realidad es infinitamente más compleja. ¿Por qué caminos misteriosos Lucius Domitius Ahenobarbus, emperador
bajo el nombre de Nerón César, pasó a ser, del hombre dulce y pacífico que era,
al personaje escandaloso de los últimos años? Vamos a dar ya la respuesta, pues
así el lector comprenderá mejor el desarrollo de este trágico destino.
«Nerón nació en Antium, nueve
meses después de la muerte de Tiberio, dieciocho días antes de las calendas de
enero,[2]
precisamente al salir el sol, de tal suerte que sus rayos lo tocaron casi antes
que a la tierra.» (Cf. Suetonio, Vida de
los doce Césares: Nerón, VI.)
Antium es una ciudad situada un
poco al sur de Roma, a unos cincuenta kilómetros. Dieciocho días antes de las
calendas de enero significan el 14 de diciembre, pero del calendario juliano.
Añadamos once días para encontrar la fecha gregoriana exacta, y tenemos el 25
de diciembre, día de la gran fiesta anual de Mitra, el dios protector de las
legiones romanas, el «Sol invictus», el que avanza delante de sus
banderas.
La hora natal de Nerón, en la
latitud de Antium, es, pues, las 7.30 de la mañana, y el Sol se encuentra en el
cuarto grado de Capricornio. Damos a pie de página el tema astrológico del
individuo, para aquellos lectores a quienes interese este aspecto del estudio.
Observemos, de paso, que el tema dado por
Julevno en el Tratado de Astrología
(tomo I) es falso.[3]
En la casa IX del cielo
encontramos la estrella Zosma, delta
de Leo. Según la tradición clásica, hace prever: «Egoísmo, impudor, inmoralidad,
peligro de envenenamiento, perturbaciones
cerebrales».
Y ahora volvamos a leer a
Suetonio en su cuarto libro, consagrado a Calígula: «No obstante,
algunas veces, presa de un súbito desfallecimiento, apenas podía andar,
mantenerse en pie, volver en sí, sostenerse. En cuanto a su desorden mental,
él mismo se había dado cuenta, y más de una vez proyectó retirarse para
despejarse el cerebro. Se cree que su
esposa Caesonia[4] le hizo tomar un filtro, y que éste le hizo enloquecer.[5] Sufría especialmente de insomnio, ya
que no dormía más de tres horas por noche, y ni siquiera ese reposo era
completo, sino turbado por extrañas visiones. Una vez, entre tantas, soñó que
conversaba con el Espectro del Mar. Por lo común, harto de estar acostado y en
vela, pasaba gran parte de la noche sentado en la cama, o vagaba a través de
los inmensos pórticos, esperando e invocando incesantemente al día». (Cf.
Suetonio, Vida de los doce Césares:
Calígula, libro IV, 50.)
En aquella época había en Roma
una célebre envenenadora, Locusta. A ésta la condenarían a muerte en el año 68,
bajo el reinado de Galba. Antes de morir confesaría, bajo tortura, que había
hecho perecer a Britannicus. Como no se le pidieron detalles sobre sus
relaciones con Caesonia, no existe sino una presunción de que también ella proporcionara
el veneno que volvió loco a Calígula.
Observemos, de todos modos, que
las solanáceas ocupaban una parte importante de la composición de los filtros
mortales, ya que provocaban unos trastornos previos que podían hacer creer en
una enfermedad cerebral. Pero si el filtro era insuficiente, si el individuo,
tratado a tiempo, podía escapar a la muerte, quedaban no obstante secuelas
graves, de las que siempre resultaban perturbaciones mentales. Lo mismo
sucedía con la ingestión de venenos a base de mercurio, que dañaban lenta pero
irreversiblemente el cerebro.
Pues bien, haciendo caso omiso
de lo que dice el tema astrológico de Nerón, la amenaza de muerte por parte de su madre, representada por la Luna en la casa
VIII del cielo, oponiéndose a Marte, señor por «exaltación» del Ascendente, no
deja de ser cierto que esta madre, sedienta de dominación y de poder, no vaciló
para llegar á sus fines en intentar seducir a su propio hijo, yendo a
ofrecérsele en pleno día engalanada y con atavío propio para el incesto (cf.
Tácito, Anales, XIV, 2), esa mujer
que, ya en su infancia, se había prostituido a Lépido por ambición de reinar, y
luego, por la misma razón, al liberto Palante, que había organizado el
asesinato de Claudio, y luego el de Britannicus; esta mujer empezará a odiar a
su hijo a partir del momento en que se le prohíbe inmiscuirse en los asuntos
del Estado. Todos la saben capaz de cualquier crimen, y Séneca y Burro, que
fueron los preceptores de Nerón y luego sus consejeros, le advierten sin cesar
del peligro que corre. Burro, prefecto del pretorio, razona como un guerrero, y
Séneca como un filósofo: de la reina madre o de él, uno debe desaparecer.
Pero antes de que ese demonio en
forma de mujer pudiera reducirse a un estado en que no pudiera causar más
daño, éste ya estaba hecho. Claro que Agripina quizá no quería la muerte de su
hijo. Sabía que un nuevo emperador no le dejaría ninguna posibilidad de reinar.
Pero si Nerón, demente a causa de un veneno bien compuesto, perdía todo el
control y se alejaba del pueblo, bastaría con dejarle sumergirse cada vez más
en el desenfreno y la embriaguez para poder gobernar el imperio en su lugar.
Pero ese plan no logró su fin más que a medias; cuando Nerón se resignó a hacer
desaparecer al monstruo que tenía por madre (y a quien, no obstante, tanto
había amado), ya era demasiado tarde, y el golpe había sido ya asestado.
Lo que es cierto es que la
ejecución de Agripina en una época en que tales medidas eran cosas normales y
corrientes, jamás le sería reprochada a Nerón. A su regreso a Roma, el pueblo
aclama al emperador, y el Senado lo glorifica por su decisión, ya que Agripina
era objeto de un odio general.[6]
Así pues, podemos disociar ya la
vida de Nerón en dos partes: una cubrirá sus años de buen juicio, la otra los
de su locura.
En la primera parte se sitúa la
misteriosa muerte de Britannicus. Esta fracción de la vida de Nerón se extiende
hasta el año 64, fecha del incendio de Roma. De este comportamiento dirá
Séneca: «Te has propuesto, César, una meta que ningún príncipe ha alcanzado
jamás: la inocencia de todo crimen». ¿Entonces? Nerón respondió un día,
apaciblemente, a los rumores que pretendían que él había hecho envenenar a
Britannicus:[7] «Si yo hubiera
temido a mi hermano, ¿por qué no habría de haberlo condenado abiertamente? ¿Por
qué habría de temer yo a la ley?».
De hecho, ese crimen hay que
imputarlo a Agripina. Tácito y Suetonio precisan que el veneno había sido
preparado por Locusta. Pero para que esta mujer pudiera seguir en Roma, a pesar
de su terrible reputación, era preciso que estuviera protegida por poderosas
influencias, muy por encima de las leyes. Por otra parte, fue Locusta quien,
por orden de Agripina, había procedido al envenenamiento de Claudio. Locusta
era de la reina madre, no de Nerón.
Acabamos de demostrar, en
nuestra opinión, que Nerón no intervino para nada en la muerte de Britannicus;
hemos demostrado que la ejecución de Agripina, deseada por el Senado y el
pueblo romano, había sido aconsejada por dos conciencias íntegras, las de
Séneca y de Burro; hemos demostrado que el incendio de Roma fue obra de cristianos
fanáticos, y que Nerón, ausente de Roma durante los cuatro primeros días
(estaba en Antium), al principio ignoraba el hecho. La muerte de Popea, a
consecuencia de una patada en el vientre, fue accidental, y Nerón ya estaba a
veces medio demente.
Ahora vamos a partir en busca
del joven emperador que, de no haber tenido una madre demoníaca, quizás hubiera
eclipsado a Marco Aurelio, si no por sus escritos, sí por sus actos.
Porque a esta madre él la había
amado enormemente. La noche misma del asesinato de Claudio (organizado por
Agripina), después de su propio «triunfo», dio a la guardia pretoriana como
contraseña: «La mejor de las madres», en
latín «Optimae matris». (Cf. Tácito, Anales, XIII, ii.)
El período fasto del reinado de
Nerón se extiende, pues, del año 54 al 63 inclusive. Tal como observa con
bastante justicia Jean-Charles Pichón en su Saint-Néron:
«En primavera del año 64, Nerón todavía no era ese sádico y ese criminal que se
pretende ver en él. Al enterarse del suicidio de Torcuato,[8] el emperador dijo:
“Aunque era culpable, habría vivido si hubiera esperado la clemencia de su
juez”. Pero ya era, indudablemente, ese increíble histrión cuyo único placer
parecía ser el de sorprender a sus amigos, escandalizar al pueblo e irritar al
Senado».
Hay que decir, en efecto, que en
todo ese período que va del año 54 al 63 no se encuentra ningún rastro de las
orgías tan bien utilizadas por el cine. Ni Suetonio ni Tácito nos hablan de
ellas. Cuando Nerón se aburre, regresa a Antium, la ciudad de su infancia, la
ciudad mimada a la que embellece sin cesar, donde pinta, esculpe, redacta y
compone poemas y cantos, en la paz y la dulzura de vivir. Porque Nerón fue
realmente un artista, lo que explica su dulzura innata, su horror ante la
violencia, la sangre. A veces incluso sueña con abdicar, lo que le permitiría
vivir de sus dones, como un hombre libre, como un esteta. Y por poco no sucedió
así un día, después de una escena violenta que le hizo Agripina, porque acababa
de expulsar del palacio al liberto Palante, su amante. Su sueño era retirarse a
Grecia, patria de las artes y la sabiduría, a sus ojos.
Pero, se alegará ¿qué hay de los
suplicios infligidos a los cristianos después del incendio de Roma en el año
64? Hay dos modos de resolver este enigma.
O bien la investigación fue
llevada a cabo ipso facto por las
autoridades romanas, sin haber tenido que referírselo al emperador, según
correspondía a sus funciones y sus responsabilidades, así como al crimen
cometido. Detenciones, interrogatorios, nuevas detenciones de gentes
denunciadas, condenas automáticas de los incendiarios, a las que seguían
ejecuciones legales. Y lo que la legislación romana preveía en el caso de
pirómanos era la muerte en la hoguera. No fueron innovadores con los
cristianos.
O bien no conocemos la verdad
sobre este asunto. Porque, repitámoslo, los manuscritos originales de Suetonio
y Tácito se han perdido, sólo poseemos copias medievales, obras de monjes
copistas, e indudablemente censuradas e interpoladas.
Porque, a pesar de todo, hay una
cosa muy curiosa: ni Tertuliano ni Orígenes nos hablan de esos cristianos
cosidos en pieles de animales recién despellejadas, contra las que se lanza
jaurías de perros feroces, ni de esos otros, embutidos en ropas embadurnadas de
materias inflamables y ardiendo como antorchas en los jardines imperiales. Y
Eusebio de Cesárea, en su Historia eclesiástica,
menciona a Nerón como al primer emperador que persiguió a los cristianos,
pero no cita esos detalles, sino que lo hace vagamente, mencionando sólo la
muerte de Pablo y de Pedro. Es más, permanece
mudo en lo que respecta al incendio de Roma. Y Flavio Josefo, al hablar de
Nerón, al criticarlo, hace lo mismo: también
ignora el incendio.
Sobre esta persecución que
siguió al incendio de Roma, observemos que sólo se aplicó a los cristianos de la ciudad, y no se extendió a los de
la provincia. En cuanto a su importancia, Tertuliano nos dice simplemente que
«bajo Nerón se hizo perecer por la espada
a un pequeño número de cristianos».
(Cf. Tertuliano, Apologeticen, V, 3.)
Nos hallamos muy lejos de las habituales películas de propaganda...
El silencio de Tertuliano (quien
redactó su Apologeticen hacia el año
197 de nuestra era, es decir 133 años después del incendio), el de Orígenes
(muerto en el año 254) y el de Eusebio de Cesárea (muerto en el año 340) sobre
un acontecimiento tan grave como el incendio de la capital del Imperio romano, imputado a los cristianos, fuente y
causa de la primera persecución, no pueden explicarse sino de una sola manera.
Todos hablaron de ello, y Tertuliano
más que los otros, pues ya había hecho alusión a ello en su Apologeticen, con su amenaza: «...¡Una
sola noche y algunas antorchas bastarían!» (Op.
cit., XXXVII, 3), pero todos hablaron
de una manera poco ortodoxa a los ojos de los monjes copistas que los
transcribieron más adelante. Y se limitaron a suprimir los pasajes que
consideraron «escandalosos», por citar a san Jerónimo censurando a Orígenes.
Así pues, censuraron a
Tertuliano, a Orígenes y a Eusebio, e interpolaron a Suetonio y a Tácito. De
donde esa contradicción en los testimonios de estos autores. Porque en la época
en que pusieron al gusto del día a los autores antiguos, tanto paganos como
cristianos, de lo que se trataba era de poner de manifiesto que el cristiano
barbudo, melenudo y ovejuno, triunfaba simplemente con su dulzura y resignación
sobre el paganismo persecutor, lo que demostraba, sin discusión posible, la
intervención divina en favor de la nueva religión.
En cuanto al fanático de la
realidad histórica, tanto si se trataba del zelote judaico como del cristiano
exaltado por la promesa del «regreso» de Jesús sobre las nubes, muy cercano,
según las sagradas escrituras, no hay que hablar más de él. Ese tipo
particular debe desaparecer discretamente de la historia, sólo debe permanecer
el mártir, que pasa tiernamente la mano sobre la crin del león que le arranca
el brazo.
Volvamos a Nerón. Suetonio nos
cuenta que Tiberio había pronunciado estas terribles palabras: «¡Qué después
de mí, arda Roma!». (Cf. Suetonio, Vida
de los doce Césares: Nerón, 38.) Y Roma había ardido, devastada por un
terrible incendio que había consumido el Circo y todo el Aventino. Y Tácito nos
dice que «ese desastre se tornó en gloria para Nerón, quien indemnizó todas las
casas incendiadas». (Cf. Tácito, Anales, VI,
45.)
Nada parecido sucede con Nerón.
No sólo no es el autor del incendio, no sólo no está en Roma y lo ignora
durante los cuatro primeros días, sino que luego adopta todas las medidas en
favor de las víctimas. Pero la clase dirigente de Roma, se servirá del incendio
para hundir al hombre al que odia, y para intentar aniquilar a una secta que le
parece extremadamente peligrosa para sus intereses y sus tradiciones.
Y aquí tenemos al verdadero
Nerón, lector. No se parece en nada a la caricatura que le ha sido presentada
hasta ahora en las pantallas...
Un día, al principio de su
reinado, Agripina obtuvo de él una condena de muerte. Ante todos los
asistentes, estupefactos, y que luego darían testimonio de ello, Nerón depositó
el «estilo» con el que se disponía a firmar, y murmuró, abatido: «¡Ay! ¡Por qué
me enseñarían a escribir!». (Cf. Suetonio, Vida
de los doce Césares: Nerón, 10.) Y eso que aquel hombre era verdaderamente
un criminal.
Su madre era odiada tanto por el
Senado como por el pueblo. Para protegerla mejor, le dio una guardia germánica,
más segura que la guardia personal de Agripina, compuesta por romanos, según
nos sigue diciendo Tácito.
Sila, cuñado de Octavia, primera
esposa de Nerón, fomentó una conjura, sin duda de acuerdo con ésta, y proyectó
asesinar al emperador para hacerse con el poder. Unos hombres armados atacaron
la escolta de Nerón, en el camino que tomaba habitualmente para regresar al
atardecer al palacio..Pero el emperador, aquella noche, se había quedado
visitando los jardines de Salustio, en el Princius. No se enteró del atentado
frustrado hasta su regreso, de boca de los supervivientes de la matanza. Contra
todas las reglas más elementales de la justicia, contra la opinión de Séneca y
de Burro, sus sabios consejeros, contra
su deber de emperador, se negó a mandar juzgar a Sila, y se contentó con
alejarlo de Roma y colocarlo en Massilia (Marsella) en residencia forzosa,
donde éste, con toda tranquilidad, pudo proseguir con sus conspiraciones, que,
claro está, un día tuvieron éxito.
Cuando se vio obligado a
permitir que suprimieran a su madre, a causa de los perpetuos complots de ésta
contra su propia vida, se retiró a Baúles para llorarla, y luego la vería, en
sus sueños, persiguiéndole con un látigo.
No regresó a Roma hasta otoño
del año 59, con el fin, según dijo, de luchar contra los juegos crueles y
salvajes del Circo, y allí instituyó unos Juegos
que llevarían su nombre. En ellos se celebraría la poesía, la música y los
deportes armoniosos, como en Grecia. Para eso mandó construir un recinto
especial en el Campo de Marte. Esta innovación causó escándalo. Bajo el
pretexto de que los combates sangrientos del Circo y la despiadada crueldad de
los espectadores formaban virilmente a la juventud, la aristocracia romana y
los elementos conservadores le reprocharon que los ablandara. Llegaron hasta
hacerle responsable de lo que sucedía, al caer la noche, después de esos Juegos Florales anticipados, entre
jóvenes muchachos y muchachas.
Plauto, nieto de Druso y
bisnieto de Tiberio, y por consiguiente con derecho a aspirar al imperio,
hombre muy reaccionario, organizaba conjuras sin ocultarse lo más mínimo.
Nerón, avisado y puesto en presencia de las pruebas de dicha conjura, se negó a
entregarlo a la justicia. Se contentó con decirle que se alejase de sus malos
consejeros y que se retirase a sus dominios de Asia Menor. Plauto continuó allí
con sus conspiraciones durante tres años, en los que mantuvo correspondencia
con sus cómplices, y levantó a tropas mercenarias clandestinas, hasta tal
extremo que Nerón, en el año 62, tuvo que abandonarlo a la justicia, que le
condenó a muerte. Y Tácito observa: «Cuando no puede impedir una condena, ¡da
tantas largas que el acusado tiene tiempo de morir de viejo!». (Cf. Tácito, Anales, XIII, 33.)
Ese mismo año 62, Sila, libre en
Marsella de continuar con sus conjuras (también él, como Plauto, aspiraba al
imperio, ya lo hemos dicho), conspira con los tribunos de las legiones
acuarteladas en la Galia. Gasta una verdadera fortuna para formar un ejército.
La justicia romana ni siquiera puede apresarlo, ya que es prácticamente inaccesible
y está muy bien protegido. Para deshacerse de él, Nerón tendrá que permitir que
sea asesinado por asesinos a sueldo, contratados por el prefecto del pretorio.
Ante las conspiraciones de su
cuñado. Nerón se resigna al fin a alejar a su esposa. Octavia, a repudiarla y a
casarse con Popea, su amante. Exilio dorado: Octavia está colmada de riquezas,
y posee un palacete en pleno centro de Roma. Todo en vano, porque tres semanas
después, la tarde en que tuvo lugar el matrimonio de Nerón y de Popea, Octavia
arengó a las multitudes desde la terraza de esta mansión, maldiciendo a Nerón
y condenándolo a las Furias. Y este último punto habría permitido entonces que
se le aplicara la Ley de las Doce Tablas,
lo que implicaba la condena a muerte.
Popea se entera de que Octavia
planea asesinarla o envenenarla. Se queja de ello a Nerón. Éste, una vez más,
rehusa cortar de raíz y entregar a Octavia a la justicia, sabiendo que ésta
aplicará la misma Ley de las Doce Tablas
con todo su rigor. Se limita a colocar a su ex esposa en residencia obligatoria
en la isla de Pendataria, al este de Baúles, y le da la suntuosa mansión en la
que había habitado Julia, la hija de Augusto. El encargado de conducirla allí
será Aniceto, almirante de la flota imperial. A su regreso, éste, horrorizado,
irá a confesar a Nerón que, durante la travesía, Octavia le halagó, le
embriagó y se entregó a él, antes de pedirle que fomentara una rebelión en la
flota romana y asesinara al emperador.
Esta vez Nerón no pudo escapar a
sus responsabilidades. El 9 de junio, unos mensajeros llevaron a Octavia la
orden de poner fin a sus días. Como ésta se negó, unos médicos tuvieron que
sujetarla tendida, atada, y abrirle las venas. Según la costumbre legal de la
época, llevarían su cabeza al emperador, quien se negó a verla. Sólo Popea la
contemplaría, largamente, en silencio.
[1] Cf. J.-P. pichón,
Saint-Néron, Robert Laffont
édit., París, 1962. Esta
obra fue reeditada en 1971 con el título: Nerón,
ou les origines du christianisme.
[3] Para el
público, cada vez más numeroso, que se interesa por la astrología, damos a
continuación las posiciones planetarias y la domiciliación del cielo natal de
Nerón, según los datos de Suetonio: AS: 3°46 de Capricornio — II: 14° Acuario —
III: 26° Piséis — FC: 29° Aries — V: 23° Tauro — VI: 14° Géminis — VII: 3°46
Cáncer — VIII: 14° Leo — IX: 26° Virgo — MC: 29° Libra — XI: 23° Escorpión —
XII: 14° Sagitario — Sol: 3°55 Capricornio — Saturno: 10° Capricornio — Marte:
22° Acuario — Neptuno: 9° Piscis — Luna: 9° Leo —Venus: 5° Libra — Urano: 21°
Libra — Júpiter: 17° Escorpión — Mercurio: 19° Sagitario — ARMC: 13 h 46, T. S.: 18 h 16 — Latitud: 41°54.
Obsérvense cuidadosamente en este tema los antiscios y contraantiscios; son
importantes. Así, el antiscio de Venus en la cúspide de la casa III del cielo
muestra que el individuo amará a sus
hermanos, lo que confirma que no fue Nerón quien mandó envenenar a
Britannicus, su hermano.
[4] Caesonia
fue asesinada de una estocada, y su hijita aplastada contra una pared, en el
curso del asesinato de Calígula por los conjurados que iban mandados por Caerea
y el tribuno de las cohortes Cornelio Sabino. (Cf. Suetonio, op. cit.)
[5] Ya
Lucrecio, el poeta latino nacido en Roma en el año 99 antes de nuestra era, y
muerto en el 55 también antes de nuestra era, a los cuarenta y cuatro años de
edad, había sido víctima de un filtro que le hizo ingerir una amante celosa, y
que lo volvió loco. Durante un período de lucidez, dándose cuenta de su
decadencia, el autor del De natura rerum
se suicidó.
[6] No
olvidemos jamás que, efectivamente, tampoco se hizo reproche alguno a Augusto
por el exilio de Julia, su hija libertina, ni a Tiberio por la muerte de
Sabino, de Germánico y de tantos otros. No se reprochó a Claudio haber ordenado
ejecutar a Mesalina por sus desenfrenos nocturnos en los lupanares, ni a
Calígula por haber hecho matar a Gemelo. La alegría del pueblo romano ante la
ejecución de Agripina, y la del Senado romano, no deben pues sorprendernos.
[7] Britannicus
era el hijo de Claudio y de Mesalina. Nerón era sólo el hijo adoptivo de Claudio, que, a su vez,
también dudaba mucho de ser el padre de Britannicus. Como se ve, no eran en
modo alguno hermanos.
[8] Torcuato
Silano, esperando a ser detenido tras haber sido acusado de conspirar, se
abrió las venas. (Cf. Tácito, Anales.
XV, 35.)
Tomado del libro: EL HOMBRE QUE CREO A JESUCRISTO de Robert Ambelain.
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