María, madre de Jesús 3 de 4
Robert Ambelain
Volvamos, pues, a la genealogía de María, dada por
Juan Damasceno (supra, p. 138=. Vemos
en ella que su padre se llamaba Joaquín, y su abuelo X ...-bar-Pantheros. Se
trata, evidentemente, del mismo Panthero de la Toledoth Ieshuah que ya hemos visto. Él es, el abuelo de María, el
pseudo-amante mercenario de Roma.
Y si María nació en el año 32 antes de nuestra era,
si su padre la engendró a los veinte años, si él mismo fue engendrado por el
suyo cuando éste contaba también veinte años (la edad límite del matrimonio de
los jóvenes en el Israel antiguo), eso nos da la fecha descubierta por
Daniel-Rops en Jésus et son temps (p.
68), porque 32 + 20 + 20 = 72, fecha muy cercana a la del 78 dada por dicho
autor (evidentemente antes de nuestra era).
Y por lo tanto, habría muerto en el curso de las
luchas civiles que desgarraron durante seis años a la nación judía bajo el
reinado sangriento de Alejandro Janeo. Este rey, que pertenecía a la dinastía
asmonea (los macabeos),[1] contempló sádicamente,
desde la terraza de su palacio de Jerusalén, y rodeado de sus concubinas, la
crucifisión de ochocientos de sus adversarios, mientras se procedía, ante sus
ojos, a degollar a sus esposas e hijos (cf. Flavio Josefo, Antigüedades judaicas, XIII, XXII). El abuelo de María debió de
participar en esas luchas fratricidas, porque, al helenizar su nombre, según la
costumbre judía de la época, se hizo de Panthero, Pantherôs, en griego pantera. Y este nombre no podía designar
a un hombre particularmente pacífico.
De lo que antecede podemos admitir que la familia de
María pertenecía también al clan de los kanaim,
o celotes, lo que justifica que le eligieran un esposo dentro del mismo medio,
a saber, Judas-bar-Ezequías, futuro Judas de Galilea.
En lo que concierne a la virginidad perpetua de
María, “antes durante y después” de esa unión tan humana con el héroe judío que
debía ilustrar su nombre con gran rapidez, creemos que hicimos justicia a esta
inverosimilitud en nuestra primera obra.[2] Y ni siquiera el moderno
tema de la partenogénesis, mediante
el cual una hembra se fecunda y da a luz sin la colaboración de un macho,
afirmación muy discutida en lo que se refiere a su posibilidad en el seno de la humanidad o de los
animales superiores, este tema no podría sostenerse como explicación plausible
para esa concepción milagrosa por parte de la María de los evangelios. Porque
si el hecho puede producirse en teoría en
el seno de la humanidad, la mujer no podría parir jamás otra cosa que una
criatura de su propio sexo, es decir, una
hija. Y jamás se ha puesto en duda el sexo masculino de Jesús, tanto más
cuanto que la Iglesia católica posee en sus templos, religiosamente conservados
por el clero y los fieles, diecinueve
prepucios del niño divino, todos ellos a cual más auténtico, lo que
constituye una prueba definitiva de dicha masculinidad.
No obstante, a los argumentos presentados en la
primera obra,[3]
conviene añadir la confesión implícita de los teólogos. En los Diaconales de monseñor Bouvier, obispo
de Le Mans, miembro de la congregación del Indice, insertos en la Dissertatio in sextum decalogi praeceptum et
Supplementum ad Tractatum de Matrimonio (Le Mans, 1827, ejemplar de la
Bibloteca real), descubrimos este estudio de un caso particular:
“Se pregunta: 1º) Si un hombre y una mujer, bien instruidos de su
común impotencia o de la de uno de ellos, pueden contraer matrimonio con la
intención de prestarse mutuo socorro y de permanecer siempre en la castidad.
“R. Sánchez (I; 7, disp. 97, nº 13) y muchos otros
teólogos que cita, afirman que el matrimonio es lícito en este caso, y apoyan
su opinión en las pruebas siguientes: los que han contraído matrimonio, aunque
afectados por una misma enfermedad, pueden vivir juntos como hermano y hermana,
evitando el peligro de caer en el pecado; por lo tanto, si piensan
razonablemente que no hay que temer dicho peligro, pueden casarse con vistas a
ayudarse mutuamente, a pesar del conocimiento que tienen de su impotencia. Así
fue como la Bienaventurada Virgen y san José contrajeron verdadero matrimonio,
con la intención formal de conservarse castos y de no hacer uso del coito.
“Pero la opinión más
general de otros teólogos es que semejante matrimonio no es lícito, ya que,
según dicen, un matrimonio así sería nulo si no hubiera esperanza de
consumarlo. Sería una verdadera impostura, una profanación de las ceremonias
religiosas, y por consiguiente un sacrilegio, el hecho de contraer
voluntariamente un matrimonio nulo; jamás
deben autorizarse semejantes uniones. En cuanto al ejemplo aportado más arriba,
niegan que sea aplicable en ese caso, ya que el matrimonio de la bienaventurada
María y de san José era válido”. (Op. cit., Supplementum, 1º Quest.).
Era válido ... De lo que antecede, unas cuantas
conclusiones se imponen por sí mismas:
a)
el esposo verdadero de María no era impotente, y ella no era estéril,
ya que su matrimonio habría sido nulo, lo que la mayoría de los doctores
católicos niegan, como hemos acabado de ver;
b)
no se trataría, pues, del tal José, ya que en el momento de su unión
con María contaría unos ochenta y un años,[4] si se da crédito a los
diversos Evangelios de la Infancia.
Por lo visto moriría hacia los ciento once años, y unos treinta años antes es
dudoso que se hubiera hallado todavía en estado de procrear. Además, el
matrimonio de un hombre en estado de impotencia sexual estaba prohibido por la
Ley judía, y el desgraciado esposo no tenía entonces más que dos semanas para
devolverle la libertad a su esposa;[5]
c)
si los teólogos cristianos afirman en su gran mayoría (op. cit., dixit) que el matrimonio de
María era válido, y el esposo no podía ser José, esa unión se consumó, pues, con Judas de Galilea, alias Judas de
Gamala, de donde el nacimiento de Jesús y de sus hermanos y hermanas
menores.
Quedan todavía un conjunto de documentos aún más
probadores a este respecto, y no los silenciaremos, teniendo en cuenta la
autoridad de sus autores.
Sabemos por Eusebio de Cesarea que Orígenes, el gran
didáscalo alejandrino, a quien el papa León XIII calificaba de “el más grande
de los Padres de la Iglesia de Oriente”, había adquirido en propiedad las
Escrituras conservadas por los judíos y redactadas en caracteres hebreos. Para
leerlas, aprendió dicha lengua. Luego “se hizo a la busca de las diversas
ediciones de aquellos que, aparte de la versión llamada de los Setenta, habían
traducido las sagradas Escrituras; y, además de las traducciones corrientes y
en uso, las de Aquila, de Simmaco y de Theodotion”. (Cf. Eusebio
de Cesarea, Historia eclesiástica,
VI, XVI, I, 2).
De esas cuatro versiones del Antiguo Testamento
conformó sus célebres Tetraples, texto
sinóptico donde los versículos de cada versión están dispuesto frente a frente
en cuatro columnas, con el fin de establecer comparaciones.
La versión llamada de los Setenta (setenta traductores “inspirados” dan una versión idéntica
del texto, pero la historia de dicha “inspiración” está fundada en la carta de Aristeo, apócrifo del siglo II) fue
realizada a petición de Ptolomeo, hijo de Lagus, en el siglo III antes de
nuestra era, para la célebre Biblioteca de Alejandría. En ese texto, el célebre
pasaje de Isaías (7, 14) aparece traducido así:
“Por eso el Señor os dará
él mismo un prodigio: una virgen concebirá,
y dará a luz a un hijo que será llamado Emmanuel”.
Pues bien, ésta es la única versión de los Setenta que utiliza la palabra griega parthenos (virgen). Las otras versiones
utilizan el término neanis, es decir,
jovencita. ¿Quienes fueron sus
autores? Simmaco, Theodotion y Aquila.
Simmaco era ebionita (alias nazareno). Había legado
sus obras a una tal Juliana, que se las dio directamente a Orígenes (cf.
Eusebio de Cesarea, Historia
eclesiástica, VI, XVII). Por lo tanto era casi contemporáneo de Orígenes, y
vivía, pues, en el siglo II, tengámoslo en cuenta.
A Theodotion de Éfeso no le conocemos apenas, pero
debía de ser un personaje importante del cristianismo, ya que el gran Orígenes
conserva su traducción de Isaías.
Éste, original de Sinope, la ciudad donde nació
Marción, vivió también en el siglo II de nuestra era. Primero fue discípulo de
Taciano, se hizo marcionita y luego ebionita en Éfeso. La Iglesia ortodoxa no
rechazó su traducción de la Biblia, y su versión de Daniel todavía en nuestros
días sigue siendo utilizada por las Iglesias de Oriente.
Queda Aquila del Ponto. Arquitecto originario
también de Sinope, pariente del emperador Adriano, recibió de éste el encargo
de reconstruir Jerusalén hacia los años 130-135. Primero se sintió seducido por
la religión judía, pero a continuación se convirtió al cristianismo, cuya
comunidad estaba autorizadas a residir en esa ciudad, prohibida a los judíos.
Luego volvió al judaísmo, y hacia el año 138 de nuestra era redactó una versión
de la Biblia que lleva su nombre y que durante mucho tiempo se prefirió a la de
los Setenta.
Así pues, en el siglo II, fijémonos bien, estamos en
presencia de cuatro textos griegos del mismo pasaje de Isaías, y los cuatro se
basaban en un texto hebreo inicial. La lógica nos impone, por lo tanto,
recurrir simplemente a este último. Tomemos por consiguiente la Biblia del
rabinato francés, en Isaías, 7, 14, y veamos qué término hebreo utilizó el
profeta.
El texto francés de la versión masorética está
redactado así: “¡Ah, cierto! El Señor os da un signo de sí mismo. He ahí que la
mujer joven está encinta, y dará a
luz a un hijo, al que llamará Immanuël”. (Isaías, 7, 14).
El hebreo no permite distinguir quién tiene razón,
de entre la versión del rabinato francés (mujer
joven) o de la de Theodotion de Éfeso, de Aquila del Ponto, y de Simmaco (jovencita). Pero hay otros argumentos, éstos irrefutables, que no permiten
admitir ni por un instante la traducción de los Setenta: virgen. Porque mujer
joven o jovencita, en el espíritu del profeta Isaías, es necesaria e
inevitablemente lo mismo, ya que según la Ley judía la jovencita no podía concebir fuera del matrimonio, bajo pena de muerte, y por lo tanto
convertirse en mujer joven.
Si se trataba de una virgen a quien ningún hombre
había fecundado, es que fue el Eterno, a través de su ruah elohim (espíritu santo), el progenitor del niño por nacer.
Tesis dogmáticamente afirmada por la Iglesia católica, las Iglesias de Oriente
y el protestantismo.
Ahora bien, para un profeta del siglo VIII antes de
nuestra era (Isaías vivió bajo el reinado de Ezequías), imaginar que Yavé se rebajara y se degradara, a
través de su ruah, violando las leyes
naturales que él había establecido, y actuara sobre el sistema ovárico de una adamita, contrariamente a sus
prescripciones del Sinaí, era algo pura y simplemente impensable ...[6]
En efecto, en el Deuteronomio
leemos lo siguiente: “Si no se han encontrado los signos de la virginidad de la joven (en el matrimonio), llevarán a la joven a la puerta de la
casa de su padre, y las gentes de la ciudad la lapidarán hasta que muera”
(Deuteronomio, 22, 20-21).
Dicho de otro modo, Yavé dictó una ley en el Sinaí, según la cual la virgen que fuera depositaria de su
oculta actividad fecundadora debería ser lapidada hasta la muerte, en cuanto se
hubiera constatado que llevaba al futuro Emmanuel
... ¡A eso se le llama tentar al diablo!
Por otra parte, Yavé
se administra a sí mismo una severa sanción, porque en el Génesis se lee esto:
“Cuando los hombres empezaron a multiplicarse sobre la superficie de la tierra
y nacieron hijas, entonces los hijos de Dios (los ángeles) vieron que las hijas
de los hombres eran agradables y tomaron por esposas cuantas prefirieron ...”
(Génesis, 6,. 1-2).
De ese incubado
colectivo, el célebre libro de Enoch nos
proporciona todos los detalles: esta obra, muy antigua, aparece ya citada por
dos fragmentos recogidos en el siglo I antes de nuestra era por Alejandro
Polyhistor, y conservados por Eusebio de Cesarea (cf. Principios evangélicos, IX, XVII, 8). Además, el Libro de los jubileos, compuesto poco
después del año 135 antes de nuestra era, lo cita bajo el título de Libro de la caída de los ángeles.
“Y el Señor dijo a
Gabriel: ‘Ve a esos bastardos y a
esos réprobos, y a los hijos de las cortesanas, y hazlos desaparecer, a esos
hijos de los Veladores del Cielo’ ...” (Op. cit., 10, 9).
“Y el
Señor dijo a Mikael: ‘Ve, encadena a Semyaza y a sus compañeros, que se han
unido a las mujeres a fin de mancillarse con ellas en toda su impureza. Y
cuando todos sus hijos estén degollados, y cuando ellos mismos hayan visto el
fin de sus bienamados, encadénalos para setenta generaciones bajo las colinas
de la tierra, hasta el día que se consume el Juicio eterno’ ...” (Op. cit., 10,
II).
“Luego Mikael, Gabriel,
Rafael y Phanuel se apoderarán de ellos en ese gran día, y los precipitarán a
la hoguera ardiente, a fin de que el Señor de todos los Espíritus los castigue
por su iniquidad ...” (Op. cit., 54, 6).
Ese texto es, por lo tanto, la condena formal de
toda fecundación de una mujer por una criatura espiritual. Partiendo de ese
principio, la Iglesia católica afirmó la posibilidad de los demonios de
fecundar a una mujer (incubat), o de
acoplarse de noche con un hombre (succubat).[7]
No inventamos nada. Tomás de Aquino estudió esos
hechos con detalle en su Suma teológica, esos
principios son de fe, porque también
ahí “Roma habló”, y eso, para un católico de estricta observancia, no ofrece
discusión posible.
Veamos el texto oficial de Tomás de Aquino:
“Hay que decir, con san
Agustín, que muchos afirman saber por su propia experiencia, o por lo que
cuentan otros, que los Faunos y los Silvanos, llamados íncubos por el vulgo, a menudo han sido malos para con las mujeres,
y han obtenido de ellas goces sexuales. Por lo tanto, sería imprudente negarlo.
Ahora bien, si del coito demoníaco hay alguno que nazca, no es por el esperma
de los demonios ni por el cuerpo que éstos revisten, sino por el esperma del
hombre, que sirvió de súcubo al
demonio que desempeñó luego el papel de íncubo
con una mujer ...”[8]
Se saca de aquí y se pone de allá ... El célebre
teólogo no nos dio el motivo de esas copulaciones diabólicas ni el interés que
el diablo podía tener en ellas. Añadamos que todos los Padres de la Iglesia, en
su cándida ingenuidad, creían en la existencia de glifos, de dragones, etc. San
Jerónimo nos afirma que “Toda Alejandría pudo ver a un sátiro vivo ...”. ¡El mismo lo contempló! Y una manada de centauros, al encontrar a Jesús en el
desierto, le rindieron homenaje (cf. Vieu
de Paul l’ermite, VII, VIII). San Agustín nos dice: “Yo era ya obispo de
Hipona, cuando fui a Etiopía con algunos servidores de Cristo para predicar
allí el evangelio. Vimos a muchos hombres y mujeres sin cabeza, con dos grandes
ojos en el pecho ...” (cf. san Agustín, Sermones,
XX-XIII). No nos burlemos de ellos; la televisión francesa, en el curso de
un debate, nos presentó a un catedrático del Instituto des Hautes Etudes, que afirmó su creencia en el valor de
los pactos sellados con Satanás, aunque éstos no aparecieron “sino en la época
en que tenía lugar los contratos en su buena y debida forma ...”. El diablo se
mantiene al corriente de la actualidad, ¡él no es un espíritu retrógrado!
Lo mismo que el Libro
de Enoch, el Zohar Hadash (sección Yitro) nos precisa que Samael, el ángel
tentador, y su doble femenina Lilith, habían corrompido a la primera pareja
humana, Samael con Eva, y Lilith con Adán. El Sepher Ammudé-Schiba nos cuenta la misma leyenda, pero a Lilith la
llama Heva, y Samael se convierte en Leviathan. Otro texto, el Sepehr Emmeck-Ameleh nos transmite el
mismo tema. Como se ve, la sexualidad “de grupo” no es nada nuevo.
Entonces, teniendo en cuenta esa tradición religiosa
que considera con horror toda copulación psico-neumática entre una criatura
humana y una criatura espiritual, ¿cómo suponer ni por un instante que el
profeta Isaías hubiera podido imaginar la fecundación de una mujer, aunque
fuera virgen, por el Eterno, el Dios inaccesible de Israel? Y más cuanto que el
“mesías” de los cristianos no se llamó Emmanuel, sino sólo Jesús, y que no
vivió jamás en un tiempo en que Israel tuviera que temer una doble ocupación, “procedente de Egipto y de Asiria” (op.
cit., 7, 18-20), sino una única ocupación, la de Roma, es decir, del otro lado de los mares. La profecía
no coincide con los hechos históricos y su época, y el mesías anunciado no se
llama Jesús.
[1] Cf. El hombre que creó a Jesucristo, p. 73,
esquema genealógico de dicha dinastía, de la cual procedía Saulo-Pablo por vía
femenina.
[2] Cf. Jesús o el secreto mortal de los templarios,
pp. 54-69 y 104-114.
[3] Cf. Jesús o el secreto mortal de los templarios,
pp. 54-69 y 104-114.
[4] Cf. Jesús o el secreto mortal de los templarios,
pp. 37-44 y 54-59.
[5] Id.,
pp. 38 y 39 sobre las referencias en el Talmud en lo que respecta a esa
restricción de matrimonio que sufría un hombre impotente. Es preciso observar
que el hecho de haber confiado una joven de quince años, todo lo más, a un
anciano impotente de ochenta y un años, hubiera causado escándalo en Israel.
(cf. Talmud, San. 76a; Yeb. 101b; Deuteron. 29, 19s y 76b).
[6] En lo
que se refiere a una virginidad conservada por María después del parto, basta con releer a Lucas (2, 22-24) para
convencerse de que estuvo obligada a someterse a los ritos de purificación
propios de las parturientas (Levítico, 12, 1-8).
[7] ¡El incubo es un demonio macho copulando con
una mujer, a veces con un falo doble! La
súcuba es un demonio hembra, que
desempeña todas las funciones de una mujer ... ¡Hay, asimismo, demonios hermafroditas, para las personas
‘ambivalentes’!.
[8] Cf.
san Agustín, De la Ciudad de Dios, XV,
23; santo TOMÁS DE AQUINO, Suma
teológica, P. I., 9, 51, art. 3, ad. 6.
Tomado del libro; LOS SECRETOS DEL GOLGOTA de Robert Ambelain.
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