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miércoles, 21 de enero de 2015

Nerón 2 de 2

Nerón 2 de 2

 Robert Ambelain.

En materia de política interior la acción de Nerón fue excelente. En el año 63, un año antes del incendio de Roma, y de las pretendidas atrocidades contra los cristianos de la ciudad. Nerón hizo admitir a la ciudadanía romana a los habitantes de los Alpes Marítimos. Mandó lanzar al mar el trigo estropeado que vendían los traficantes sin escrú­pulos, y paralelamente prohibió aumentar el precio de los cereales. Censuró a los príncipes vasallos del Imperio romano cuyos dispendios sobrepasaban los ingresos. Decidió pagar cada año al Estado una suma de sesenta millones de sestercios, sacados de su propia fortuna.


Nerón, apasionado por la justicia, sensible a las desgracias de la infancia, prohibió las adopciones ficticias, simuladas o provisionales, mediante las cuales los solteros tenían derecho a compartir las cuestu­ras y los cargos gubernamentales reservados a los padres de familia. «Porque las promesas de la ley no son sino una pura irrisión, desde que se atribuye las ventajas de una paternidad real con la ayuda de esos niños, que no cuestan nada, y a los que luego se pierde sin ningún pesar», declaraba.
Illium, Apamea y Bolonia habían sido destruidas por incendios (cf. Tácito, Anales, XII, 58). A petición de Nerón, Bolonia recibió una ayuda de diez millones de sestercios, Apamea fue descargada de todo tributo durante cinco años. La isla de Rodas obtuvo su independencia municipal (cf. Suetonio, Vida de los doce Césares: Nerón, 7.)
El emperador se granjeó un poco más la enemistad de la clase pudiente y dominante al decretar que el prefecto de Roma, a partir de entonces, debería dar curso a las querellas que le presentaran los escla­vos, por causa de la injusticia o los malos tratos de sus amos. A este respecto mostraremos como paralelismo las decisiones del Concilio de Reims, que, en el año 625, decretó en uno de sus cánones que «los esclavos no serían recibidos como acusadores» (cf. Migne, Dictionnaire des Concites, tomo II.)
Que no nos digan que ese concilio fue de poca importancia, ya que agrupó a 41 obispos, cinco de los cuales fueron luego santificados por la Iglesia. Recordemos el nombre de esos que se consagraron al deber de ser menos humanos que Nerón: san Sindulfo, obispo de Viena; san Sulpicio, obispo de Bourges; san Modoato, obispo de Tréveris; san Cuniberto, obispo de Colonia, san Donato, obispo de Besancon.[1]
Nerón habría querido suprimir todas las tasas sobre las mercancías, pero el Senado se opuso. Ordenó entonces que los recaudamientos olvidados no fueran exigidos transcurrido el plazo de un año. Ordenó, asimismo, un descenso importante de las tasas percibidas en ultramar por el transporte de trigo. (Cf. Tácito, Anales, XIII, 50.)
Nerón, como se sabe, tenía horror a la sangre. Prohibió a los gober­nadores de provincia que dieran combates de gladiadores, y Suetonio reconoce que, en toda su vida, Nerón no dio sino un único combate, en el que prohibió matar a nadie, ni siquiera a condenados. (Cf. Suetonio, Vida de los doce Césares: Nerón, 12.) Todo esto hizo que la plebe, entusiasta de los salvajes juegos circenses, se volviera contra él.
Se apasionó también por las teogonías extranjeras, se documentó sobre la religión y las doctrinas de los druidas, conversaba con un filósofo alejandrino, un poeta griego. A pesar de la severidad de las leyes romanas, toleró la extensión de una religión extraña en su propio palacio, cerrando los ojos a la acción de los propagandistas cristianos entre su servidumbre. Cuando Séneca deseó abandonar la corte impe­rial, asustado por el odio que Nerón acumulaba en torno suyo a causa de esas medidas que, aunque le hicieran honor, chocaban contra los intereses egoístas de tantos privilegiados y privaban a la plebe de sus salvajes diversiones en el Circo, Nerón no le dejó marchar. Y para mantenerlo cerca, tuvo unas palabras de rara elevación para sus veinti­séis años: «Todo lo que mi situación reclamaba de ti, lo has hecho. Tu razón, tus consejos, tus preceptos, han rodeado con solicitud mi infan­cia, luego mi juventud. Y los servicios que me has hecho permanecerán presentes en mi corazón mientras viva. Me da vergüenza recordar los nombres de libertos cuya fortuna se eleva visiblemente por encima de la tuya. Me siento incluso enrojecer al pensar que tú, el primero en mi ternura, no superas todavía en fortuna a toda esa gente [...] Pero el vigor de tu edad alcanza todavía para los asuntos y las ventajas que dan, mientras que yo, yo doy mis primeros pasos en la carrera imperial [...] Porque, si es cierto que a veces puedo resbalar por la pendiente que arrastra a la juventud, ¿no estás tú ahí para detenerme? ¿Por qué no sostener con tus consejos a la fuerza que yo debo a la edad? ¿Por qué no dirigirla con más celo que nunca? [...] Aun cuando se alabe un día tu desinterés, jamás le estaría bien a un sabio perder un amigo de reputación para asegurarse la gloria». (Cf. Tácito, Anales, XIV, xvi, 56.)
Cuando se quemó Roma, en el año 64, sus actos fueron los de un verdadero emperador: «Para tranquilizar al pueblo, que erraba sin asilo. Nerón le abrió el Campo de Marte, los monumentos y sus pro­pios jardines. Ordenó que se construyeran abrigos provisionales para los más indigentes, hizo llegar mobiliario de Ostia y de las ciudades vecinas, y mandó reducir el precio del trigo a tres sestercios». (Cf. Tácito, Anales, , XV, xxx, 39.)
Rechazó las estatuas de oro que el Senado romano quería erigirle en testimonio de gratitud por la grandeza de su reinado.
Pero el odio que los aristócratas y los plebeyos enriquecidos sentían hacia Nerón, por esas medidas que lastimaban su orgullo y alteraban sus costumbres, no cedió. Y vemos cómo Suetonio, en su sexto libro, le reprocha esas mismas medidas en favor del pueblo miserable y de la higiene (porque Nerón fue un excelente urbanista): «Y para no perder ni siquiera esta ocasión de recoger tanto botín y despojos como pu­diera, prometió que haría retirar gratuitamente los cadáveres y los despojos, y no permitió que nadie se acercara a los restos de sus bienes. Luego, no contento con aceptar contribuciones particulares, las exigió, con lo que redujo casi a la ruina a provincias y a particula­res». (Cf. Suetonio, Vida de los doce Césares: Nerón, 38.)
La avaricia de la alta sociedad romana era legendaria; salvo para algunos libertinos como Petronio, el oro apresaba a las almas. Y de ahí su juicio sarcástico: «El universo está en manos de los romanos victo­riosos; poseen la tierra y el doble campo de los astros, pero jamás están saciados. ¡Cada nuevo imperio, cada tesoro, suscita una nueva guerra! Los gozos, una vez puestos al alcance de todos, ya no tienen encanto, los placeres se han desgastado en goces plebeyos, y el mármol que tú acaricias, un simple centurión lo ha acariciado antes que tú [...] ¿De qué sirven esas perlas que te son tan queridas? ¿De qué te sirve tu gema india? ¿Es para que una madre de familia, ornada de colgantes marinos, levante sus muslos sin pudor sobre un rico cobertor de Oriente? ¿Para qué la verde esmeralda? ¿Para qué deseas los fuegos que arroja la piedra de Cartago? Indudablemente, ¡no para que tu virtud resplandezca a la luz de los diamantes! [...] ¿Es justo revestir a una mujer casada con unas ropas que' no son sino un soplo, y que se muestre desnuda bajo una nube de lino?». (Cf. Petronio, El Satiricen, 55.)
De modo que todas esas medidas en favor de la ciudad en ruinas, y sobre todo en favor de esos seres humildes a los que los romanos no concedían siquiera una mirada, todos esos gastos que ellos considera­ban inútiles, no se los perdonarán a Nerón.
Pero la debilidad del emperador hacia aquellos que, sin cesar, cons­pirarán contra su vida, terminará por dar la razón a la vigilancia de que era objeto por parte de sus amigos más abnegados. En un solo año, de otoño del año 65 a otoño del 66, encontraremos la conspiración de Cayo Longino, ex gobernador de Siria, y de Lucio Silano, descen­diente de Augusto; la de Antistio Veto y de todos los suyos; la de Escápula, prefecto de las cortes pretorianas, y de Publio Anteio, anti­guo familiar de Agripina; la de los supervivientes de la conspiración de Pisón, en la que participará Petronio. Éste, al ser denunciado por uno de sus esclavos, y al recibir una orden de Nerón de no acompañarlo a Nápoles, adonde debían ir juntos, tuvo miedo y se abrió las venas.
Dicha debilidad está ligada al temperamento artístico y sensible de Nerón. «No mandaba buscar a los autores de los epigramas injuriosos, e incluso, cuando algunos de ellos eran denunciados ante el Senado, prohibía que se les castigara severamente.» (Cf. Suetonio, Vida de los doce Césares: Nerón, 39.)
Luego, hacia el final de su vida, se humilla; podría creerse que había leído la Epístola a los Romanos de ese Saulo-Pablo a quien la clemencia imperial había absuelto una primera vez: «Dejaos atraer por lo que es humilde y no aspiréis a lo que es elevado». (Op. cit., 12, 16.) Lleva los cabellos largos, como los judíos, él, que antaño se hacía cortar y modelar los cabellos a diario, a la usanza romana. Se muestra en público sin cinturón, descalzo, con un simple pañuelo anudado al cuello. Trabaja con los picapedreros, manejando la azada y llenando de tierra y de piedras el cuévano que luego transportará también él mismo. (Cf. Suetonio, Vida de los doce Césares: Nerón, 23-24, 51, 19.)
Esto no hará sino conseguir que la aristocracia romana le odie un poco más. Y, sobre todo, no le perdonará las medidas que adopta en favor de los esclavos. En efecto. Nerón había retirado a los amos el derecho de vida y de muerte sobre esos desgraciados, y prohibió asi­mismo el abandono o el repudio lejos de la ciudad del esclavo dema­siado viejo o enfermo, y que, por ese motivo, no se quiere seguir alimentando más.[2]
Esa humildad, esa dulzura, esa renuncia a la gloria imperial, ese horror ante el sufrimiento y el derramamiento de sangre, todo eso desembocará, a través de una especie de masoquismo mórbido, en un afeminamiento que causará escándalo. Nerón tendrá aventuras homo­sexuales. Pero en eso no hace sino seguir las costumbres de su época, costumbres de las que los emperadores que le precedieron no se priva­ron jamás. No podría, pues, reprochársele tal cosa.
De todos modos, cansado de la incomprensión de una plebe a la que quiere aliviar de sus males y liberar de su crueldad, harto del odio de que es objeto por parte de la alta sociedad romana y los advenedizos enriquecidos. Nerón se abandonará. Incomprendido por todos, se re­fugia en la bebida. Si se tiene en cuenta ese desorden psíquico que se va agravando de mes en mes, vemos que el beber no arregla nada. El veneno surte efecto, el esplín también, y sólo el desenfreno y las orgías permiten al emperador olvidar un momento esa túnica de Neso en que se ha convertido para él la púrpura imperial. Y es esa decadencia, sabiamente alimentada por sus desconocidos adversarios, la que con­ducirá al emperador a su fin.
Tres efigies de Nerón hacen comprender esa progresiva degrada­ción. A los veinte años, un rostro sereno, con la barba como collar, nos ofrece al discípulo dócil y lleno de admiración, de Séneca. Lleva la bondad y la indulgencia en su sonrisa tímida. Luego le vemos algunos años más tarde: se ha afeitado la barba, el rostro está rejuve­necido, no aparenta apenas su edad y la sonrisa es todavía más abierta, es la sonrisa de un hombre bueno, que ama profundamente a los hombres. Por último, la postrera imagen del emperador nos mues­tra a un Nerón borroso y amazacotado, con la mirada vaga, vuelta hacia el cielo, como si presintiera que, para él, estaba a punto de terminar su papel aquí.
Porque Séneca había muerto en el año 66, implicado en el com­plot de Pisón. Burro también había muerto, en el 62, cuatro años antes que su amigo Séneca. Se dice que envenenado. Mandaba la guardia pretoriana, como prefecto del pretorio. Era el juez imperial de todos aquellos que habían hecho la «apelación al César». Fue él quien absolvió a Saulo-Pablo durante su primer proceso.
Ahora era Ofonio Tigelino, un antiguo traficante siciliano, quien se hallaba al mando de los pretorianos, y también era responsable de la seguridad del emperador. Fue el amante de Agripina en tiempos de Calígula, y por eso conoció el exilio. Cuando ésta se convirtió en esposa de Claudio César, se apresuró a hacer volver a Roma a su antiguo amante, convertido ahora en su cómplice. Y éste destruyó poco a poco, en el alma de Nerón, las enseñanzas de Séneca. Era su consejero en materia de placeres y de vicios. No obstante, como temía al emperador, y como se acordaba de su exilio, le dejaba creer en la felicidad de las gentes, jamás le reveló los progresos del odio que, cada día más, acechaba al palacio imperial, incluso tras las fronteras. Quizás incluso le animó por este camino que adivinaba que a un César le resultaría fatal, ya que un día, en sus locas esperanzas, Nerón diría: «No se sabe cuánto le es posible a un príncipe». Ignora que los únicos amigos sinceros que le quedan son esos esclavos y esos libertos a los que él sacó del sufrimiento y de la miseria.
Esa benevolencia que manifestó para con todos los romanos, Ne­rón la hizo extensiva a todo un pueblo extranjero. El discurso de Nerón en Corinto, grabado en una lápida conmemorativa, fue descu­bierto en Karditza en 1888. Y en ese discurso. Nerón añade todavía más gloria a Roma, al igual que a la majestad imperial: «Vosotros todos, helenos, que habitáis en Acaya, o en la tierra llamada hasta ahora del Peloponeso, recibid, con la exención de los tributos, la libertad que en los días más afortunados de vuestra historia no habéis poseído jamás todos juntos, vosotros que fuisteis esclavos, de los unos o de los otros. ¡Ay! ¡Si yo hubiera podido, en los tiempos prós­peros de la Hélade, dar este curso a mis bondades para poder ver gozar de ellas a un número mayor de hombres! Estoy molesto con ese Tiempo que, al adelantárseme, menguó la grandeza de semejante buena acción [...] Pero doy gracias a Dios, cuya protección siento siempre, tanto en tierra como en el mar, por haberme dado a pesar de todo la ocasión de realizarla. Ha habido ciudades que han recibido de otros príncipes su libertad [...] Nerón se la concede a toda una pro­vincia». (Cf. Maurice Holleaux, Le Discours de Nerón á Conrinthe.)
El emperador vuelve a Grecia en febrero del año 68. Tiene en su mente un gran proyecto. Obtiene de los propietarios a los mejores de sus esclavos, a los que elige entre los más cultos. Procede a fijar un impuesto sobre el capital, y deduce de los propietarios el valor de un año entero de alquiler. Obtiene de este modo una suma enorme, que asciende a dos mil millares doscientos millones de sestercios. (Cf. Tácito, Historias, I, 10.) Y la distribuye entre los humildes, es decir, entre los libertos y los esclavos, mientras él mismo se ve en la obliga­ción de diferir la paga de los legionarios y las pensiones a los vetera­nos. (Cf. Suetonio, Vida de los doce Césares: Nerón, 32.) A los esclavos que sacó de las casas de los ricos propietarios los manumite, y forma con ellos cohortes de milicias que tienen por objeto reprimir y castigar a los malos amos que tiranizan, o incluso martirizan, a sus esclavos, a los avaros que regatean sus óbolos a los templos religio­sos, etcétera.
Es todo un mundo, corrompido y despiadado, lo que Nerón pre­tende reformar. La respuesta no se hará esperar. Al igual que toda empresa de este género, los elementos reaccionarios confiarán al ejército la tarea de barrer a los «repartidores». Y tendrá lugar la insurrección de Cayo Julio Vindex, gobernador de la Gallia Lugdunensis, la Galia lionesa. El Senado decreta que Nerón será ejecutado según la antigua costumbre romana: con el cuello agarrado en una horca, y la espalda curvada en dos, desnudo, será flagelado hasta que se produzca la muerte, con látigos de plomo.
Nerón huirá de Roma el 9 de junio del año 68, y se refugiará en los suburbios. Decide darse muerte para evitar ese terrible suplicio, pero vacila. Entonces Epafrodito, su relator del Consejo de Estado, que probablemente fue el auxiliar de Saulo-Pablo citado en la Epístola a los Filipenses (2, 25, y 4, 18), se precipita sobre él y le hunde un puñal en la garganta.
En el mismo instante, fuerzan la puerta de la vivienda y entran los legionarios en la estancia. El centurión que las manda se precipita hacia Nerón y, con su manto de reglamento, intenta detener la sangre y obturar la herida: «Demasiado tarde, murmura Nerón, ¿ésa es tu fi­delidad?». (Cf. Suetonio, Vida de los doce Césares: Nerón, 49.)
El emperador tuvo unos funerales dignos de la púrpura imperial, como sigue relatando Suetonio: «Se envolvió su cadáver en los cober­tores blancos recamados de oro que le habían servido el día de las calendas de enero. Sus restos fueron encerrados por sus amas de cría, Eglogé y Alexandria, ayudadas por la concubina de su adolescencia, Acté, [3] en la tumba de la familia de los Domitii, que se ve desde el Campo de Marte, en la colina de los Jardines».
Hubo en esa tumba un sarcófago de pórfido, coronado por un altar de mármol de Luna, y rodeado de una balaustrada de piedra de Thasos.
Mucho más tarde, una vez muertos sus enemigos y extinguidos los odios, con sus soplos maléficos, le hicieron justicia.
Un liberto de Patrobius el Neroniano compró la cabeza de Galba a los palafreneros del ejército que la paseaban al extremo de una pica, por la suma de cien piezas de oro, y fue a arrojarla al lugar donde su «patrón» había sido ejecutado por orden de Galba, porque era amigo de Nerón. (Cf. Suetonio, op. cit., Galba, 20.)
Otón le había quitado a Nerón su amante, Popea, que éste le había confiado, y se había negado a devolvérsela. Nerón se contentó con enviarlo a la provincia de Lusitania (Portugal), en calidad de goberna­dor. (Cf. Suetonio, op. cit., Otón, 3.)
Proclamado emperador, Otón añadió a su nombre el de Nerón. Mandó restablecer las estatuas y las imágenes de este emperador, y devolvió a sus agentes y libertos sus antiguos cargos. (Cf. Suetonio, op. cit., Otón, 7.)
Vitelio Germánico ofreció en el Campo de Marte, en Roma, con numerosos sacerdotes de los cultos oficiales, un sacrificio a los manes de Nerón. En un festín solemne hizo cantar varios poemas extraídos del Dominicum, y cuando el citaredo entonó los cantos de Nerón, él fue el primero en aplaudir. (Cf. Suetonio, op. cit., Vitelio, II.) Más aún, Dion Cassius, en su Histoire Romaine, nos dice que «ponía como ejemplo para todos la vida y las costumbres de Nerón».
Por último, Domiciano condenó al suplicio capital a Epafrodito, su relator del Consejo de Estado, que también lo había sido de Nerón, porque se decía que había «ayudado» con su propia mano a Nerón a darse muerte cuando se vio abandonado por todos. (Cf. Suetonio: op. cit., Domiciano, 14.)
Todas esas medidas no cambiaron en nada el curso de la histo­ria. Los escribas cristianos pasarían por ahí, y, para hacer olvidar mejor ese crimen inexpiable que fue el incendio de Roma, truca­rían sabiamente los manuscritos de los autores antiguos, para hacer de Nerón el autor de dicho incendio. Y habrá que esperar al siglo XX para ver al fin aparecer obras imparciales, frutos de una investi­gación profunda, como las de Arthur Weigall y Jean-Charles Pi­chón, que devolverán a Lucius Domitius Ahenobarbus, emperador bajo el nombre de Nerón César, su verdadero rostro, el de un ser desgraciado, odiado por incomprendido, y a quien la perversidad de una madre indigna orientó, mediante el veneno, hacia la de­mencia progresiva y una muerte prematura, a los treinta y un años de edad...
. Y a pesar de todo eso, nos dice Suetonio, durante largos años Nerón tuvo fieles que adornaron con flores su tumba, en primavera y en verano. Se expuso su imagen en la tribuna de las arengas, revesti­das con la toga pretexta. Es más, a veces pegaron edictos, aparecidos misteriosamente, en los que anunciaba, como si todavía estuviera con vida, su próximo regreso. Y para subrayar mejor aún el prestigio que conservó aun después de muerto, los partos veneraron su memoria. Y por último —lo que prueba que no se avergonzaban en absoluto de haberlo tenido por emperador— aparecieron tres falsos Nerones, en los años 70, 80 y 88. (Cf. Suetonio, Vida de los doce Césares: Nerón, 57.)[4]
Y Trajano, el gran emperador, declaró cuarenta años más tarde que la primera época del reinado de Nerón se cuenta entre las más grandiosas de la historia de Roma.
¿Qué más puede decirse?




[1] Recordemos asimismo que el papa León X, el de la «fábula» de Jesús, había declarado legítima la esclavitud para los negros, ya que, como no eran cristianos, no estaban «calificados para ser libres». Además, la revelación del Evangelio «les compensa­ría la pérdida de su libertad». Por eso es por lo que, hasta el año 1813, en Córdoba, Argentina, los Misioneros de la Fe se dedicaron a la cría de hermosas mestizas que, educadas y adiestradas, eran luego vendidas por ellos a los ricos propietarios de haciendas.
[2] En Roma, la isla Tiberina o la isla de Esculapio, en medio del Tíber, recibía a los esclavos que se había decidido abandonar. Y allí morían, de enfermedad o de hambre, bajo la mirada indiferente de la población.
[3] Acté era cristiana, según nos dice Juan Crisóstomo; por lo tanto también ella era «de la casa de César», y no obstante no se había inquietado después del incendio del año 64. Nerón la había amado mucho, y ella le permaneció fiel.
[4] Es probable que fueran también los cristianos los que, periódicamente, publicaran en Roma el anuncio del regreso de Nerón. A fin de hacer creer a los ingenuos militantes de sus comunidades que el de Jesús estaba igual de cercano, y con él, el fin del Mundo por el fuego, evidentemente. Basta para convencerse con releer los célebres Oráculos sibilinos:
«Y Belias (el demonio) descenderá de su firmamento en forma de un rey de iniquidad, asesino de su madre». (Oráculos sibilinos, IV, 121.) La Ascensión de Isaías, compuesta al parecer a finales del siglo I de nuestra era, pero cuyos originales se han perdido, insinúa lo mismo en su capítulo IV, versículo 2. Los dos textos pertenecen al judeocristianismo. Los primeros, con gran astucia, ponen en escena a las Sibilas paganas, en lugar de los personajes bíblicos habituales, como Enoc, Noé, etcétera.

Tomado del libro: EL HOMBRE QUE CREO A JESUCRISTO de Robert Ambelain.

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