María, madre de Jesús 4 de 4
Robert Ambelain.
Volvamos a María, madre de Jesús. La primera esposa
del pseudo-José se habría llamado Salomé, habría sido la hija de Aggeo, hermano
de Zacarías, y por lo tanto prima hermana de Juan el Bautista, según nos dice
Nicéforo, citando a Hipólito de Porto. O también se habría llamado Escha,
traducido a veces por Estha o por Esther, según otras tradiciones. Tampoco aquí
los fabricantes de leyendas pudieron ponerse de acuerdo, teniendo en cuenta las
dificultades de la época en materia de relaciones epistolares.
Por otra parte, un cierto número de observaciones
complementarias aportan pruebas más contundentes en este terreno. Y es
indudable que lo que nuestros teólogos modernos construyen sobre la
“divinización” de la madre de Jesús habría dejado absolutamente estupefactos a
los discípulos de su hijo.
En primer
lugar, Jesús desprecia a su madre. Júzguese:
1.
“Mujer, ¿qué hay en común entre yo y tú? ...” (Juan, 2, 4). Se
observará que se sitúa, de forma bastante descortés, antes que ella en la
frase.
2.
“Alguien le dijo entonces: ‘Tu madre y tus hermanos están fuera y
desean hablarte’. Él, respondiendo, dijo al que le hablaba: ‘¿Quién es mi madre
y quiénes son mis hermanos? ...’ Y extendiendo su mano sobre sus discípulos,
dijo: ‘He aquí mi madre y mis hermanos. Porque quienquiera que hiciere la
voluntad de mi Padre, que está en los cielos, ése es mi hermano, y mi hermana,
y mi madre’ ...” (Mateo, 12, 47-50).
Ese pasaje, muy preciso, nos demuestra perfectamente
que en el caso de sus hermanos, no se trata de discípulos, porque éstos habrían
creído en él.[1]
Ahora bien, según el dogma clásico, Jesús es una de
las tres “personas” de la Trinidad, en calidad de Hijo. Por lo tanto participó
“antes del tiempo” (Concilios de Éfeso, de Calcedonia, de Constantinopla II) en
la dotación privilegiada que fue lo propio del alma preexistente de María, a saber, su concepción inmaculada, libre de
pecado original. (Cf. Tomás de Aquino, Suma
teológica, XXVII; Pío IX, Definición
del dogma de la Inmaculada Concepción).
Y sin embargo, de todo eso, Jesús, dios encarnado,
no se acuerda. Y de ahí su desprecio por las mujeres en general, y por su madre
en particular:
“Simón-Pedro dijo: ‘Que
María salga de entre nosotros, porque las mujeres no son dignas de la vida
eterna ...’. Y Jesús dijo: ‘Yo la atraeré a fin de volverla varón, para que se
convierta en un espíritu vivificante semejante a vosotros, los varones ... Porque
toda mujer masculinizada entrará en el Reino de los Cielos’ ... “ (Cf. Evangelio según Tomás, manuscrito copto
del siglo IV, p. 118).
“Y Tomás preguntó: ‘Cuando
oramos, ¿de qué manera debemos orar?’. Y Jesús respondió: ¿Orad en el lugar
donde no haya ninguna mujer’ ...” (Cf. Diálogo
del Salvador, manuscrito copto, p. 142).
“La mujer no es digna de
la vida eterna ...” (Cf. Jesús: Loggion, 101).
Debemos convenir que todo esto contradice mucho
nuestros dogmas modernos.
Y más cuando en el instante de su muerte, según el
nuevo dogma de la Asunción, promulgado por el papa Pío XII, ella entraría “en
carne y hueso”, a instancias de su Hijo, en el Paraíso, llevada por unos
ángeles que habían venido a buscarla. Y tampoco de esto se acuerda Jesús, el
Hijo, quien de acuerdo con el Padre y con el Espíritu Santo le concedió de
antemano ese privilegio inaudito. Y sin embargo, esa decisión, anterior al
nacimiento de María, la tomaron en común las tres “personas” de la Trinidad.
Por último, María no concedió ningún valor a las
revelaciones del arcángel Gabriel. Veamos de nuevo lo que dicen los Evangelios:
1.
“Porque María había olvidado los misterios que le había revelado el
arcángel Gabriel ...” (Cf. Protoevangelio
de Santiago, XII, 2).
2.
“Porque sus hermanos tampoco creían
en él ...” (Cf. Juan, 7, 5).
Así pues, María no les había revelado quién era en
realidad su hermano mayor, y eso que había formulado en alta voz su aceptación
de ser fecundada por el Espíritu Santo, y su parto fue tan milagroso como esa
misma fecundación, porque luego permaneció igual de virgen que antes. ¡Y todo
eso no la sorprendía lo más mínimo!
Sin embargo, si ella no les había confiado todo
cuanto de maravilloso había acompañado a la llegada de su hijo mayor, mediante
esa revelación ella les evitaba dudar de él, y Judas, su nieto,[2] no podría ya entregar a
Jesús y perjudicarse al hacerlo, ya que esa traición no era necesaria para la
Redención, dado que la amenaza de crucifixión, procedente de los romanos,
pesaba siempre sobre la cabeza de Jesús.
Volviendo a la mistificación de la Asunción, “en
carne y hueso”, pues lo es, y grande, aunque se haya elevado al nivel
dogmático, ante el estupor de todo el mundo protestante, plantearemos ahora a
los católicos de estricta observancia algunas preguntas embarazosas:
¿Qué pensar, por ejemplo, de esto?:
“Pero no se tiene ninguna prueba de la partida de
Juan; puede incluso conjeturarse que el viaje de Juan a Éfeso no fue anterior
al año 58.
En esa fecha Pablo se detuvo, pasó un tiempo allí y
evangelizó la Iglesia de Éfeso, a pesar de que tenía como regla no recolectar
en el campo de otro. eso significa que, en aquella época, el apóstol Juan no
había adquirido todavía los derechos sobre la Iglesia de Éfeso. Pues bien, en
el año 58 María habría contado setenta y seis años, y a esa edad parece
bastante inverosímil un cambio de residencia que acarreara un viaje tan
fatigoso y tan largo como el de Jerusalén a Éfeso. Por lo tanto, María no habría abandonado Jerusalén, y
habría muerto allí”. (Cf. Dom H. Leclercq, Dictionnaire d’archéologie chrétienne et de liturgie, VIII, col.
1.382).
Dejemos a Dom Leclercq con sus ilusiones
cronológicas y atengámonos sólo a sus conclusiones, lógicas a más no poder.
Aquí citaremos a Patrice Bousset, conservador de la
Biblioteca histórica de la Ciudad de París:
“En el siglo IV se ignora
todo lo referente a las circunstancias de dicha muerte, pero en el siglo
siguiente hay dos teorías opuestas, la de la sepultura en Jerusalén y la de sepultura en Éfeso.
Y en el siglo VI se afirma la existencia de una tumba y de una iglesia
consagrada a la Virgen en Getsemaní, tumba
que estaría emplazada en el mismo lugar de la casa en que vivió y murió María.
La basílica, reconstruida a principios del siglo VII, sería destruida en el
siglo XI. Según la tesis de la muerte en Éfeso, María habría pasado los últimos
años de su vida en una casa que Juan había hecho construir para ella en los
alrededores de la ciudad, habría muerto en dicha casa y habría sido enterrada por los apóstoles. Naturalmente, unas excavaciones
permitieron encontrar “la casa de la santísima Virgen” en Éfeso, del mismo modo
que en Jerusalén se mostraba a los peregrinos el terreno sobre el cual María
emitió su último suspiro”. (Cf. Patrice Boussel, Des reliques et de leur bon usage, 8.) ¿Y por qué no? Había que
atraer a los peregrinos.
El lector convendrá en que esas contradicciones y
esos testimonios opuestos hacen caer toda la leyenda mariana. Porque todavía en
el siglo VI, Grégoire de Tours señala la presencia de reliquias del cuerpo de
la Virgen en una iglesia de Auvernia, y en el siglo IX se habla de otras nuevas
en Luçon.
Más adelante, como es evidente, y a medida que iba
perfilándose la leyenda de la ascensión de María, madre de Jesús, a los cielos,
llevada por los ángeles, se hizo desaparecer esas comprometedoras reliquias.
Pero olvidaron censurar los numerosos manuscritos existentes.
Y, lo que es más, en 1952 se descubrieron en el
monte de los Olivos, cerca del “Dominus
Flevit”, emplazamientos de tumbas contemporáneas a la época de Jesús. En
ellas se hallaron un cierto número de sepulcros pequeños, de reducción, en los
que se depositaba los huesos descarnados y secos, tras una permanencia más o
menos larga en las tumbas clásicas de dos cámaras funerarias. Sobre esos
pequeños sepulcros de reducción estaba inscrito el nombre del difunto, bien en
griego, bien en arameo. Entre ellos se descubrieron, agrupados, los de Jairo,
Marta, María, Simón-bar-Jona (alias Simón-Pedro), Jesús, Salomé y Filón de
Cirene (cf. R.P. Luc H. Grollengerg, Atlas
biblique pour tous, p. 177). Es evidente que son falsos, que fueron
rubricados en una época –hacia los siglos IV-V- en que de lo que se trataba era
de deslumbrar a los peregrinos. Y eso demuestra que en aquella misma época la
leyenda cristiana no poseía todavía todo su carácter maravilloso. Y
concretamente la ascensión de Jesús
no había sido todavía establecida.[3] Y partiendo de esa base,
¿cómo imaginar la de María, su madre? ... Y si eran auténticos es aún más
grave, ya que nos demuestra que Jesús fue inhumado en carne y que no hubo jamás resurrección alguna, ya que el cadáver
se descompuso y luego los huesos fueron juntados en un sarcófago de reducción.
Y entonces la misma conclusión se impone para el caso de su madre, María. Si
dudáramos de ello, no tendríamos más que recordar las querellas provocadas por
las tres tumbas diferentes situadas en Jerusalén, Getsemaní y Éfeso, y por las
reliquias corporales conservadas en Auvernia y en Luçon.
En otro campo, el del arte, tenemos la misma
constatación.
Ninguna tradición cristiana, ningún documento
canónico nos muestra a María recibiendo en sus brazos el cuerpo de Jesús, al
descenso de la cruz. Ningún documento de este tipo nos pinta a María bañada en
lágrimas ante su hijo crucificado. Y eso es significativo.[4]
Para llogar a sus hijos muertos, las madres antiguas
tuvieron a veces acentos de una trágica belleza. Y el primer voccero corso, aquel himno imprecatorio
con el que se abría toda vendetta,
puño en alto, en el umbral del famoso “palacio verde”, fue indudablemente
clamado por una de ellas, bajo el fúnebre
mezzaro negro.
Siempre ignoraremos cuál habría podido componer
María la noche de la muerte de Jesús. Según nos cuenta Flavio Josefo, los
zelotes tenían como principio no lamentarse jamás, ni en su propio suplicio ni
al contemplar el de los demás. Y tanto por su pasado familiar, que acabamos de
ver, como por el ejemplo del esposo muerto en combate, Myrhiam-bath-Ioachim debió de tener como máxima el verso de su
antepasado el salmista: “Que el
eterno sea siempre la roca de mi
corazón ...” (Cf. Salmos, 73, 26).
Y semejante actitud engrandece a aquella mujer que
fue la muy digna esposa de Judas el Gaulanita, mucho más que las afectaciones
lacrimosas de las pseudotradiciones marianas.
María, “madre de los siete truenos”, no podía
derramar lágrimas.
[1] Cf. Jesús o el secreto mortal de los templarios,
pp. 54-59.
[2] Cf. Jesús o el secreto mortal de los templarios,
pp. 274 y 286-288.
[3] Cf. Jesús o el secreto mortal de los templarios,
pp. 241-258.
[4] Los
evangelios canónicos nos dicen que fue José de Arimatea quien desclavó el
cuerpo y lo sepultó (Mateo, 27, 39; Marcos, 15, 46; Lucas, 23, 53; Juan, 19,
38).
Tomado del libro: LOS SECRETOS DEL GOLGOTA de Robert Ambelain.
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