Nerón 2 de 2
Robert Ambelain.
En materia de política interior
la acción de Nerón fue excelente. En el año 63, un año antes del incendio de
Roma, y de las pretendidas atrocidades contra los cristianos de la ciudad.
Nerón hizo admitir a la ciudadanía romana a los habitantes de los Alpes
Marítimos. Mandó lanzar al mar el trigo estropeado que vendían los traficantes
sin escrúpulos, y paralelamente prohibió aumentar el precio de los cereales.
Censuró a los príncipes vasallos del Imperio romano cuyos dispendios
sobrepasaban los ingresos. Decidió pagar cada año al Estado una suma de sesenta
millones de sestercios, sacados de su propia fortuna.
Nerón, apasionado por la
justicia, sensible a las desgracias de la infancia, prohibió las adopciones
ficticias, simuladas o provisionales, mediante las cuales los solteros tenían
derecho a compartir las cuesturas y los cargos gubernamentales reservados a
los padres de familia. «Porque las promesas de la ley no son sino una pura
irrisión, desde que se atribuye las ventajas de una paternidad real con la
ayuda de esos niños, que no cuestan nada, y a los que luego se pierde sin
ningún pesar», declaraba.
Illium, Apamea y Bolonia habían
sido destruidas por incendios (cf. Tácito, Anales,
XII, 58). A petición de Nerón, Bolonia recibió una ayuda de diez millones
de sestercios, Apamea fue descargada de todo tributo durante cinco años. La
isla de Rodas obtuvo su independencia municipal (cf. Suetonio, Vida de los doce Césares: Nerón, 7.)
El emperador se granjeó un poco
más la enemistad de la clase pudiente y dominante al decretar que el prefecto
de Roma, a partir de entonces, debería dar curso a las querellas que le
presentaran los esclavos, por causa de la injusticia o los malos tratos de sus
amos. A este respecto mostraremos como paralelismo las decisiones del Concilio
de Reims, que, en el año 625, decretó en uno de sus cánones que «los esclavos
no serían recibidos como acusadores» (cf. Migne, Dictionnaire des Concites, tomo II.)
Que no nos digan que ese
concilio fue de poca importancia, ya que agrupó a 41 obispos, cinco de los
cuales fueron luego santificados por la Iglesia. Recordemos el nombre de esos
que se consagraron al deber de ser menos humanos que Nerón: san Sindulfo, obispo
de Viena; san Sulpicio, obispo de Bourges; san Modoato, obispo de Tréveris; san
Cuniberto, obispo de Colonia, san Donato, obispo de Besancon.[1]
Nerón habría querido suprimir
todas las tasas sobre las mercancías, pero el Senado se opuso. Ordenó entonces
que los recaudamientos olvidados no fueran exigidos transcurrido el plazo de un
año. Ordenó, asimismo, un descenso importante de las tasas percibidas en
ultramar por el transporte de trigo. (Cf. Tácito, Anales, XIII, 50.)
Nerón, como se sabe, tenía
horror a la sangre. Prohibió a los gobernadores de provincia que dieran
combates de gladiadores, y Suetonio reconoce que, en toda su vida, Nerón no dio
sino un único combate, en el que prohibió matar a nadie, ni siquiera a
condenados. (Cf. Suetonio, Vida de los doce
Césares: Nerón, 12.) Todo esto hizo que la plebe, entusiasta de los
salvajes juegos circenses, se volviera contra él.
Se apasionó también por las
teogonías extranjeras, se documentó sobre la religión y las doctrinas de los
druidas, conversaba con un filósofo alejandrino, un poeta griego. A pesar de la
severidad de las leyes romanas, toleró la extensión de una religión extraña en
su propio palacio, cerrando los ojos a la acción de los propagandistas
cristianos entre su servidumbre. Cuando Séneca deseó abandonar la corte imperial,
asustado por el odio que Nerón acumulaba en torno suyo a causa de esas medidas
que, aunque le hicieran honor, chocaban contra los intereses egoístas de tantos
privilegiados y privaban a la plebe de sus salvajes diversiones en el Circo,
Nerón no le dejó marchar. Y para mantenerlo cerca, tuvo unas palabras de rara
elevación para sus veintiséis años: «Todo lo que mi situación reclamaba de ti,
lo has hecho. Tu razón, tus consejos, tus preceptos, han rodeado con solicitud
mi infancia, luego mi juventud. Y los servicios que me has hecho permanecerán
presentes en mi corazón mientras viva. Me da vergüenza recordar los nombres de
libertos cuya fortuna se eleva visiblemente por encima de la tuya. Me siento
incluso enrojecer al pensar que tú, el primero en mi ternura, no superas
todavía en fortuna a toda esa gente [...] Pero el vigor de tu edad alcanza
todavía para los asuntos y las ventajas que dan, mientras que yo, yo doy mis
primeros pasos en la carrera imperial [...] Porque, si es cierto que a veces
puedo resbalar por la pendiente que arrastra a la juventud, ¿no estás tú ahí
para detenerme? ¿Por qué no sostener con tus consejos a la fuerza que yo debo a
la edad? ¿Por qué no dirigirla con más celo que nunca? [...] Aun cuando se
alabe un día tu desinterés, jamás le estaría bien a un sabio perder un amigo de
reputación para asegurarse la gloria». (Cf. Tácito, Anales, XIV, xvi, 56.)
Cuando se quemó Roma, en el año
64, sus actos fueron los de un verdadero emperador: «Para tranquilizar al
pueblo, que erraba sin asilo. Nerón le abrió el Campo de Marte, los monumentos
y sus propios jardines. Ordenó que se construyeran abrigos provisionales para
los más indigentes, hizo llegar mobiliario de Ostia y de las ciudades vecinas,
y mandó reducir el precio del trigo a tres sestercios». (Cf. Tácito, Anales, , XV, xxx, 39.)
Rechazó las estatuas de oro que
el Senado romano quería erigirle en testimonio de gratitud por la grandeza de
su reinado.
Pero el odio que los
aristócratas y los plebeyos enriquecidos sentían hacia Nerón, por esas medidas
que lastimaban su orgullo y alteraban sus costumbres, no cedió. Y vemos cómo
Suetonio, en su sexto libro, le reprocha esas mismas medidas en favor del
pueblo miserable y de la higiene (porque Nerón fue un excelente urbanista): «Y
para no perder ni siquiera esta ocasión de recoger tanto botín y despojos como
pudiera, prometió que haría retirar gratuitamente los cadáveres y los
despojos, y no permitió que nadie se acercara a los restos de sus bienes.
Luego, no contento con aceptar contribuciones particulares, las exigió, con lo
que redujo casi a la ruina a provincias y a particulares». (Cf. Suetonio, Vida de los doce Césares: Nerón, 38.)
La avaricia de la alta sociedad
romana era legendaria; salvo para algunos libertinos como Petronio, el oro
apresaba a las almas. Y de ahí su juicio sarcástico: «El universo está en manos
de los romanos victoriosos; poseen la tierra y el doble campo de los astros,
pero jamás están saciados. ¡Cada nuevo imperio, cada tesoro, suscita una nueva guerra!
Los gozos, una vez puestos al alcance de todos, ya no tienen encanto, los
placeres se han desgastado en goces plebeyos, y el mármol que tú acaricias, un
simple centurión lo ha acariciado antes que tú [...] ¿De qué sirven esas perlas
que te son tan queridas? ¿De qué te sirve tu gema india? ¿Es para que una madre
de familia, ornada de colgantes marinos, levante sus muslos sin pudor sobre un
rico cobertor de Oriente? ¿Para qué la verde esmeralda? ¿Para qué deseas los
fuegos que arroja la piedra de Cartago? Indudablemente, ¡no para que tu virtud
resplandezca a la luz de los diamantes! [...] ¿Es justo revestir a una mujer
casada con unas ropas que' no son sino un soplo, y que se muestre desnuda bajo
una nube de lino?». (Cf. Petronio, El
Satiricen, 55.)
De modo que todas esas medidas
en favor de la ciudad en ruinas, y sobre todo en favor de esos seres humildes a
los que los romanos no concedían siquiera una mirada, todos esos gastos que
ellos consideraban inútiles, no se los perdonarán a Nerón.
Pero la debilidad del emperador
hacia aquellos que, sin cesar, conspirarán contra su vida, terminará por dar
la razón a la vigilancia de que era objeto por parte de sus amigos más
abnegados. En un solo año, de otoño del año 65 a otoño del 66, encontraremos la
conspiración de Cayo Longino, ex gobernador de Siria, y de Lucio Silano, descendiente
de Augusto; la de Antistio Veto y de todos los suyos; la de Escápula, prefecto
de las cortes pretorianas, y de Publio Anteio, antiguo familiar de Agripina;
la de los supervivientes de la conspiración de Pisón, en la que participará
Petronio. Éste, al ser denunciado por uno de sus esclavos, y al recibir una
orden de Nerón de no acompañarlo a Nápoles, adonde debían ir juntos, tuvo miedo
y se abrió las venas.
Dicha debilidad está ligada al
temperamento artístico y sensible de Nerón. «No mandaba buscar a los autores de
los epigramas injuriosos, e incluso, cuando algunos de ellos eran denunciados
ante el Senado, prohibía que se les castigara severamente.» (Cf. Suetonio, Vida de los doce Césares: Nerón, 39.)
Luego, hacia el final de su
vida, se humilla; podría creerse que había leído la Epístola a los Romanos de
ese Saulo-Pablo a quien la clemencia imperial había absuelto una primera vez:
«Dejaos atraer por lo que es humilde y no aspiréis a lo que es elevado». (Op. cit., 12, 16.) Lleva los cabellos
largos, como los judíos, él, que antaño se hacía cortar y modelar los cabellos
a diario, a la usanza romana. Se muestra en público sin cinturón, descalzo, con
un simple pañuelo anudado al cuello. Trabaja con los picapedreros, manejando la
azada y llenando de tierra y de piedras el cuévano que luego transportará
también él mismo. (Cf. Suetonio, Vida de
los doce Césares: Nerón, 23-24, 51, 19.)
Esto no hará sino conseguir que
la aristocracia romana le odie un poco más.
Y, sobre todo, no le perdonará las medidas que adopta en favor de los
esclavos. En efecto. Nerón había retirado a los amos el derecho de vida y de
muerte sobre esos desgraciados, y prohibió asimismo el abandono o el repudio
lejos de la ciudad del esclavo demasiado viejo o enfermo, y que, por ese
motivo, no se quiere seguir alimentando más.[2]
Esa humildad, esa dulzura, esa
renuncia a la gloria imperial, ese horror ante el sufrimiento y el
derramamiento de sangre, todo eso desembocará, a través de una especie de
masoquismo mórbido, en un afeminamiento que causará escándalo. Nerón tendrá
aventuras homosexuales. Pero en eso no hace sino seguir las costumbres de su
época, costumbres de las que los emperadores que le precedieron no se privaron
jamás. No podría, pues, reprochársele tal cosa.
De todos modos, cansado de la
incomprensión de una plebe a la que quiere aliviar de sus males y liberar de su
crueldad, harto del odio de que es objeto por parte de la alta sociedad romana
y los advenedizos enriquecidos. Nerón se abandonará. Incomprendido por todos,
se refugia en la bebida. Si se tiene en cuenta ese desorden psíquico que se va
agravando de mes en mes, vemos que el beber no arregla nada. El veneno surte
efecto, el esplín también, y sólo el desenfreno y las orgías permiten al
emperador olvidar un momento esa túnica de Neso en que se ha convertido para él
la púrpura imperial. Y es esa decadencia, sabiamente alimentada por sus
desconocidos adversarios, la que conducirá al emperador a su fin.
Tres efigies de Nerón hacen
comprender esa progresiva degradación. A los veinte años, un rostro sereno,
con la barba como collar, nos ofrece al discípulo dócil y lleno de admiración,
de Séneca. Lleva la bondad y la indulgencia en su sonrisa tímida. Luego le
vemos algunos años más tarde: se ha afeitado la barba, el rostro está rejuvenecido,
no aparenta apenas su edad y la sonrisa es todavía más abierta, es la sonrisa
de un hombre bueno, que ama profundamente a los hombres. Por último, la
postrera imagen del emperador nos muestra a un Nerón borroso y amazacotado,
con la mirada vaga, vuelta hacia el cielo, como si presintiera que, para él,
estaba a punto de terminar su papel aquí.
Porque Séneca había muerto en el
año 66, implicado en el complot de Pisón. Burro también había muerto, en el
62, cuatro años antes que su amigo Séneca. Se dice que envenenado. Mandaba la
guardia pretoriana, como prefecto del pretorio. Era el juez imperial de todos
aquellos que habían hecho la «apelación al César». Fue él quien absolvió a
Saulo-Pablo durante su primer proceso.
Ahora era Ofonio Tigelino, un
antiguo traficante siciliano, quien se hallaba al mando de los pretorianos, y
también era responsable de la seguridad del emperador. Fue el amante de
Agripina en tiempos de Calígula, y por eso conoció el exilio. Cuando ésta se
convirtió en esposa de Claudio César, se apresuró a hacer volver a Roma a su
antiguo amante, convertido ahora en su cómplice. Y éste destruyó poco a poco,
en el alma de Nerón, las enseñanzas de Séneca. Era su consejero en materia de
placeres y de vicios. No obstante, como temía al emperador, y como se acordaba
de su exilio, le dejaba creer en la felicidad de las gentes, jamás le reveló
los progresos del odio que, cada día más, acechaba al palacio imperial, incluso
tras las fronteras. Quizás incluso le animó por este camino que adivinaba que a
un César le resultaría fatal, ya que un día, en sus locas esperanzas, Nerón
diría: «No se sabe cuánto le es posible a un príncipe». Ignora que los únicos
amigos sinceros que le quedan son esos esclavos y esos libertos a los que él
sacó del sufrimiento y de la miseria.
Esa benevolencia que manifestó
para con todos los romanos, Nerón la hizo extensiva a todo un pueblo
extranjero. El discurso de Nerón en
Corinto, grabado en una lápida conmemorativa, fue descubierto en Karditza
en 1888. Y en ese discurso. Nerón añade todavía más gloria a Roma, al igual que
a la majestad imperial: «Vosotros todos, helenos, que habitáis en Acaya, o en
la tierra llamada hasta ahora del Peloponeso, recibid, con la exención de los
tributos, la libertad que en los días más afortunados de vuestra historia no
habéis poseído jamás todos juntos, vosotros que fuisteis esclavos, de los unos
o de los otros. ¡Ay! ¡Si yo hubiera podido, en los tiempos prósperos de la
Hélade, dar este curso a mis bondades para poder ver gozar de ellas a un número
mayor de hombres! Estoy molesto con ese Tiempo que, al adelantárseme, menguó la
grandeza de semejante buena acción [...] Pero doy gracias a Dios, cuya
protección siento siempre, tanto en tierra como en el mar, por haberme dado a
pesar de todo la ocasión de realizarla. Ha habido ciudades que han recibido de
otros príncipes su libertad [...] Nerón se la concede a toda una provincia».
(Cf. Maurice Holleaux, Le Discours de
Nerón á Conrinthe.)
El emperador vuelve a Grecia en
febrero del año 68. Tiene en su mente un gran proyecto. Obtiene de los
propietarios a los mejores de sus esclavos, a los que elige entre los más
cultos. Procede a fijar un impuesto sobre el capital, y deduce de los
propietarios el valor de un año entero de alquiler. Obtiene de este modo una
suma enorme, que asciende a dos mil millares doscientos millones de sestercios.
(Cf. Tácito, Historias, I, 10.) Y la distribuye entre los humildes, es decir, entre los libertos y los
esclavos, mientras él mismo se ve en la obligación de diferir la paga de
los legionarios y las pensiones a los veteranos. (Cf. Suetonio, Vida de los doce Césares: Nerón, 32.) A
los esclavos que sacó de las casas de los ricos propietarios los manumite, y forma con ellos cohortes
de milicias que tienen por objeto reprimir y castigar a los malos amos que
tiranizan, o incluso martirizan, a sus esclavos, a los avaros que regatean sus
óbolos a los templos religiosos, etcétera.
Es todo un mundo, corrompido y
despiadado, lo que Nerón pretende reformar. La respuesta no se hará esperar.
Al igual que toda empresa de este género, los elementos reaccionarios confiarán
al ejército la tarea de barrer a los «repartidores». Y tendrá lugar la
insurrección de Cayo Julio Vindex, gobernador de la Gallia Lugdunensis, la Galia lionesa. El Senado decreta que Nerón
será ejecutado según la antigua costumbre romana: con el cuello agarrado en una
horca, y la espalda curvada en dos, desnudo, será flagelado hasta que se
produzca la muerte, con látigos de plomo.
Nerón huirá de Roma el 9 de
junio del año 68, y se refugiará en los suburbios. Decide darse muerte para
evitar ese terrible suplicio, pero vacila. Entonces Epafrodito, su relator del
Consejo de Estado, que probablemente fue el auxiliar de Saulo-Pablo citado en
la Epístola a los Filipenses (2, 25, y 4, 18), se precipita sobre él y le hunde
un puñal en la garganta.
En el mismo instante, fuerzan la
puerta de la vivienda y entran los legionarios en la estancia. El centurión que
las manda se precipita hacia Nerón y, con su manto de reglamento, intenta
detener la sangre y obturar la herida: «Demasiado tarde, murmura Nerón, ¿ésa es
tu fidelidad?». (Cf. Suetonio, Vida de
los doce Césares: Nerón, 49.)
El emperador tuvo unos funerales
dignos de la púrpura imperial, como sigue relatando Suetonio: «Se envolvió su
cadáver en los cobertores blancos recamados de oro que le habían servido el
día de las calendas de enero. Sus restos fueron encerrados por sus amas de
cría, Eglogé y Alexandria, ayudadas por la concubina de su adolescencia, Acté, [3]
en la tumba de la familia de los Domitii,
que se ve desde el Campo de Marte, en la colina de los Jardines».
Hubo en esa tumba un sarcófago
de pórfido, coronado por un altar de mármol de Luna, y rodeado de una
balaustrada de piedra de Thasos.
Mucho más tarde, una vez muertos
sus enemigos y extinguidos los odios, con sus soplos maléficos, le hicieron
justicia.
Un liberto de Patrobius el Neroniano compró la cabeza
de Galba a los palafreneros del ejército que la paseaban al extremo de una
pica, por la suma de cien piezas de oro, y fue a arrojarla al lugar donde su
«patrón» había sido ejecutado por orden de Galba, porque era amigo de Nerón. (Cf. Suetonio, op. cit., Galba, 20.)
Otón le había quitado a Nerón su
amante, Popea, que éste le había confiado, y se había negado a devolvérsela.
Nerón se contentó con enviarlo a la provincia de Lusitania (Portugal), en
calidad de gobernador. (Cf. Suetonio, op.
cit., Otón, 3.)
Proclamado emperador, Otón añadió
a su nombre el de Nerón. Mandó restablecer las estatuas y las imágenes de este
emperador, y devolvió a sus agentes y libertos sus antiguos cargos. (Cf.
Suetonio, op. cit., Otón, 7.)
Vitelio Germánico ofreció en el
Campo de Marte, en Roma, con numerosos sacerdotes de los cultos oficiales, un
sacrificio a los manes de Nerón. En un festín solemne hizo cantar varios poemas
extraídos del Dominicum, y cuando el
citaredo entonó los cantos de Nerón, él fue el primero en aplaudir. (Cf.
Suetonio, op. cit., Vitelio, II.) Más
aún, Dion Cassius, en su Histoire
Romaine, nos dice que «ponía como ejemplo para todos la vida y las
costumbres de Nerón».
Por último, Domiciano condenó al
suplicio capital a Epafrodito, su relator del Consejo de Estado, que también lo
había sido de Nerón, porque se decía que había «ayudado» con su propia mano a
Nerón a darse muerte cuando se vio abandonado por todos. (Cf. Suetonio: op. cit., Domiciano, 14.)
Todas esas medidas no cambiaron
en nada el curso de la historia. Los escribas cristianos pasarían por ahí, y,
para hacer olvidar mejor ese crimen inexpiable que fue el incendio de Roma,
trucarían sabiamente los manuscritos de los autores antiguos, para hacer de
Nerón el autor de dicho incendio. Y habrá que esperar al siglo XX para ver al fin
aparecer obras imparciales, frutos de una investigación profunda, como las de
Arthur Weigall y Jean-Charles Pichón, que devolverán a Lucius Domitius Ahenobarbus, emperador bajo el nombre de Nerón
César, su verdadero rostro, el de un ser desgraciado, odiado por incomprendido,
y a quien la perversidad de una madre indigna orientó, mediante el veneno,
hacia la demencia progresiva y una muerte prematura, a los treinta y un años de edad...
. Y a pesar de todo eso, nos dice Suetonio, durante largos años Nerón
tuvo fieles que adornaron con flores su tumba, en primavera y en verano. Se
expuso su imagen en la tribuna de las arengas, revestidas con la toga pretexta. Es más, a veces pegaron
edictos, aparecidos misteriosamente, en los que anunciaba, como si todavía
estuviera con vida, su próximo regreso. Y para subrayar mejor aún el prestigio
que conservó aun después de muerto, los partos veneraron su memoria. Y por
último —lo que prueba que no se avergonzaban en absoluto de haberlo tenido por
emperador— aparecieron tres falsos Nerones, en los años 70, 80 y 88. (Cf.
Suetonio, Vida de los doce Césares:
Nerón, 57.)[4]
Y Trajano, el gran emperador,
declaró cuarenta años más tarde que la primera época del reinado de Nerón se
cuenta entre las más grandiosas de la historia de Roma.
¿Qué más puede decirse?
[1] Recordemos
asimismo que el papa León X, el de
la «fábula» de Jesús, había declarado legítima la esclavitud para los negros,
ya que, como no eran cristianos, no estaban «calificados para ser libres».
Además, la revelación del Evangelio «les compensaría la pérdida de su
libertad». Por eso es por lo que, hasta el año 1813, en Córdoba, Argentina, los
Misioneros de la Fe se dedicaron a la
cría de hermosas mestizas que, educadas y adiestradas, eran luego vendidas por
ellos a los ricos propietarios de haciendas.
[2] En Roma,
la isla Tiberina o la isla de Esculapio, en medio del Tíber, recibía a los
esclavos que se había decidido abandonar. Y allí morían, de enfermedad o de
hambre, bajo la mirada indiferente de la población.
[3] Acté era
cristiana, según nos dice Juan Crisóstomo; por lo tanto también ella era «de la
casa de César», y no obstante no se había
inquietado después del incendio del año 64. Nerón la había amado mucho, y
ella le permaneció fiel.
[4] Es
probable que fueran también los cristianos los que, periódicamente, publicaran
en Roma el anuncio del regreso de Nerón.
A fin de hacer creer a los ingenuos militantes de sus comunidades que el de Jesús estaba igual de cercano, y
con él, el fin del Mundo por el fuego, evidentemente.
Basta para convencerse con releer los célebres Oráculos sibilinos:
«Y Belias (el demonio) descenderá de su
firmamento en forma de un rey de iniquidad, asesino de su madre». (Oráculos sibilinos, IV, 121.) La Ascensión de Isaías, compuesta al
parecer a finales del siglo I de nuestra era, pero cuyos originales se han
perdido, insinúa lo mismo en su capítulo IV, versículo 2. Los dos textos
pertenecen al judeocristianismo. Los primeros, con gran astucia, ponen en
escena a las Sibilas paganas, en
lugar de los personajes bíblicos habituales, como Enoc, Noé, etcétera.
Tomado del libro: EL HOMBRE QUE CREO A JESUCRISTO de Robert Ambelain.
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