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martes, 20 de enero de 2015

Nerón 1 de 2

Nerón 1 de 2

Robert Ambelain.

Alimentada por treinta generaciones de dramaturgos y de poetas, la visión de Nerón tañendo la cítara sobre las ruinas de su propia ciudad (cuyo incendio había sido orde­nado por él), me movió a investigar.

J.-C. pichón, Saint-Néron[1]


Los historiadores oficiales nos presentan a un Nerón que fue una mina para los novelistas baratos, los cineastas que sabían aliar el erotismo popular y la imaginería cristiana, y los dramaturgos deseo­sos de producir secuencias inflamadas. Ernest Renán, en su afán de hacerse perdonar un Jesús poco conformista, preocupado quizá por no cortar del todo los puentes con un universo católico, todavía muy poderoso en su época, nos ofrece un Antéchrist que es la antítesis perfecta de su Jesús ingenuo y dulce, algo así como el contraste del jarrón de la izquierda con el de la derecha sobre la repisa de una chimenea. Pero la realidad es infinitamente más compleja. ¿Por qué caminos misteriosos Lucius Domitius Ahenobarbus, emperador bajo el nombre de Nerón César, pasó a ser, del hombre dulce y pacífico que era, al personaje escandaloso de los últimos años? Vamos a dar ya la respuesta, pues así el lector comprenderá mejor el desarrollo de este trágico destino.


«Nerón nació en Antium, nueve meses después de la muerte de Tiberio, dieciocho días antes de las calendas de enero,[2] precisamente al salir el sol, de tal suerte que sus rayos lo tocaron casi antes que a la tierra.» (Cf. Suetonio, Vida de los doce Césares: Nerón, VI.)
Antium es una ciudad situada un poco al sur de Roma, a unos cin­cuenta kilómetros. Dieciocho días antes de las calendas de enero signi­fican el 14 de diciembre, pero del calendario juliano. Añadamos once días para encontrar la fecha gregoriana exacta, y tenemos el 25 de diciembre, día de la gran fiesta anual de Mitra, el dios protector de las legiones romanas, el «Sol invictus», el que avanza delante de sus banderas.
La hora natal de Nerón, en la latitud de Antium, es, pues, las 7.30 de la mañana, y el Sol se encuentra en el cuarto grado de Capricornio. Damos a pie de página el tema astrológico del individuo, para aquellos lectores a quienes interese este aspecto del estudio. Observemos, de paso, que el tema dado por Julevno en el Tratado de Astrología (tomo I) es falso.[3]
En la casa IX del cielo encontramos la estrella Zosma, delta de Leo. Según la tradición clásica, hace prever: «Egoísmo, impudor, inmorali­dad, peligro de envenenamiento, perturbaciones cerebrales».
Y ahora volvamos a leer a Suetonio en su cuarto libro, consagrado a Calígula: «No obstante, algunas veces, presa de un súbito desfalleci­miento, apenas podía andar, mantenerse en pie, volver en sí, soste­nerse. En cuanto a su desorden mental, él mismo se había dado cuenta, y más de una vez proyectó retirarse para despejarse el cerebro. Se cree que su esposa Caesonia[4] le hizo tomar un filtro, y que éste le hizo enloquecer.[5] Sufría especialmente de insomnio, ya que no dormía más de tres horas por noche, y ni siquiera ese reposo era completo, sino turbado por extrañas visiones. Una vez, entre tantas, soñó que conversaba con el Espectro del Mar. Por lo común, harto de estar acostado y en vela, pasaba gran parte de la noche sentado en la cama, o vagaba a través de los inmensos pórticos, esperando e invocando incesantemente al día». (Cf. Suetonio, Vida de los doce Césares: Calígula, libro IV, 50.)
En aquella época había en Roma una célebre envenenadora, Locusta. A ésta la condenarían a muerte en el año 68, bajo el reinado de Galba. Antes de morir confesaría, bajo tortura, que había hecho pere­cer a Britannicus. Como no se le pidieron detalles sobre sus relaciones con Caesonia, no existe sino una presunción de que también ella pro­porcionara el veneno que volvió loco a Calígula.
Observemos, de todos modos, que las solanáceas ocupaban una parte importante de la composición de los filtros mortales, ya que provocaban unos trastornos previos que podían hacer creer en una enfermedad cerebral. Pero si el filtro era insuficiente, si el individuo, tratado a tiempo, podía escapar a la muerte, quedaban no obstante secuelas graves, de las que siempre resultaban perturbaciones menta­les. Lo mismo sucedía con la ingestión de venenos a base de mercurio, que dañaban lenta pero irreversiblemente el cerebro.
Pues bien, haciendo caso omiso de lo que dice el tema astrológico de Nerón, la amenaza de muerte por parte de su madre, representada por la Luna en la casa VIII del cielo, oponiéndose a Marte, señor por «exaltación» del Ascendente, no deja de ser cierto que esta madre, sedienta de dominación y de poder, no vaciló para llegar á sus fines en intentar seducir a su propio hijo, yendo a ofrecérsele en pleno día engalanada y con atavío propio para el incesto (cf. Tácito, Anales, XIV, 2), esa mujer que, ya en su infancia, se había prostituido a Lépido por ambición de reinar, y luego, por la misma razón, al liberto Palante, que había organizado el asesinato de Claudio, y luego el de Britannicus; esta mujer empezará a odiar a su hijo a partir del mo­mento en que se le prohíbe inmiscuirse en los asuntos del Estado. Todos la saben capaz de cualquier crimen, y Séneca y Burro, que fueron los preceptores de Nerón y luego sus consejeros, le advierten sin cesar del peligro que corre. Burro, prefecto del pretorio, razona como un guerrero, y Séneca como un filósofo: de la reina madre o de él, uno debe desaparecer.
Pero antes de que ese demonio en forma de mujer pudiera redu­cirse a un estado en que no pudiera causar más daño, éste ya estaba hecho. Claro que Agripina quizá no quería la muerte de su hijo. Sabía que un nuevo emperador no le dejaría ninguna posibilidad de reinar. Pero si Nerón, demente a causa de un veneno bien com­puesto, perdía todo el control y se alejaba del pueblo, bastaría con dejarle sumergirse cada vez más en el desenfreno y la embriaguez para poder gobernar el imperio en su lugar. Pero ese plan no logró su fin más que a medias; cuando Nerón se resignó a hacer desapare­cer al monstruo que tenía por madre (y a quien, no obstante, tanto había amado), ya era demasiado tarde, y el golpe había sido ya ases­tado.
Lo que es cierto es que la ejecución de Agripina en una época en que tales medidas eran cosas normales y corrientes, jamás le sería reprochada a Nerón. A su regreso a Roma, el pueblo aclama al emperador, y el Senado lo glorifica por su decisión, ya que Agripina era objeto de un odio general.[6]
Así pues, podemos disociar ya la vida de Nerón en dos partes: una cubrirá sus años de buen juicio, la otra los de su locura.
En la primera parte se sitúa la misteriosa muerte de Britannicus. Esta fracción de la vida de Nerón se extiende hasta el año 64, fecha del incendio de Roma. De este comportamiento dirá Séneca: «Te has propuesto, César, una meta que ningún príncipe ha alcanzado jamás: la inocencia de todo crimen». ¿Entonces? Nerón respondió un día, apaciblemente, a los rumores que pretendían que él había hecho enve­nenar a Britannicus:[7] «Si yo hubiera temido a mi hermano, ¿por qué no habría de haberlo condenado abiertamente? ¿Por qué habría de temer yo a la ley?».
De hecho, ese crimen hay que imputarlo a Agripina. Tácito y Suetonio precisan que el veneno había sido preparado por Locusta. Pero para que esta mujer pudiera seguir en Roma, a pesar de su terrible reputación, era preciso que estuviera protegida por poderosas influen­cias, muy por encima de las leyes. Por otra parte, fue Locusta quien, por orden de Agripina, había procedido al envenenamiento de Clau­dio. Locusta era de la reina madre, no de Nerón.
Acabamos de demostrar, en nuestra opinión, que Nerón no inter­vino para nada en la muerte de Britannicus; hemos demostrado que la ejecución de Agripina, deseada por el Senado y el pueblo romano, había sido aconsejada por dos conciencias íntegras, las de Séneca y de Burro; hemos demostrado que el incendio de Roma fue obra de cristia­nos fanáticos, y que Nerón, ausente de Roma durante los cuatro pri­meros días (estaba en Antium), al principio ignoraba el hecho. La muerte de Popea, a consecuencia de una patada en el vientre, fue accidental, y Nerón ya estaba a veces medio demente.
Ahora vamos a partir en busca del joven emperador que, de no haber tenido una madre demoníaca, quizás hubiera eclipsado a Marco Aurelio, si no por sus escritos, sí por sus actos.
Porque a esta madre él la había amado enormemente. La noche misma del asesinato de Claudio (organizado por Agripina), después de su propio «triunfo», dio a la guardia pretoriana como contraseña: «La mejor de las madres», en latín «Optimae matris». (Cf. Tácito, Anales, XIII, ii.)
El período fasto del reinado de Nerón se extiende, pues, del año 54 al 63 inclusive. Tal como observa con bastante justicia Jean-Charles Pichón en su Saint-Néron: «En primavera del año 64, Nerón todavía no era ese sádico y ese criminal que se pretende ver en él. Al enterarse del suicidio de Torcuato,[8] el emperador dijo: “Aunque era culpable, habría vivido si hubiera esperado la clemencia de su juez”. Pero ya era, indudablemente, ese increíble histrión cuyo único placer parecía ser el de sorprender a sus amigos, escandalizar al pueblo e irritar al Senado».
Hay que decir, en efecto, que en todo ese período que va del año 54 al 63 no se encuentra ningún rastro de las orgías tan bien utilizadas por el cine. Ni Suetonio ni Tácito nos hablan de ellas. Cuando Nerón se aburre, regresa a Antium, la ciudad de su infancia, la ciudad mimada a la que embellece sin cesar, donde pinta, esculpe, redacta y compone poemas y cantos, en la paz y la dulzura de vivir. Porque Nerón fue realmente un artista, lo que explica su dulzura innata, su horror ante la violencia, la sangre. A veces incluso sueña con abdicar, lo que le permitiría vivir de sus dones, como un hombre libre, como un esteta. Y por poco no sucedió así un día, después de una escena violenta que le hizo Agripina, porque acababa de expulsar del palacio al liberto Palante, su amante. Su sueño era retirarse a Grecia, patria de las artes y la sabiduría, a sus ojos.
Pero, se alegará ¿qué hay de los suplicios infligidos a los cristianos después del incendio de Roma en el año 64? Hay dos modos de resol­ver este enigma.
O bien la investigación fue llevada a cabo ipso facto por las autori­dades romanas, sin haber tenido que referírselo al emperador, según correspondía a sus funciones y sus responsabilidades, así como al cri­men cometido. Detenciones, interrogatorios, nuevas detenciones de gentes denunciadas, condenas automáticas de los incendiarios, a las que seguían ejecuciones legales. Y lo que la legislación romana preveía en el caso de pirómanos era la muerte en la hoguera. No fueron inno­vadores con los cristianos.
O bien no conocemos la verdad sobre este asunto. Porque, repitá­moslo, los manuscritos originales de Suetonio y Tácito se han perdido, sólo poseemos copias medievales, obras de monjes copistas, e induda­blemente censuradas e interpoladas.
Porque, a pesar de todo, hay una cosa muy curiosa: ni Tertuliano ni Orígenes nos hablan de esos cristianos cosidos en pieles de animales recién despellejadas, contra las que se lanza jaurías de perros feroces, ni de esos otros, embutidos en ropas embadurnadas de materias infla­mables y ardiendo como antorchas en los jardines imperiales. Y Eusebio de Cesárea, en su Historia eclesiástica, menciona a Nerón como al primer emperador que persiguió a los cristianos, pero no cita esos detalles, sino que lo hace vagamente, mencionando sólo la muerte de Pablo y de Pedro. Es más, permanece mudo en lo que respecta al incendio de Roma. Y Flavio Josefo, al hablar de Nerón, al criticarlo, hace lo mismo: también ignora el incendio.            
Sobre esta persecución que siguió al incendio de Roma, observe­mos que sólo se aplicó a los cristianos de la ciudad, y no se extendió a los de la provincia. En cuanto a su importancia, Tertuliano nos dice simplemente que «bajo Nerón se hizo perecer por la espada a un pequeño número de cristianos». (Cf. Tertuliano, Apologeticen, V, 3.) Nos hallamos muy lejos de las habituales películas de propaganda...
El silencio de Tertuliano (quien redactó su Apologeticen hacia el año 197 de nuestra era, es decir 133 años después del incendio), el de Orígenes (muerto en el año 254) y el de Eusebio de Cesárea (muerto en el año 340) sobre un acontecimiento tan grave como el incendio de la capital del Imperio romano, imputado a los cristianos, fuente y causa de la primera persecución, no pueden explicarse sino de una sola ma­nera. Todos hablaron de ello, y Tertuliano más que los otros, pues ya había hecho alusión a ello en su Apologeticen, con su amenaza: «...¡Una sola noche y algunas antorchas bastarían!» (Op. cit., XXXVII, 3), pero todos hablaron de una manera poco ortodoxa a los ojos de los monjes copistas que los transcribieron más adelante. Y se limitaron a suprimir los pasajes que consideraron «escandalosos», por citar a san Jerónimo censurando a Orígenes.
Así pues, censuraron a Tertuliano, a Orígenes y a Eusebio, e inter­polaron a Suetonio y a Tácito. De donde esa contradicción en los testimonios de estos autores. Porque en la época en que pusieron al gusto del día a los autores antiguos, tanto paganos como cristianos, de lo que se trataba era de poner de manifiesto que el cristiano barbudo, melenudo y ovejuno, triunfaba simplemente con su dulzura y resigna­ción sobre el paganismo persecutor, lo que demostraba, sin discusión posible, la intervención divina en favor de la nueva religión.
En cuanto al fanático de la realidad histórica, tanto si se trataba del zelote judaico como del cristiano exaltado por la promesa del «re­greso» de Jesús sobre las nubes, muy cercano, según las sagradas escri­turas, no hay que hablar más de él. Ese tipo particular debe desapare­cer discretamente de la historia, sólo debe permanecer el mártir, que pasa tiernamente la mano sobre la crin del león que le arranca el brazo.
Volvamos a Nerón. Suetonio nos cuenta que Tiberio había pronun­ciado estas terribles palabras: «¡Qué después de mí, arda Roma!». (Cf. Suetonio, Vida de los doce Césares: Nerón, 38.) Y Roma había ardido, devastada por un terrible incendio que había consumido el Circo y todo el Aventino. Y Tácito nos dice que «ese desastre se tornó en gloria para Nerón, quien indemnizó todas las casas incendiadas». (Cf. Tácito, Anales, VI, 45.)
Nada parecido sucede con Nerón. No sólo no es el autor del incendio, no sólo no está en Roma y lo ignora durante los cuatro primeros días, sino que luego adopta todas las medidas en favor de las víctimas. Pero la clase dirigente de Roma, se servirá del incendio para hundir al hombre al que odia, y para intentar aniquilar a una secta que le parece extremadamente peligrosa para sus intereses y sus tradiciones.
Y aquí tenemos al verdadero Nerón, lector. No se parece en nada a la caricatura que le ha sido presentada hasta ahora en las pantallas...
Un día, al principio de su reinado, Agripina obtuvo de él una condena de muerte. Ante todos los asistentes, estupefactos, y que luego darían testimonio de ello, Nerón depositó el «estilo» con el que se disponía a firmar, y murmuró, abatido: «¡Ay! ¡Por qué me enseña­rían a escribir!». (Cf. Suetonio, Vida de los doce Césares: Nerón, 10.) Y eso que aquel hombre era verdaderamente un criminal.
Su madre era odiada tanto por el Senado como por el pueblo. Para protegerla mejor, le dio una guardia germánica, más segura que la guardia personal de Agripina, compuesta por romanos, según nos si­gue diciendo Tácito.
Sila, cuñado de Octavia, primera esposa de Nerón, fomentó una conjura, sin duda de acuerdo con ésta, y proyectó asesinar al empera­dor para hacerse con el poder. Unos hombres armados atacaron la escolta de Nerón, en el camino que tomaba habitualmente para regre­sar al atardecer al palacio..Pero el emperador, aquella noche, se había quedado visitando los jardines de Salustio, en el Princius. No se enteró del atentado frustrado hasta su regreso, de boca de los supervivientes de la matanza. Contra todas las reglas más elementales de la justicia, contra la opinión de Séneca y de Burro, sus sabios consejeros, contra su deber de emperador, se negó a mandar juzgar a Sila, y se contentó con alejarlo de Roma y colocarlo en Massilia (Marsella) en residencia forzosa, donde éste, con toda tranquilidad, pudo proseguir con sus conspiraciones, que, claro está, un día tuvieron éxito.
Cuando se vio obligado a permitir que suprimieran a su madre, a causa de los perpetuos complots de ésta contra su propia vida, se retiró a Baúles para llorarla, y luego la vería, en sus sueños, persiguiéndole con un látigo.
No regresó a Roma hasta otoño del año 59, con el fin, según dijo, de luchar contra los juegos crueles y salvajes del Circo, y allí instituyó unos Juegos que llevarían su nombre. En ellos se celebraría la poesía, la música y los deportes armoniosos, como en Grecia. Para eso mandó construir un recinto especial en el Campo de Marte. Esta innovación causó escándalo. Bajo el pretexto de que los combates sangrientos del Circo y la despiadada crueldad de los espectadores formaban viril­mente a la juventud, la aristocracia romana y los elementos conserva­dores le reprocharon que los ablandara. Llegaron hasta hacerle res­ponsable de lo que sucedía, al caer la noche, después de esos Juegos Florales anticipados, entre jóvenes muchachos y muchachas.
Plauto, nieto de Druso y bisnieto de Tiberio, y por consiguiente con derecho a aspirar al imperio, hombre muy reaccionario, organizaba conjuras sin ocultarse lo más mínimo. Nerón, avisado y puesto en presencia de las pruebas de dicha conjura, se negó a entregarlo a la justicia. Se contentó con decirle que se alejase de sus malos consejeros y que se retirase a sus dominios de Asia Menor. Plauto continuó allí con sus conspiraciones durante tres años, en los que mantuvo corres­pondencia con sus cómplices, y levantó a tropas mercenarias clandesti­nas, hasta tal extremo que Nerón, en el año 62, tuvo que abandonarlo a la justicia, que le condenó a muerte. Y Tácito observa: «Cuando no puede impedir una condena, ¡da tantas largas que el acusado tiene tiempo de morir de viejo!». (Cf. Tácito, Anales, XIII, 33.)
Ese mismo año 62, Sila, libre en Marsella de continuar con sus conjuras (también él, como Plauto, aspiraba al imperio, ya lo hemos dicho), conspira con los tribunos de las legiones acuarteladas en la Galia. Gasta una verdadera fortuna para formar un ejército. La justi­cia romana ni siquiera puede apresarlo, ya que es prácticamente inac­cesible y está muy bien protegido. Para deshacerse de él, Nerón tendrá que permitir que sea asesinado por asesinos a sueldo, contratados por el prefecto del pretorio.
Ante las conspiraciones de su cuñado. Nerón se resigna al fin a alejar a su esposa. Octavia, a repudiarla y a casarse con Popea, su amante. Exilio dorado: Octavia está colmada de riquezas, y posee un palacete en pleno centro de Roma. Todo en vano, porque tres semanas después, la tarde en que tuvo lugar el matrimonio de Nerón y de Popea, Octavia arengó a las multitudes desde la terraza de esta man­sión, maldiciendo a Nerón y condenándolo a las Furias. Y este último punto habría permitido entonces que se le aplicara la Ley de las Doce Tablas, lo que implicaba la condena a muerte.
Popea se entera de que Octavia planea asesinarla o envenenarla. Se queja de ello a Nerón. Éste, una vez más, rehusa cortar de raíz y entregar a Octavia a la justicia, sabiendo que ésta aplicará la misma Ley de las Doce Tablas con todo su rigor. Se limita a colocar a su ex esposa en residencia obligatoria en la isla de Pendataria, al este de Baúles, y le da la suntuosa mansión en la que había habitado Julia, la hija de Augusto. El encargado de conducirla allí será Aniceto, almi­rante de la flota imperial. A su regreso, éste, horrorizado, irá a confe­sar a Nerón que, durante la travesía, Octavia le halagó, le embriagó y se entregó a él, antes de pedirle que fomentara una rebelión en la flota romana y asesinara al emperador.
Esta vez Nerón no pudo escapar a sus responsabilidades. El 9 de junio, unos mensajeros llevaron a Octavia la orden de poner fin a sus días. Como ésta se negó, unos médicos tuvieron que sujetarla tendida, atada, y abrirle las venas. Según la costumbre legal de la época, lleva­rían su cabeza al emperador, quien se negó a verla. Sólo Popea la contemplaría, largamente, en silencio.



[1] Cf. J.-P. pichón, Saint-Néron, Robert Laffont édit., París, 1962. Esta obra fue reeditada en 1971 con el título: Nerón, ou les origines du christianisme.
[2] Esta fecha corresponde al año 37 de nuestra era.
[3] Para el público, cada vez más numeroso, que se interesa por la astrología, damos a continuación las posiciones planetarias y la domiciliación del cielo natal de Nerón, según los datos de Suetonio: AS: 3°46 de Capricornio — II: 14° Acuario — III: 26° Piséis — FC: 29° Aries — V: 23° Tauro — VI: 14° Géminis — VII: 3°46 Cáncer — VIII: 14° Leo — IX: 26° Virgo — MC: 29° Libra — XI: 23° Escorpión — XII: 14° Sagitario — Sol: 3°55 Capricornio — Saturno: 10° Capricornio — Marte: 22° Acuario — Neptuno: 9° Piscis — Luna: 9° Leo —Venus: 5° Libra — Urano: 21° Libra — Júpiter: 17° Escorpión — Mercurio: 19° Sagitario — ARMC: 13 h 46, T. S.: 18 h 16 — Latitud: 41°54. Obsérvense cuidadosa­mente en este tema los antiscios y contraantiscios; son importantes. Así, el antiscio de Venus en la cúspide de la casa III del cielo muestra que el individuo amará a sus hermanos, lo que confirma que no fue Nerón quien mandó envenenar a Britannicus, su hermano.
[4] Caesonia fue asesinada de una estocada, y su hijita aplastada contra una pared, en el curso del asesinato de Calígula por los conjurados que iban mandados por Caerea y el tribuno de las cohortes Cornelio Sabino. (Cf. Suetonio, op. cit.)
[5] Ya Lucrecio, el poeta latino nacido en Roma en el año 99 antes de nuestra era, y muerto en el 55 también antes de nuestra era, a los cuarenta y cuatro años de edad, había sido víctima de un filtro que le hizo ingerir una amante celosa, y que lo volvió loco. Durante un período de lucidez, dándose cuenta de su decadencia, el autor del De natura rerum se suicidó.
[6] No olvidemos jamás que, efectivamente, tampoco se hizo reproche alguno a Augusto por el exilio de Julia, su hija libertina, ni a Tiberio por la muerte de Sabino, de Germánico y de tantos otros. No se reprochó a Claudio haber ordenado ejecutar a Mesalina por sus desenfrenos nocturnos en los lupanares, ni a Calígula por haber hecho matar a Gemelo. La alegría del pueblo romano ante la ejecución de Agripina, y la del Senado romano, no deben pues sorprendernos.
[7] Britannicus era el hijo de Claudio y de Mesalina. Nerón era sólo el hijo adoptivo de Claudio, que, a su vez, también dudaba mucho de ser el padre de Britannicus. Como se ve, no eran en modo alguno hermanos.
[8] Torcuato Silano, esperando a ser detenido tras haber sido acusado de conspi­rar, se abrió las venas. (Cf. Tácito, Anales. XV, 35.)

Tomado del libro: EL HOMBRE QUE CREO A JESUCRISTO de Robert Ambelain.

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