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domingo, 4 de enero de 2015

María, madre de Jesús 4 de 4

María, madre de Jesús 4 de 4
Robert Ambelain.

Volvamos a María, madre de Jesús. La primera esposa del pseudo-José se habría llamado Salomé, habría sido la hija de Aggeo, hermano de Zacarías, y por lo tanto prima hermana de Juan el Bautista, según nos dice Nicéforo, citando a Hipólito de Porto. O también se habría llamado Escha, traducido a veces por Estha o por Esther, según otras tradiciones. Tampoco aquí los fabricantes de leyendas pudieron ponerse de acuerdo, teniendo en cuenta las dificultades de la época en materia de relaciones epistolares.

 

Por otra parte, un cierto número de observaciones complementarias aportan pruebas más contundentes en este terreno. Y es indudable que lo que nuestros teólogos modernos construyen sobre la “divinización” de la madre de Jesús habría dejado absolutamente estupefactos a los discípulos de su hijo.

En primer lugar, Jesús desprecia a su madre. Júzguese:

1.      “Mujer, ¿qué hay en común entre yo y tú? ...” (Juan, 2, 4). Se observará que se sitúa, de forma bastante descortés, antes que ella en la frase.
2.      “Alguien le dijo entonces: ‘Tu madre y tus hermanos están fuera y desean hablarte’. Él, respondiendo, dijo al que le hablaba: ‘¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? ...’ Y extendiendo su mano sobre sus discípulos, dijo: ‘He aquí mi madre y mis hermanos. Porque quienquiera que hiciere la voluntad de mi Padre, que está en los cielos, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre’ ...” (Mateo, 12, 47-50).

Ese pasaje, muy preciso, nos demuestra perfectamente que en el caso de sus hermanos, no se trata de discípulos, porque éstos habrían creído en él.[1]

Ahora bien, según el dogma clásico, Jesús es una de las tres “personas” de la Trinidad, en calidad de Hijo. Por lo tanto participó “antes del tiempo” (Concilios de Éfeso, de Calcedonia, de Constantinopla II) en la dotación privilegiada que fue lo propio del alma preexistente de María, a saber, su concepción inmaculada, libre de pecado original. (Cf. Tomás de Aquino, Suma teológica, XXVII; Pío IX, Definición del dogma de la Inmaculada Concepción).

Y sin embargo, de todo eso, Jesús, dios encarnado, no se acuerda. Y de ahí su desprecio por las mujeres en general, y por su madre en particular:

“Simón-Pedro dijo: ‘Que María salga de entre nosotros, porque las mujeres no son dignas de la vida eterna ...’. Y Jesús dijo: ‘Yo la atraeré a fin de volverla varón, para que se convierta en un espíritu vivificante semejante a vosotros, los varones ... Porque toda mujer masculinizada entrará en el Reino de los Cielos’ ... “ (Cf. Evangelio según Tomás, manuscrito copto del siglo IV, p. 118).

“Y Tomás preguntó: ‘Cuando oramos, ¿de qué manera debemos orar?’. Y Jesús respondió: ¿Orad en el lugar donde no haya ninguna mujer’ ...” (Cf. Diálogo del Salvador, manuscrito copto, p. 142).

“La mujer no es digna de la vida eterna ...” (Cf. Jesús: Loggion, 101).

Debemos convenir que todo esto contradice mucho nuestros dogmas modernos.

Y más cuando en el instante de su muerte, según el nuevo dogma de la Asunción, promulgado por el papa Pío XII, ella entraría “en carne y hueso”, a instancias de su Hijo, en el Paraíso, llevada por unos ángeles que habían venido a buscarla. Y tampoco de esto se acuerda Jesús, el Hijo, quien de acuerdo con el Padre y con el Espíritu Santo le concedió de antemano ese privilegio inaudito. Y sin embargo, esa decisión, anterior al nacimiento de María, la tomaron en común las tres “personas” de la Trinidad.

Por último, María no concedió ningún valor a las revelaciones del arcángel Gabriel. Veamos de nuevo lo que dicen los Evangelios:

1.      “Porque María había olvidado los misterios que le había revelado el arcángel Gabriel ...” (Cf. Protoevangelio de Santiago, XII, 2).
2.      “Porque sus hermanos tampoco creían en él ...” (Cf. Juan, 7, 5).

Así pues, María no les había revelado quién era en realidad su hermano mayor, y eso que había formulado en alta voz su aceptación de ser fecundada por el Espíritu Santo, y su parto fue tan milagroso como esa misma fecundación, porque luego permaneció igual de virgen que antes. ¡Y todo eso no la sorprendía lo más mínimo!

Sin embargo, si ella no les había confiado todo cuanto de maravilloso había acompañado a la llegada de su hijo mayor, mediante esa revelación ella les evitaba dudar de él, y Judas, su nieto,[2] no podría ya entregar a Jesús y perjudicarse al hacerlo, ya que esa traición no era necesaria para la Redención, dado que la amenaza de crucifixión, procedente de los romanos, pesaba siempre sobre la cabeza de Jesús.

Volviendo a la mistificación de la Asunción, “en carne y hueso”, pues lo es, y grande, aunque se haya elevado al nivel dogmático, ante el estupor de todo el mundo protestante, plantearemos ahora a los católicos de estricta observancia algunas preguntas embarazosas:

¿Qué pensar, por ejemplo, de esto?:

“Pero no se tiene ninguna prueba de la partida de Juan; puede incluso conjeturarse que el viaje de Juan a Éfeso no fue anterior al año 58.

En esa fecha Pablo se detuvo, pasó un tiempo allí y evangelizó la Iglesia de Éfeso, a pesar de que tenía como regla no recolectar en el campo de otro. eso significa que, en aquella época, el apóstol Juan no había adquirido todavía los derechos sobre la Iglesia de Éfeso. Pues bien, en el año 58 María habría contado setenta y seis años, y a esa edad parece bastante inverosímil un cambio de residencia que acarreara un viaje tan fatigoso y tan largo como el de Jerusalén a Éfeso. Por lo tanto, María no habría abandonado Jerusalén, y habría muerto allí”. (Cf. Dom H. Leclercq, Dictionnaire d’archéologie chrétienne et de liturgie, VIII, col. 1.382).

Dejemos a Dom Leclercq con sus ilusiones cronológicas y atengámonos sólo a sus conclusiones, lógicas a más no poder.

Aquí citaremos a Patrice Bousset, conservador de la Biblioteca histórica de la Ciudad de París:

“En el siglo IV se ignora todo lo referente a las circunstancias de dicha muerte, pero en el siglo siguiente hay dos teorías opuestas, la de la sepultura en Jerusalén y la de sepultura en Éfeso. Y en el siglo VI se afirma la existencia de una tumba y de una iglesia consagrada a la Virgen en Getsemaní, tumba que estaría emplazada en el mismo lugar de la casa en que vivió y murió María. La basílica, reconstruida a principios del siglo VII, sería destruida en el siglo XI. Según la tesis de la muerte en Éfeso, María habría pasado los últimos años de su vida en una casa que Juan había hecho construir para ella en los alrededores de la ciudad, habría muerto en dicha casa y habría sido enterrada por los apóstoles. Naturalmente, unas excavaciones permitieron encontrar “la casa de la santísima Virgen” en Éfeso, del mismo modo que en Jerusalén se mostraba a los peregrinos el terreno sobre el cual María emitió su último suspiro”. (Cf. Patrice Boussel, Des reliques et de leur bon usage, 8.) ¿Y por qué no? Había que atraer a los peregrinos.

El lector convendrá en que esas contradicciones y esos testimonios opuestos hacen caer toda la leyenda mariana. Porque todavía en el siglo VI, Grégoire de Tours señala la presencia de reliquias del cuerpo de la Virgen en una iglesia de Auvernia, y en el siglo IX se habla de otras nuevas en Luçon.

Más adelante, como es evidente, y a medida que iba perfilándose la leyenda de la ascensión de María, madre de Jesús, a los cielos, llevada por los ángeles, se hizo desaparecer esas comprometedoras reliquias. Pero olvidaron censurar los numerosos manuscritos existentes.

Y, lo que es más, en 1952 se descubrieron en el monte de los Olivos, cerca del “Dominus Flevit”, emplazamientos de tumbas contemporáneas a la época de Jesús. En ellas se hallaron un cierto número de sepulcros pequeños, de reducción, en los que se depositaba los huesos descarnados y secos, tras una permanencia más o menos larga en las tumbas clásicas de dos cámaras funerarias. Sobre esos pequeños sepulcros de reducción estaba inscrito el nombre del difunto, bien en griego, bien en arameo. Entre ellos se descubrieron, agrupados, los de Jairo, Marta, María, Simón-bar-Jona (alias Simón-Pedro), Jesús, Salomé y Filón de Cirene (cf. R.P. Luc H. Grollengerg, Atlas biblique pour tous, p. 177). Es evidente que son falsos, que fueron rubricados en una época –hacia los siglos IV-V- en que de lo que se trataba era de deslumbrar a los peregrinos. Y eso demuestra que en aquella misma época la leyenda cristiana no poseía todavía todo su carácter maravilloso. Y concretamente la ascensión de Jesús no había sido todavía establecida.[3] Y partiendo de esa base, ¿cómo imaginar la de María, su madre? ... Y si eran auténticos es aún más grave, ya que nos demuestra que Jesús fue inhumado en carne y que no hubo jamás resurrección alguna, ya que el cadáver se descompuso y luego los huesos fueron juntados en un sarcófago de reducción. Y entonces la misma conclusión se impone para el caso de su madre, María. Si dudáramos de ello, no tendríamos más que recordar las querellas provocadas por las tres tumbas diferentes situadas en Jerusalén, Getsemaní y Éfeso, y por las reliquias corporales conservadas en Auvernia y en Luçon.

En otro campo, el del arte, tenemos la misma constatación.

Ninguna tradición cristiana, ningún documento canónico nos muestra a María recibiendo en sus brazos el cuerpo de Jesús, al descenso de la cruz. Ningún documento de este tipo nos pinta a María bañada en lágrimas ante su hijo crucificado. Y eso es significativo.[4]

Para llogar a sus hijos muertos, las madres antiguas tuvieron a veces acentos de una trágica belleza. Y el primer voccero corso, aquel himno imprecatorio con el que se abría toda vendetta, puño en alto, en el umbral del famoso “palacio verde”, fue indudablemente clamado por una de ellas, bajo el fúnebre mezzaro negro.

Siempre ignoraremos cuál habría podido componer María la noche de la muerte de Jesús. Según nos cuenta Flavio Josefo, los zelotes tenían como principio no lamentarse jamás, ni en su propio suplicio ni al contemplar el de los demás. Y tanto por su pasado familiar, que acabamos de ver, como por el ejemplo del esposo muerto en combate, Myrhiam-bath-Ioachim debió de tener como máxima el verso de su antepasado el salmista: “Que el eterno sea siempre la roca de mi corazón ...” (Cf. Salmos, 73, 26).

Y semejante actitud engrandece a aquella mujer que fue la muy digna esposa de Judas el Gaulanita, mucho más que las afectaciones lacrimosas de las pseudotradiciones marianas.

María, “madre de los siete truenos”, no podía derramar lágrimas.



[1] Cf. Jesús o el secreto mortal de los templarios, pp. 54-59.
[2] Cf. Jesús o el secreto mortal de los templarios, pp. 274 y 286-288.
[3] Cf. Jesús o el secreto mortal de los templarios, pp. 241-258.
[4] Los evangelios canónicos nos dicen que fue José de Arimatea quien desclavó el cuerpo y lo sepultó (Mateo, 27, 39; Marcos, 15, 46; Lucas, 23, 53; Juan, 19, 38).

Tomado del libro: LOS SECRETOS DEL GOLGOTA de Robert Ambelain.

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